Tanto los kirchneristas como los muchos que no los quieren coinciden en que el país está por chocar contra una pared y que después casi nada será como era antes. Huelga decir que no están en condiciones de decirnos mucho sobre el futuro que nos espera; se han hecho tan espesas las nubes que cubren el horizonte que es difícil vislumbrar lo que podría ocurrir en las semanas venideras, mientras que el 10 de diciembre de 2023, cuando conforme al calendario electoral termine el mandato de los Fernández, parece tan distante que pocos se animan a especular en torno a lo que podría suceder en los meses que nos separan de aquella fecha. Sólo saben que pronto habrá más pobres y que, aun cuando el próximo gobierno sea un dechado de eficacia encabezado por un estatista carismático, a la sociedad le aguardan años que serán sumamente difíciles.
Pero no sólo se trata de la Argentina. En este respecto, es un país pionero, acaso porque ingirió el elixir populista antes de los demás y ha tenido tiempo de sobra en que absorber las consecuencias. Sea como fuere, en buena parte del mundo predomina un clima muy similar. Parecería que están agotándose, uno tras otro, aquellos proyectos nacionales, políticos e incluso artísticos que, al brindar una ilusión de orden y de tal modo justificar los esfuerzos de quienes hicieron de ellos su propia seña de identidad, incidían en la conducta de virtualmente todos. Acaso por ser demasiado ambiciosos, ni siquiera los más promisorios han alcanzado los objetivos que a su manera entrañaban.
Puede que la falta de respuestas convincentes a las preguntas que están surgiendo, de ideas rectoras que sean capaces de remplazar a las que ya parecen vetustas, resulte ser aún más peligrosa que cualquier problema concreto. Etapas signadas por la incertidumbre, como la actual, siempre han sido propicias para demagogos que venden fantasías facilistas, cuando no vengativas. Hace un siglo, el comunismo, el fascismo, el nazismo y sus diversas variantes llenaron el vacío que fue dejado por el colapso caótico de la “normalidad” decimonónica. ¿Serán más benignos los credos que están elaborándose en las mentes de quienes están hartos del desasosiego imperante.
La ruptura con el pasado reciente se oficializó, por decirlo de algún modo, a mediados de febrero con el inicio de la guerra de conquista que está librando Rusia en un intento de apoderarse de Ucrania y de tal manera comenzar con la reconstrucción del imperio de los zares. Este conflicto sanguinario estalló justo cuando los encargados de la economía internacional empezaban a enfrentar con mayor seriedad los estragos que había provocado la pandemia que, en casi todos los países, indujo a sus gobernantes a imprimir más dinero para financiar programas de asistencia social, lo que aseguró que, andando el tiempo, se verían frente a una ola inflacionaria, de ahí los ajustes que ya están en marcha no sólo aquí sino también en América del Norte y Europa.
Los esfuerzos un tanto tardíos de las autoridades monetarias de los países ricos por defender el valor del dólar, el euro y la libra esterlina perjudicarán a los países más pobres que, sin crédito a tasas reducidas, tendrán que depender de sus por lo común muy precarios recursos propios. Algunos, como Sri Lanka, ya han visto caer precipitadamente su nivel de vida. Se prevé que dentro de poco otros, entre ellos Egipto, El Líbano y, desde luego, la Argentina, compartan el mismo destino. Asimismo, se teme que, a menos que se desbloqueen pronto los puertos por los que han de pasar las exportaciones agrícolas de Ucrania y Rusia, haya hambrunas en África, el Oriente Medio y zonas extensas del sur de Asia que impulsen una nueva marejada de refugiados hacia Europa.
Por ahora cuando menos, los líderes de los países ricos están dando prioridad a la defensa de sus propios intereses inmediatos y por lo tanto son reacios a ayudar a los pobres. Aunque en algunos círculos persiste la convicción de que a los occidentales les corresponde asumir más responsabilidad por lo que suceda en lo que algunos todavía llaman “el tercer mundo”, el consenso es que es deber de las autoridades locales, por corruptos e ineptos que sean, solucionar todos los problemas que afligen a sus países particulares. ¿Es egoísta tal actitud? En cierto modo sí lo es, pero es comprensible que, luego del fracaso humillante de los intentos de transformar sociedades de tradiciones que son incompatibles con las occidentales en democracias modernas, los norteamericanos y europeos hayan preferido limitarse a dar consejos y ofrecer ayuda humanitaria sin pedir mucho a cambio.
Impresionados por la pérdida de confianza de los occidentales en la superioridad de sus propios valores, las líderes de China y el mundo musulmán están resueltos a aprovechar lo que para ellos es una oportunidad histórica. Desde su punto de vista, la “autocrítica” obsesiva de las elites intelectuales de Estados Unidos y, si bien de manera menos visceral, de ciertos países europeos, es un síntoma de debilidad, una señal de que, por fin, el Occidente que, hace menos de un siglo, pudo tratar al resto del mundo como un campo de batalla en que le era dado resolver sus diferencias internas sin preocuparse en absoluto por la opinión de sus habitantes, por fin está batiéndose en retirada.
Comparte tal opinión Vladimir Putin; imaginaba que los norteamericanos y europeos le dejarían apropiarse de Ucrania sin hacer mucho más que condenarlo en la ONU y aplicar algunas sanciones económicas simbólicas. Se equivocaba. Para su sorpresa, los occidentales entendieron que sería suicida permitirle cambiar las reglas que durante décadas han dominado las relaciones internacionales, de las que una de las más básicas es que siempre hay que respetar las fronteras existentes por arbitrarias que algunas parezcan. Si bien en docenas de lugares es tentadoramente fácil atribuirlas a injusticias históricas, procurar modificarlas por la fuerza, como está tratando de hacer Putin, desataría el caos. Con argumentos similares a los usados por el autócrata ruso, el régimen chino podría intentar apropiarse de Taiwán mientras que Turquía, cuyo “sultán” Recep Erdogan tiene aspiraciones imperiales muy parecidas a las de Putin, da a entender que tiene derecho a invadir una serie de islas griegas.
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