“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, le replicó Alberto Fernández a la oposición en su más reciente hilo de Twitter. El Presidente quiso usar esta famosa cita de Antonio Machado vía Joan Manuel Serrat como un cachetazo esclarecedor en la pulseada que mantiene con cada vez más referentes de Juntos por el Cambio. Pero el peso de la verdad en el escenario de crisis actual no sólo es una lección para los opositores, sino también para el propio jefe formal del Poder Ejecutivo.
Vayamos a los dos grandes actores de la política nacional que no necesitan ser aleccionados por Alberto Fernández en los usos de la verdad: hablamos de Mauricio, que es Macri, y de Cristina, que es Kirchner. Ninguno de los dos se molesta en disimular su indolencia frente al drama nacional por la pandemia y por los efectos colaterales de la cuarentena. Cada uno está en lo suyo, enfocado en esquivar sus propios escenarios de riesgo y en garantizar sus zonas de confort. Ella y él no mienten, ya ni se toman el trabajo de fingir corrección política, porque eso se lo dejan como tarea a sus devaluados subalternos, que justifican como pueden las obscenidades de sus superiores.
Mauricio y Cristina están de vuelta, se sienten más allá del bien y del mal. Son lo que son, y las encuestas los premian y los castigan en consecuencia, sin remedio a esa verdad inocultable, como cantaba Serrat. Ella teje una red judicial a su medida y se entretiene desplegando su show de aperturas y cierres de micrófonos en el Senado. Él nos refriega a todos sus postales de hoteles chic y paseos europeos mientras la Argentina arde en sus miserias. Honestos de tan egocéntricos, Cristina y Mauricio al menos nos ahorran las declamaciones interminables sobre el sufrimiento del “pueblo” o de “la gente” que chorrea diariamente el resto de la clase dirigente. Hablar interminablemente del pueblo y la gente queda para la campaña electoral: ahora ella y él tienen cosas mejores que hacer, es decir, ocuparse de lo suyo, lo que de verdad les importa y ya no tienen ganas ni necesidad de maquillarlo con retórica gastada y demagógica. Como esos cineastas o escritores que ya ganaron todos los premios, ambos van al hueso, despojados de adornos y trucos efectistas. Basta de artificios: son lo que son, lo tomas o lo dejas.
Y a pesar de tanta honestidad brutal, que para muchos suena a cinismo desfachatado, las encuestas siguen indicando que, sumados los simpatizantes de Cristina y de Mauricio, juntos mantienen las riendas de medio país. La otra mitad está atomizada en un confuso reparto de liderazgos tan provisorios como inconsistentes, que el Presidente trata de anudar desde la Quinta de Olivos, como un “primus inter pares” en cuarentena. Embarullado entre la ética de la responsabilidad y la de la convicción que aprendió de Max Weber, Alberto Fernández se convence a cielo abierto de que ya no hay margen para seguir tapando el sol con las manos. Porque ya nadie le cree que haya nada nuevo bajo el sol. Manda Cristina y, del otro lado, influye Mauricio. Por ahora, nada más. Y aunque la verdad suene triste, el Presidente dice que no tiene remedio.
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