Siglos atrás, al trono había que ganárselo en campos de batalla o tejiendo intrigas palaciegas. Quienes conquistaban coronas con guerras o conspiraciones, las merecían más que quienes las heredaban. Que el “merecimiento” no tuviera que ver con acciones enaltecedoras sino con conjuras y traiciones, como ocurría en la mayoría de los casos, no implica que valiera menos que ser coronado sólo por ser el que sigue en la línea sucesoria.
Al contrario. Conspirar o combatir implica haber hecho algo para convertirse en rey; mientras que la mayoría de los casos, desde la Revolución Gloriosa en adelante, se convirtieron en reyes sin haber hecho nada.
¿Qué hizo Charles Philips Arthur George para convertirse en el rey Carlos III? Absolutamente nada. La corona llegó a su cabeza en las manos del arzobispo de Canterbury por ser el primogénito de Elizabeth Alexandra Mery y Felipe Mountbatten, de la Casa Windsor, y por haber vivido más que su madre.
Detrás del ceremonial y el esplendor, lo que hay es un hombre sin méritos para alcanzar ese sitial de privilegio. Igual que sus ancestros, Carlos se convirtió en Rey de Gran Bretaña porque murió quien lo antecedía. El mérito no existe en la monarquía. Lo dice el sentido común.
Hasta en el cholulismo deslumbrado por la realeza tienen en claro que lo único que hizo el nuevo rey de los británicos para ser ungido en la abadía de Westminster, fue estar vivo cuando su madre murió, así como ella fue coronada a los 26 años por el fallecimiento de su padre, Jorge VI, sobre quien había caído la corona que su hermano, Eduardo VIII, arrojó para casarse con la plebeya, extranjera y divorciada de la que se había enamorado locamente.
Desde el transformador período del siglo XVII que comenzó con la caída de Carlos I y desembocó en la Revolución Gloriosa, protectorado de Cromwell mediante (pero sobre todo a partir del siglo XX), quien es el siguiente en la línea sucesoria no tiene más que sobrevivir al antecesor para llegar al trono.
A partir del Iluminismo y las revoluciones atlantistas, el sentido común se vuelve protagónico y revela que el “origen divino del poder” que justificó a las monarquías durante milenios, no es más que una patraña. Sin embargo, una de las sociedades más modernas, desarrolladas y racionales siempre atrapa la atención mundial con las imponentes ceremonias de su realeza.
Como ocurrió con los funerales de Isabel, el mundo siguió cada instante de la coronación. Las bodas, las entronizaciones y las muertes en la realeza británica siempre conquistan la atención mundial, porque los ingleses saben convertir esos eventos en monumentales espectáculos que simbolizan la grandeza.
Como corresponde, el nuevo monarca no tendrá incidencia alguna en la escena política local ni en la internacional. Quienes ocupan el cargo de primer ministro inciden infinitamente más que quienes ocupan el trono. Sin embargo, la entrada de los nuevos habitantes de los aposentos de Buckingham son seguidas por océanos de gente en el mundo entero, mientras que muy pocos se asoman a la austera ceremonia que recibe a cada nuevo habitante del 10 de Downing Street.
La paradoja se explica en algo que hace a la “british brand” (marca británica): mantener la sensación en la nación que integran ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses, así como en los países del Commonwealth, de que el Estado y la sociedad británicas armonizan presente y pasado, logrando un orden que les permite avanzar hacia el futuro envueltos en la tradición, para no perder la identidad y la unidad.
Otro objetivo es generar convicción de que ese orden se mantiene inalterable en un mundo en vertiginosa transformación. Finalmente, por cierto, está el objetivo de sostener en el tiempo una sociedad jerarquizada. Igual que Carlos, su abuelo y su madre no habían hecho mérito alguno para llegar al sitial de privilegio que alcanzaron. Pero tanto Jorge VI como su hija Isabel supieron, sobre la marcha de sus reinados, ganarse el merecimiento. El rey tartamudo, aportando gestos y actitudes para mantener la unidad y el espíritu en alto, durante los duros tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Jorge VI tuvo la posibilidad de emigrar con su familia a un sitio más seguro, pero eligió quedarse en Londres bajo la lluvia de bombas que lanzaba la Luftwaffe. Por eso terminó mereciendo el cargo al que se llega sin merecerlo.
Su muerte prematura convirtió a la hija mayor en la reina Isabel II. También le tocaron tiempos difíciles: la Guerra Fría y revoluciones culturales como las que alumbraron el arte pop y la cultura psicodélica, instrumentos creativos y expresivos de juventudes decididas a romper totalmente con un pasado plagado de injusticias, prejuicios y costumbres anacrónicas.
El mayor mérito de Isabel II fue ser discreta, lo que no es poco en el mundo de este tiempo. Ser discreta le permitió simbolizar algo que los británicos necesitan como al aire: lo que permanece inalterable en un mundo lanzado a vertiginosos cambios y transformaciones. Ante el vértigo de este tiempo, los británicos saben que en los recintos del Palacio Buckingham y el castillo de Balmoral está lo que se mantiene quieto e inmutable.
La pregunta es si Carlos III sabrá, como su abuelo y su madre, ganar con su reinado el merecimiento que no tenía al ser coronado. Falta ver cuál será su aporte a la unidad y temple de los habitantes de Gran Bretaña, en una Europa que va hundiéndose en una guerra que podría convertirse en conflagración nuclear, y también cuál será su aporte a la supervivencia del Reino Unido, cuyas soldaduras crujen por el independentismo de Escocia y el que empieza a insinuarse en Gales, mientras en los restos de lo que fue el imperio victoriano cada vez se escuchan más voces reclamando abandonar la Commonwealth.
Habrá que ver si el hombre que ha sido coronado sin más razón que no haber muerto antes que su madre, ya sentado en el trono de sus ancestros, logra hacerse merecedor de ese privilegio cada vez más cuestionado por el sentido común.Los británicos le tendrán menos paciencia porque, antes de ser protagonista de la suntuosa escena de coronación, fue el personaje antipático de una telenovela romántica con final infeliz. Como príncipe de Gales, Carlos fue el esposo infiel y distante que maltrató emocionalmente a la princesa de la que todos se habían enamorado y consideraban dulce y buena: Lady Di.
Aquel príncipe es ahora el rey y ha convertido en reina a Camila Parker Bowles, “la otra” en la realidad telenovelesca de la princesa triste y solitaria que los británicos tanto lloraron cuando murió en un túnel de París
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