Juan Domingo Perón murió el 1° de julio de 1974. En ese día, que cambió para siempre la historia, en el país había siete millones de trabajadores formales registrados. Cincuenta años después, a pesar de que la población casi se duplicó, el número no sólo no creció sino que es un poco inferior. ¿Cómo se explica el drama argentino, la crisis constante de una nación que no encuentra salida entre endeudamientos masivos y una inflación descontrolada? Es difícil que haya una sola respuesta correcta, pero bien podría ser la falta de creación de empleo. Y de esa herida supura una masa gigantesca de ciudadanos que dependen de los planes sociales para intentar el milagro de llegar a fin de mes, una nueva categoría de proletarios desposeídos de todo que ni Karl Marx imaginó y que en los últimos siete años se quintuplicaron. Sobre esta triste realidad, encima, aparecen los tiras y aflojes de la política local, en días en que el Presidente, vacío de cualquier poder territorial, se apoya en los convocantes movimientos sociales para dar pelea en la interna. Todo parece una bomba a punto de estallar.
Rating. Los números dicen que en el país hay ocho millones de personas que trabajan en la economía informal, ese gigantesco mundo de actividades que son invisibles al Estado o al mercado formal y que es un fenómeno relativamente nuevo dentro del sistema. Es decir, los trabajadores “populares” significan entre el 35% y 45% del total, según quien lo mida.
Entre estos hay hoy 1.200.000 que reciben un plan social, un preocupante número al que el Estado le destina 54 mil millones de pesos mensuales: la mitad financia al “Potenciar Trabajo”, un plan que entrega el 50% del salario mínimo a quien lo cobra (hoy $19.470), y la otra a la “Tarjeta Alimentar”, un instrumento que va de 9 mil a 18 mil pesos para comprar alimentos según la cantidad de hijos de cada familia. El costo para el erario público llegó a ser tan alto que, acuerdo con el FMI mediante, el Ministerio de Desarrollo Social decidió terminar en marzo con las altas a nuevos usuarios. No sólo es una bomba a punto de estallar: es una bomba que, dice el Gobierno, ya no puede crecer más.
Acá hay que hacer una aclaración necesaria. Lo que se discute cuando se habla de la Argentina de los planes no son sólo números, no es sólo matemática o macroeconomía. No es nada más que un debate sobre cómo hacer para incorporar a toda esa masa de “excluidos” -como diría el Papa Francisco, patrono internacional de los movimientos sociales- al sistema. Es, al menos en su capa más superficial, una jugosa pulseada política, un ring mediático en el que se suben la izquierda, la derecha y el centro para cooptar a esa masa de desposeídos y para, sobre todo, decirle a su público lo que quiere escuchar.
“Hay cuatro Argentinas”, explica Daniel Arroyo, ex ministro de Desarrollo Social, “están los más pobres, los vulnerables, la clase media y la alta. Salvo la última, que es el 5%, todo el resto la está pasando mal. El problema es que las tres Argentinas de arriba entienden que el problema es la de abajo”. Es esa crisis económica que alcanza a casi todo el país, como dice Arroyo, la que hace que hoy no haya ningún relato político que no incluya en su centro una posición sobre la asistencia estatal.
Por eso unos aseguran que cuando lleguen al poder van a terminar con todo tipo de asistencias, otros inauguran por enésima vez un programa para convertir planes en “trabajo digno” que jamás llega, y el resto se pone al frente de los desposeídos con la intención de llevarse puesto al capitalismo. De hecho, el término “planero” se convirtió en una palabra que se usa para todo en el día a día, sea para criticar a los que lo reciben o para, en clave irónica, hablar del tiempo libre de cada uno.
Esta popularización no es casual. Cada vez que Mauricio Macri abre la boca habla del tema: “El kirchnerismo buscó someter a todo el mundo a través de un plan”, dijo el martes 24 en TN, el mismo hombre que en su gobierno duplicó la cantidad de estas asistencias. Y lo mismo hace Alberto Fernández: “Vamos a convertirlos en trabajo formal”, asegura en cada entrevista, un proyecto en el que ni todos los movimientos sociales que hoy lo respaldan cree. Y eso por sólo nombrar dos ejemplos. “Hablar de esto es parte del marketing político, decirle a la gente lo que quiere escuchar. Y todo el mundo lo sabe”, le dice a NOTICIAS Juan Grabois, dirigente social cuyo crecimiento tiene mucho que ver con el crecimiento del país sin empleo formal. Todo plan social es político.
Peligro. Los planes nacieron junto a la democracia. La Argentina salió de la dictadura militar envuelta en deudas y con un serio crecimiento -por primera vez en su historia- de la pobreza. En mayo de 1984 el gobierno de Alfonsín creó la “Caja Pan”, una asistencia de alimentos que se entregaban a las familias de bajos ingresos que llegó a alcanzar a cinco millones y medio de personas, casi el 17% de la población de aquel momento. Cuando Carlos Menem llegó al poder cambió ese programa por el “Bono Solidario”, un cheque que distribuía la CGT y que se podía canjear por alimento y ropa.
Sin embargo, el verdadero punto de inflexión fue durante el mandato de Eduardo Duhalde. Para tapar el incendio del 2001, aquel oficialismo creó el plan “Jefes y Jefas de hogar desocupado”, un beneficio de $150 que, por primera vez, exigía a cambio una contraprestación de cuatro horas de trabajo y que llegó a alcanzar al 20% de la población. Cuando Cristina Kirchner dejó el poder -en su gobierno se creó la Asignación Universal por Hijo, una cobertura universal que se suele confundir con un plan social- los beneficiarios de los programas sociales eran 200.708, entre el “Argentina Trabaja” y el “Ellas Hacen”. Pasaron sólo siete años, pero ese número se quintuplicó.
Claro, en el medio no sólo hubo una pandemia que puso a la economía mundial de rodillas, sino que también pasó el macrismo. Ese gobierno terminó con 500 mil planes, más del doble de lo que había dejado CFK, en lo que fue y sigue siendo un ejercicio interesante de la retórica política: Macri se muestra hoy como el principal crítico de los planes a pesar de los números que dejó su mandato. De hecho, cuando las críticas de ese sector crecen llegan a alcanzar hasta a quien fue su ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley. Ella supo trabar una relación de trabajo con los principales movimientos sociales, que, junto a una parte del peronismo que tenía mayoría en ambas cámaras -y el guiño de popes de aquel gobierno, como Mario Quintana-, lograron aprobar a fines del 2016 la ley de Emergencia Social.
Ese proyecto, que buscaba contener la crisis económica que caracterizó al macrismo, fue el que duplicó la cantidad de planes y el que llevó al centro de la escena a movimientos como el Evita, Barrios de Pie y al MTE de Grabois, los principales interlocutores de Stanley. Ese acercamiento le valió reproches a todos y de todos los sectores. “Fue una compra de paz social que dejaba afuera a todos los que no eran esos movimientos”, dice el dirigente piquetero trotskista Eduardo Belliboni, una crítica sobre un supuesto monopolio de los planes que repiten muchos, pero que tanto Stanley como los movimientos apuntados niegan. No sólo la izquierda impugnó esta llamativa alianza. “Movimiento Carolina”, llama el periodista Horacio Verbitsky, cercano a CFK y a su hijo, al Evita, mientras que los halcones de Cambiemos se quejan de lo que consideran una relación demasiado cercana de su ex ministra con estos grupos.
“Les pusimos una torta de guita y no nos votó ni uno, es insólito”, cuenta un macrista duro. En los últimos días que estuvo en su cargo, la entonces ministra compartía esta reflexión con su equipo: “El problema no son los planes, sino atacar la informalidad. Sin crecimiento económico y generación de trabajo no hay manera. Igual todos los critican pero también todos los quieren manejar, piensan que es mucho más potente de lo que en realidad es a la hora de las elecciones”, decía. Dos años después, cuando bajo el actual gobierno los planes se multiplicaron por cinco y a pesar de eso perdieron por mucho las elecciones, Stanley sintió que el tiempo le dio la razón.
Al Frente. Pero con este oficialismo sucedió un fenómeno novedoso: los movimientos sociales saltaron al otro lado del mostrador. El Ministerio de Desarrollo que conduce Juan Zabaleta tiene como secretarios a Emilio Pérsico, líder del Evita -cuyo segundo en la cartera es Daniel Menéndez, de Barrios de Pie-, y a Fernanda Miño, que responde a Grabois, y también está Fernando Navarro, otro pope del Evita, dentro de la Jefatura de Gabinete. Esa incorporación tiene también un correlato político: Alberto, en su interna con el cristinismo, se recuesta cada vez más en estos movimientos, algunos, como el de Navarro y Pérsico, históricamente enfrentados con La Cámpora. Es un acercamiento estratégico puede transformarse en algo más: varios de los popes de los movimientos sociales afines al Gobierno juran que fueron testigos presenciales de encuentros con el Presidente en el que este prometió crear un ministerio de la Economía Popular, en lo que sería un serio avance en el poder político de estos grupos. Hasta ahora la promesa no se cumplió.
La mayoría de estos políticos creen que la manera de rebajar la cantidad de planes es mediante la creación del trabajo formal. Por eso el Ministerio de Desarrollo tiene como bandera el programa “Ingreso Protegido al Empleo”, mediante el cual promueven que las empresas tomen trabajadores asistidos por los planes a cambio de que el Estado cubra una parte de ese sueldo (el monto es el mismo que un “Potenciar Trabaja”). Por ahora, los números no son muy alentadores: sólo lograron conseguir trabajo 50 mil personas del más de millón que recibe planes. “Es que no hay condiciones de incorporar a tantos trabajadores. Hay que consolidar la economía popular, crear un salario social complementario y sacar el monotributo productivo”, dice Daniel Menéndez,sobre el gran reclamo de esos movimientos sociales: “institucionalizar” la economía popular, crear una nueva categoría de monotributistas cuyo costo asumiría el Estado -dándoles entrada así al sistema de aportes jubilatorios o a la posibilidad de tomar un crédito- y sumar a esos movimientos a la CGT.
Es una visión que interpelan ambos costados de la grieta. Ramiro Marra, legislador de Milei que se hizo famoso postulándose como el gran enemigo de los piqueteros, dice que esto no sirve. “El plan tiende a desaparecer cuando la economía del sector privado crezca, y eso lo equilibra el propio mercado. No es de la noche a la mañana, pero hay que sacarle las trabas al sector privado”. Desde la izquierda también cruzan esta idea. Gabriel Solano, legislador del Partido Obrero, critica el concepto de la economía popular. “Es economía precarizada, legalizar la informalidad y la precarización laboral”, dice, y propone que el cambio sea radical, del sistema. También Grabois se suma a las objeciones. “Es demagógico e ignorante el planteo de que todos los trabajadores informales van a lograr ser empleados”. Al hecho de que este programa no termina de arrancar se le suma que el ministerio frenó los planes a nuevos beneficiarios. Esto tuvo un correlato claro: el Polo Obrero pasó de estar en ocho provincias a 22, y ellos fueron los que comandaron la Marcha Federal a principios de mayo, que salió de varios puntos del país y terminó copando la calle.
En el medio de los debates hay más de un millón de argentinos que apenas llegan a fin de mes, y que además caminan con el estigma del “planero” como una especie de vago, a pesar de que la estadística muestra que todos trabajan pero de changas, afuera de la economía formal. Es la triste realidad de la Argentina sin empleo.
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