Sábado a la tarde, afuera hace calor. El hall del Teatro San Martín es un oasis climatizado del cual se apropia un nutrido grupo de espectadores de un amplio rango etario, respondiendo a la irresistible propuesta de ver al Ballet del San Martín, gratis. Cartón lleno.
La compañía se encuentra en un nivel de excepción; nada tiene que envidiar a colegas internacionales. A la excelente preparación física de todos sus integrantes se suma la existencia de individualidades que se diluyen en el momento exacto en el que el grupo se amalgama. Se intuye un trabajo intenso, sostenido y entusiasta tanto de parte de los bailarines como de la directora Andrea Chinetti y su codirector Diego Poblete.
El programa que aquí se reseña incluyó dos obras ideales para corroborar esa cualidad camaleónica del Ballet: “Bolero” y “Fervor”. La mayoría de edad de la creación de Ana María Stekelman, estrenada en 2004, no hace mella en su vitalidad ni en su concepto. Esta versión en blanco y negro (eficiente vestuario de Renata Schussheim) de la transitadísima partitura de Ravel aporta una magistral fusión de elementos del malambo, el tango, el zapateo español y la danza contemporánea. El entrecruzamiento de ritmo y melodía tiene su paralelo en la coreografía, muy musical, que presenta solos, dúos y complejas escenas grupales. Dentro de las individualidades señaladas se destaca la sensual interpretación de Paula Ferraris, y la potencia de Andrés Ortiz, cuya figura abre y cierra la obra.
Tras un breve intervalo Josefina Gorostiza nos propone “Fervor”, creado especialmente para la compañía en 2020, un ecléctico trabajo donde el elenco evoluciona en un continuo danzado, extenuante y fascinante a la vez. Con la presencia de un DJ en vivo, cada uno de los bailarines pasa al frente para hacer una personal demostración de destreza, mientras el resto observa pero no descansa, y la música tecno tampoco, comandados por un ritmo febril. Pero también hay grupos que dialogan, explícitas referencias a la danza clásica, al malambo (otra vez), al rock and roll, a las danzas urbanas y hasta al célebre pasito de The Backpack Kid. La energía y el frenesí se multiplican en los cuerpos de los bailarines y en el entusiasmo del público, sin mensaje, sin consigna, a veces en orden y otras caóticamente.
Estos cuarenta y cinco minutos totales no dan tregua y al mismo tiempo llevan una ola de frescura a los que se animan a la experiencia.
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