A la luz de la crisis en Bolivia y de toda la región, queda todavía más clara la sorpresiva jugada electoral de Cristina Kirchner, cuando aquel sábado 18 de mayo ungió a Alberto Fernández como su candidato presidencial. Más allá de las loas militantes sobre el generoso renunciamiento de su jefa en beneficio de la unidad partidaria y nacional, hubo un cálculo frío que, con el paso de los meses, va quedando cada vez más claro, y que vale la pena desmenuzar.
La decisión de Cristina de mantenerse en la fórmula a pesar de haber dado un paso al costado se entendió -con mucha lógica- como la manera de garantizarse un lugar institucional y político para dar la pelea judicial por su libertad y la de sus familiares y allegados. Del mismo modo, la motivación para no buscar de nuevo la presidencia fue explicada por varios factores: despejar la discusión sobre su figura entre los dirigentes peronistas, esquivar los altos índices de rechazo a la expresidenta que aparecían en los sondeos de opinión y, en términos más personales, el factor de desagaste emocional que implica el estado de salud de su hija Florencia.
Pero esos análisis muy razonables que hicimos todos no contemplaron un factor político que ya estaba sobre la mesa antes de las PASO, pero que casi nadie vio. La inestabilidad de los gobiernos sudamericanos en general y, para la mirada interesada del kirchnerismo, particularmente la cuestionada legitimidad de los liderazgos progresistas de la región. Nadie puede saber todavía en qué países la moneda caerá del lado bolivariano y en cuáles caerá del lado neoliberal. Lo único claro por ahora es que hay un proceso abierto de revisión turbulenta de las hegemonías continentales, y que todo mandato en este período resulta provisorio hasta nuevo aviso.
En este escenario, quedar a la cabeza de un país no garantiza poder alguno, más bien al contrario: pasamos por un período de alta erosión de la representatividad presidencial. En todo caso, la mejor postura para atravesar esta áspera transición regional es la de quedar expectante, en el banco de suplentes, listos para asumir apenas despeje la tormenta en curso. Casualmente o no, allí se colocó justamente Cristina, con su generoso paso al costado, que dejó a Alberto Fernández a la intemperie. Es posible que el repliegue táctico de la jefa del Frente de Todos no haya sido del todo consciente: la intuición en tiempos inciertos es cosa de líderes, que son quienes toman la última decisión cuando se agotan los diagnósticos de los asesores. Una vez más, Cristina actúa como si supiera todo el juego. Por eso sigue en la cancha.
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