“La revolución productiva” del entonces candidato presidencial y en ese momento gobernador de La Rioja por tercera vez, Carlos Menem, fue uno de los caballitos de batalla en su campaña electoral. Se desarrolló entre fines de 1988, luego de haber batido en la única interna abierta presidencial que tuvo el peronismo al entonces gobernador de Buenos Aires, Antonio Cafiero.
El arsenal dialéctico que iba incorporando el postulante oficial por el Frente Justicialista de Unidad Popular se basaba en frases altisonantes, promesas genéricas de bienestar como la de “Síganme, no los voy a defraudar” o más concretas como la referencia al “salariazo” que vendría con su gobierno. Sin embargo, las elecciones del 14 de mayo de 1989 que le dieron el triunfo virtual en el todavía vigente Colegio Electoral, se realizaron en medio de una inflación que se fue espiralizándose hasta llegar al 200% mensual en el mes de asunción.
En un giro que caracterizó los dos primeros años de su mandato, el riojano reconoció la existencia de una crisis singular y eligió al directivo del grupo Bunge&Born Miguel Roig para ser su primer ministro de Economía. Fue efímero, falleció a la semana y en el momento anunció que lo reemplazaría otro ejecutivo de la multinacional de origen argentino, Néstor Rapanelli que intentó poner en caja una economía desquiciada pero también cumplir parte de las promesas presidenciales. Ya Guido Di Tella había quedado fuera de carrera para el Palacio de Hacienda, cuando pronosticó que Menem debería tener un dólar “recontraalto”, como efectivamente ocurrió. También fue llamativo otro giro al forjar una alianza con el partido de Álvaro Alsogaray, la UCEDE, con la que le birlaron la elección a senador por la Capital al radical Fernando de la Rúa, y le cedió a su hija, la diputada María Julia, la intervención de Entel para privatizarla. Cosa que repitió meses más tarde con SOMISA, que quedó en manos del Grupo Techint. En noviembre de 1990, Aerolíneas Argentinas también terminaba en manos de Iberia, también con resultados poco esperanzadores para la ola privatizadora, un signo de los tiempos en la región.
En diciembre de 1989 Rapanelli fue reemplazado por un político más cercano y coprovinciano, Antonio Erman González que tuvo que enfrentar la segunda hiperinflación, la de diciembre de 1989 que terminó con el Plan Bónex, que canjeó parte de los depósitos en plazo fijo por un bono dolarizado a 10 años. “Estamos en un vuelo en emergencia y sin paracaídas” graficaba Menem haciendo referencia a las medidas drásticas que debería tomar.
Para entonces, la altísima inflación imperante desde 1975, casi sin respiro, había adormecido a la opinión pública y cualquier medida era tolerada por más arbitraria que fuera si se podía alejar del fantasma de la híper. Erman tuvo que reinventarse con planes Erman II y Erman III o disfrazarse de SupErman para corporizar el relato de una lucha titánica contra las fuerzas de la economía que nos arrastraban al abismo. Un ida y vuelta, ajustes tarifarios periódicos, paritarias que no alcanzaban nunca a los precios que oscilaban entre la quietud y la disparada, hasta que el advenimiento de un segundo rebrote inflacionario y la cercanía de las elecciones de medio término que se presagiaban como una gran derrota por el caos económico, llevó a jugar la última carta: Domingo Cavallo.
El economista cordobés, surgido de la Fundación Mediterránea ya ocupaba el banco de suplentes nada menos que en la Cancillería y su corta experiencia en la función pública lo había mostrado como un técnico audaz y contaba con un fuerte respaldo de empresas que querían encontrar la estabilidad que les permitiera vivir un ambiente de negocios más normalizado y de la que sólo habían gozado en algún tramo del Plan Austral. En febrero de 1991, Menem realiza otro enroque y Cavallo va a Economía, Erman a Defensa y Guido Di Tella se convierte en Canciller.
El siguiente objetivo era el de preparar la audaz movida de lanzar la convertibilidad, estableciendo una paridad de 10.000 pesos argentinos = 1 dólar con anclas en la emisión monetaria, el financiamiento del Tesoro y un ambicioso plan de desregulación, privatización y apertura económica. La ley de convertibilidad entró en vigencia el 28 de marzo de 1991, le dio un respiro político al Gobierno para que pudiera lograr la primera minoría en el Congreso, pero con la alianza con la Acedé, consiguió el quorum para imponerse en muchas de los ásperos debates legislativos (hasta con ayuda de un diputrucho, alguna vez) que marcaron esa primera era. El ministro del Interior de aquel segundo momento fue, José Luis Manzano, hoy devenido en un próspero gestor de negocios regulados, en sociedad con su coprovinciano Daniel Vila, sucedido por el actual mano derecha del Presidente Fernández, Gustavo Béliz.
Una paradoja más: la marca a fuego de la política económica del menemismo incluso excedió la renuncia de su mentor, Cavallo, en 1996 en medio de acusaciones cruzadas por los jueces de la servilleta del ministro Corach y hasta la influencia de Alfredo Yabrán en el Gobierno. Ese “largo” período de estabilidad y crecimiento, no fue el plan A ni el B de una tumultuosa época en la que la hiperinflación era el riesgo constante de la economía argentina, con todo lo que traía. Desde entonces, el recuerdo de Carlos Saúl Menem quedó atado al 1 a 1, las privatizaciones, las oleadas de inversiones extranjeras, el endeudamiento y las relaciones carnales. Un factor que terminó decantándose por ensayo y error.
En una repetición de la historia, fines que justifican cualquier medio, las urgencias tapando todo, la política irrumpiendo en los juzgados, ni siquiera el “vamos viendo”, son signos exclusivos de esta época.
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