No sólo Hebe de Bonafini sino también muchos otros desprecian la democracia. Dicen que es “burguesa”, es decir, aburrida, una cosa de “buenitos” tibios que no se animan a luchar con fusiles en la mano por lo que quieren. Quienes piensan así sueñan con revoluciones, pero hasta que las condiciones les sean propicias se conforman con versiones teatrales a media distancia entre la democracia formal que tanto los hastía y la violencia física que les encanta. Creen que si toman la calle la gente entenderá que los resultados electorales no reflejan la auténtica voluntad del pueblo y que, debidamente intimidada, optará por entregar el poder a sus líderes naturales.
Hasta menos de una semana atrás, la revolución de baja intensidad de los guerreros callejeros pareció destinada a ser exitosa. Habían logrado difundir la impresión de que el Gobierno estaba por verse desbordado por una horda de piqueteros, sindicalistas, izquierdistas y, desde luego, kirchneristas vengativos. Es que cuando de organizar manifestaciones masivas se trata, son expertos consumados. Si hubiera un campeonato mundial, la CGT peronista y sus aliados coyunturales competirían por el título con otros especialistas en llenar espacios públicos de presuntos militantes de su causa particular como los contestatarios franceses, independentistas catalanes y venezolanos chavistas o antichavistas. Décadas de práctica les han enseñado cómo trasladar decenas de miles de personas a la Plaza de Mayo para que hagan número, ayudándolos así a extorsionar a gobiernos que no comparten sus puntos de vista.
Por desgracia, montar tales espectáculos es lo único que saben hacer. No se les ocurriría intentar pensar en cómo atenuar los problemas de una sociedad que hace más de setenta años perdió el rumbo al darse cuenta muchos líderes políticos de que les convendría más aprovechar la miseria que procurar reducirla. Para ellos, protestar contra el Estado del país que es en buena medida su propia creación y, sobre todo, contra los resueltos a cambiarlo, ha sido una fuente casi inagotable de poder. Aman tanto a los pobres que quisieran que hubiera muchos más.
Pues bien: el sábado pasado los convencidos de que la calle debería tomar el lugar del parlamento se encontraron con una sorpresa mayúscula. Una banda de aficionados procedente del ciberespacio se las arregló para armar manifestaciones de repudio en distintas ciudades del país que resultaron ser tan impactantes como las producidas por los profesionales. Para colmo, los impulsores de las concentraciones no tuvieron que gastar un solo centavo en logística. Ni siquiera se sintieron obligados a repartir pancartas con los lemas de turno. Como señaló, eufórico, Mauricio Macri luego de superar el asombro que le ocasionó lo que tomó por un estallido de oficialismo, no hubo ni colectivos fletados ni choripanes a la vista. Fue una expresión espontánea de los muchos que se resisten a permitir que el país caiga una vez más en la trampa tendida por los defensores del disfuncional orden corporativista que tanto los ha beneficiado.
Exagerarían los macristas si vieran en las marchas una señal de que la mayoría habitualmente silenciosa aprueba todo lo hecho por el gobierno de Cambiemos. No les daba un cheque en blanco. Antes bien, fue una exteriorización del hartazgo que una parte sustancial de la población siente frente a la conducta de los representantes de una tradición política penosamente anacrónica que quieren que la Argentina siga siendo un país cada vez más pobre dominado por sindicalistas vitalicios enriquecidos, cleptócratas kirchneristas, piqueteros, ultraizquierdistas que ocultan la cara y nostálgicos del terrorismo de los años setenta. Alarmados por los sucesos de las semanas últimas, los manifestantes entendían que sería peligroso resignarse a que los comprometidos con el fracaso hicieran suya la calle.
En muchas partes del mundo, minorías violentas y bien organizadas han logrado apropiarse del poder gracias a la indiferencia del grueso de la ciudadanía. He aquí una razón por la que es saludable que de vez en cuando fijen límites personas que no suelen dejarse conmover por asuntos políticos pero saben muy bien que a veces la pasividad puede posibilitar el suicidio colectivo.
Al gobierno de Macri no le gusta demasiado la calle, acaso por suponer que sería contraproducente tratar de ganarla y que de todos modos le convendría tratar las protestas cotidianas como manifestaciones folklóricas sin importancia real. Se desligó de los preparativos de las marchas del sábado, dando a entender que la modalidad le parecía poco seria, pero cambió abruptamente de opinión al enterarse de que participaban muchos miles de personas. Si bien es poco probable que en adelante Macri opte por apoyar con dinero a concentraciones similares como hacían tantos presidentes de mentalidad populista, le reconfortará saber que a juicio de sectores muy amplios su gobierno encarna la democracia y la oposición populista el autoritarismo.
La situación sería distinta si los kirchneristas, los sindicalistas y la izquierda dura de inspiración trotskista estuvieran en condiciones de ofrecerle a la ciudadanía una alternativa convincente al cauto liberalismo más o menos desarrollista de Cambiemos, pero este dista de ser el caso. Lo suyo es el caos catártico, algunas horas de regocijo al ver desplomarse un gobierno “burgués” que se esforzaba por obrar con sensatez seguidas por años, tal vez décadas, de frustración.
No sólo en la Argentina sino también en muchas otras partes del mundo, la característica más llamativa de los movimientos de quienes se oponen con truculencia al sistema económico ya casi universal es la falta de ideas constructivas. De lograr volver al poder Cristina y sus militantes, la Argentina no tardaría en parecerse a Venezuela, donde los chavistas de Nicolás Maduro ya han sacrificado el bienestar del pueblo a lo que aún califican del “socialismo del siglo XXI” pero así y todo se niegan a darse por vencidos, acaso por temor a lo que les esperaría en la cárcel.
Durante un par de siglos fue legítimo creer que las recetas comunistas o socialistas realmente servirían para posibilitar la creación de sociedades más justas y más prósperas que las existentes, pero todos los intentos de hacerlo fracasaron de forma tan miserable, luego del asesinato de por lo menos cien millones de hombres, mujeres y niños, que a esta altura nadie cree sinceramente en la utopía revolucionaria. Así y todo, para muchos las consignas y la metodología de aquella ilusión movilizadora aún conservan su atractivo, razón por la que se aferran a ellas a pesar de entender los más lúcidos que cualquier intento de aplicarlas tendría consecuencias catastróficas.
La conciencia de que en verdad no hay ninguna alternativa aceptable al macrismo, o algo muy similar, contribuyó a engrosar las filas de quienes marcharon por las calles de Buenos Aires y otras ciudades en contra de la prepotencia kirchnerista y sindical. No ignoran que el Gobierno ha cometido su cuota de errores, pero saben que son menores en comparación con los perpetrados por sus enemigos más combativos cuando monopolizaban el poder. Por cierto, creer que de haber triunfado Daniel Scioli en las elecciones presidenciales de noviembre de 2015 la Argentina sería un país feliz con menos pobres, más empleos y más plata para todos y todas es una fantasía.
En los días previos a las manifestaciones del sábado, los interesados en hacer caer al gobierno de Macri mostraron los dientes. Fueron fundamentales los aportes de Hebe, Roberto Baradel, Pablo Micheli y, claro está, los chavistas venezolanos que amagaban con un autogolpe para que Maduro no tuviera que preocuparse por un parlamento mayoritariamente opositor. Justo cuando el Gobierno pasaba por un mal momento, los exaltados de siempre se las arreglaron para recordarnos que, a menos que tengamos mucho cuidado, las cosas podrían ponerse inenarrablemente peores. Es que, a diferencia de los opositores más intransigentes, los manifestantes autoconvocados comprenden muy bien que, como decía Voltaire, lo perfecto es enemigo de lo bueno y que, dadas las circunstancias, sería mejor tolerar los eventuales errores de los macristas de lo que sería echarlos con la esperanza de que sus sucesores estarían a la altura de las exigencias de los que, en el llano, hablan como perfeccionistas cabales.
El ingeniero Macri y sus acompañantes se enorgullecen de su sentido común. Son pragmáticos. No les gustan las ideologías imaginativas o las epopeyas, ya que casi siempre terminan mal, pero lo que se han propuesto es mucho más ambicioso que lo que tenían en mente Cristina y sus seguidores. Mientras que estos sólo querían restaurar el país caótico pero a su entender emocionante de los años setenta del siglo pasado, sus sucesores en el gobierno aspiran a modernizarlo para que pueda reducir la brecha enorme que lo separa de los desarrollados. Por lo demás, se creen capaces de hacerlo de manera relativamente indolora, pero sucede que cualquier cambio, por positivo que resultara para la mayoría, perjudicaría a quienes han aprendido a aprovechar las desgracias de sus compatriotas y tienen motivos de sobra para sospechar que, en un país con menos lacras, no les sería dado desempeñar los lucrativos papeles protagónicos que creen suyos por derecho natural.
por James Neilson
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