Mirando girar el timón durante una navegación en bergantín, Samuel Colt tuvo la idea que revolucionó el mundo de las armas: el tambor giratorio que permite hasta seis disparos sin tener que recargar manualmente el arma. Como además de inventar el revólver, Colt lo industrializó, su empresa se convirtió en uno de los gigantes que alimentaron el capitalismo decimonónico norteamericano. Y aún hoy fabrica armas; entre ellas el AR-15, fusil de asalto con el que un adolescente de Texas entró a una escuela primaria y masacró a diecinueve niños y dos maestras. Oliver Winchester fue otro de los que amasaron fortunas fabricando armas que acompañaron la expansión territorial de la Unión. Su industria fabricó el fusil que se recarga accionando una palanca situada por debajo del gatillo.
Colt y Winchester dejaron atrás los trabucos, arcabuces y mosquetes que debían recargarse manualmente después de cada disparo. Y en el siglo XIX hubo otros inventores de armas devenidos en industriales, como Horace Smith y Daniel Wesson, iniciando la cultura armamentista que llega de manera trágica hasta la actualidad.
Esa cultura se moldeó en el “far and wild west”, aquel “lejano y salvaje oeste” cuya conquista es conocida en el mundo gracias a las películas de cowboys, los vaqueros que peleaban contra los indios en cuyas tierras instalaban sus haciendas.
Mientras que en países como Argentina, el ejército fue el protagonista exclusivo de la campaña de expansión que aniquiló indígenas, en Estados Unidos la expansión hacia el Oeste se hizo a través de civiles. El Estado les daba el título de propiedad sobre parcelas situadas en territorios de apaches, comanches y otros pueblos nativos. Los vaqueros protegían la propiedad y el ganado con sus propias armas.
Ese modelo de expansión territorial a través de civiles había comenzado con los colonos que empezaron a adentrarse en el continente desde las trece colonias de la costa Este. Cuando la corona británica quiso cobrarles impuestos por las tierras que ellos habían conquistado con sus armas, usaron esas armas para defenderse de lo que consideraban un espolio. Y cuando la metrópoli europea quiso quitarles las armas, saltaron las primeras chispas de la independencia.
La cultura de las armas se mantuvo pero cambiaron sus consecuencias. Las armas fueron incrementando su letalidad. El primer gran salto en el siglo XX lo dio John Thompson, al diseñar la ametralladora que lleva su nombre y usaron tanto los agentes del FBI como las mafias en la década de la Ley Seca.
Con esos subfusiles portátiles se produjeron las primeras masacres, debido a la posibilidad de lanzar ráfagas de balas con cada gatillada. Pero a los tiroteos que dejaban muchos muertos los protagonizaban agentes del orden y miembros del crimen organizado.
Recién en la década del ’70 empezó a repetirse la pesa dilla de los individuos que entran en trance exterminador sin una motivación específica, porque se trata de un flagelo que no tiene que ver con la delincuencia ni con el terrorismo, sino con patologías sicológicas y sociales.
Al principio, los exterminadores eran excombatientes que regresaron con desequilibrios emocionales de Corea y Vietnam. Los traumas de guerra explicaban la epidemia de masacres en el comienzo. Pero las patologías se diversificaron y las masacres se multiplicaron. Lo que no cambió fueron las leyes sobre el acceso a las armas de guerra que siempre protagonizan las sangrías: la Segunda Enmienda constitucional establecida en 1791.
Por eso, cada masacre genera debates sobre la legislación que pone fusiles de asalto al alcance de trastornados que por consumir drogas, por influencia de teorías conspirativas o por racismo, xenofobia o lo que sea, disparan a mansalva contra multitudes inermes. Y esos debates repiten sus frustrantes desarrollos.
Primero, bajo el efecto del espanto, las voces indignadas exigen lo que señala el sentido el común: las armas de guerra sólo deben ser usadas en las Fuerzas Armadas y no deben estar al alcance de civiles. Pero pronto, el debate se disipa como el humo de los disparos y recién vuelve a estallar cuando se produce la siguiente masacre.
Thomas Paine fue uno de los pensadores clave en la independencia norteamericana, porque al publicar su célebre ensayo Common Sense (Sentido Común) en 1776, explicó al pueblo la lógica de confrontar instituciones, leyes y tradiciones cuando tienen efectos negativos sobre la sociedad. La misma lógica hoy muestra como acción criminal la de los lobbies armamentistas y sus cómplices, los congresistas que defienden un statu quo absurdo y brutal. Aunque aún no lo digan las leyes, grupos de presión como la Asociación Nacional del Rifle (RNA) son asociaciones criminales. También los legisladores, en su mayoría conservadores, cuyas campañas electorales financian esos grupos de presión.
Que la RNA haya realizado su convención anual en Houston, o sea en el estado donde días antes con las armas que defiende fueron acribillados 19 niños y dos maestras, muestra la frialdad cruel de ese lobby que tiene abanderados republicanos como Donald Trump y el gobernador de Texas, Greg Abbott.
Ambos repiten como si fuese lógico algo tan delirante como que la solución es que maestros y profesores vayan armados a dar clase para repeler a balazos a los atacantes.
Los lobbies y sus cómplices siempre hablan como si se discutiera la venta de todo tipo de armas, sabiendo que sólo se objeta la venta de las armas automáticas y semiautomáticas con las que se pueden disparar ráfagas de balas.
Abbott y sus seguidores, igual que Trump, consideran que la legalidad del aborto “atenta contra la vida” pero defienden con fervor el comercio que convirtió a Estados Unidos en el único país donde hay más armas que habitantes y donde son habituales las masacres, porque confluyen trastornos psicológicos y sociales con el acceso a las armas de guerra.
También es el único país donde se puede ir a manifestaciones portando armamento de guerra. Lo hicieron hace dos años decenas de ultraconservadores que tomaron el Congreso en la ciudad de Lansing para protestar, empuñando fusiles de asalto, contra las políticas sanitarias de la gobernadora demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer.
Seguramente, la multitud que asaltó el Capitolio el 6 de enero del 2021 para destruir el proceso electoral y convertir a Trump en un autócrata, también defiende el acceso a todo tipo de armamento.
A la América del “common sense” que quiere prohibir las armas de guerra y a la América que ovacionó a Trump en la delirante convención de la RNA, las separa un caudaloso río de sangre.
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