El mayor servicio que Benedicto XVI hizo al Papado fue dejarlo. Al hacerlo, dio un ejemplo que no puede ser ignorado por sus sucesores, incluido Jorge Bergoglio. Su salida, el 11 de febrero de 2013, estuvo marcada por lo que el cardenal Joseph Ratzinger presenció desde la primera fila, durante los últimos años del papado del Papa Juan Pablo II: tras dejar el trono de Pedro, habló de una “obligación” de renunciar por parte de un Papa incapacitado.
“Si un Papa se da cuenta claramente de que ya no es física, psicológica y espiritualmente capaz de cumplir con los deberes de su entonces tiene el derecho y, en algunas circunstancias, también la obligación, de renunciar”, dijo.
Tímido, elegante, erudito, y temperamentalmente inadecuado para las demandas del Papado, Benedicto fue incapaz de hacer frente a las intrigas endémicas en la corte papal. A pesar de haber operado en los más altos niveles del Vaticano durante dos décadas como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), y ejercido el el interregno de 16 días entre la muerte de Juan Pablo II, el 2 de abril de 2005, y la apertura del Cónclave el 18 de abril, él mismo le había advertido a los cardenales: “no soy un hombre de gobierno”. No era falsa modestia: estaba en efecto, poniendo su propio caso contra sí mismo.
Pero nadie escuchó. Fue elegido el 19 de abril después de uno de los cónclaves más cortos en más de cien años (solo se necesitaron cuatro votaciones). El reflejo una curia que abrazó el látigo ortodoxo frente el miedo al recambio: Joseph Aloysius Ratzinger, que nació en el seno de una familia profundamente católica en el estado alemán de Baviera, era para ellos el candidato perfecto.
Hijo de un oficial de policía, su juventud quedó marcada por la Segunda Guerra Mundial. Tras unirse a las Juventudes Hitlerianas, sirvió en una unidad antiaérea, pero desertó en los últimos días del conflicto. Entonces se encerró en el estudio de la filosofía y teología en la Universidad de Munich. Y, en junio de 1951, junto con su hermano Georg, fue ordenado sacerdote. Entonces, Ratzinger era un campeón de la agenda liberal reformista. Pero los levantamientos políticos de 1968, con las protestas en Estados Unidos y París que calificaban a la Iglesia como una organización represiva, polarizaron a Ratzinger, que se convirtió en un entusiasta defensor de la ortodoxia.
Como Papa, tuvo que admitir sus errores tras levantarle la excomunión al obispo Richard Williamson, que negaba el Holocausto judío. Más tarde, tuvo que cancelar su decisión de nombrar obispo al clérigo austriaco Gerhard Maria Wagner, que había tildado a las novelas de Harry Potter como "satanismo", y al huracán Katrina (en 2005) como un castigo divino .
El “Rottweiler de Dios”, como lo apodaban, se concentró en estos debates, y dejó la política en manos del mayordomo papal, Paolo Gabriele, que en 2012 fue arrestado y juzgado por robar miles de documentos confidenciales y filtrarlos a un periodista italiano. Los "Vatileaks” desnudaron los oscuros manejos administrativos en el seno del vaticano, que potenciaron el descontento con una iglesia que le había dado la espalda a las incontables denuncias de abusos sexuales.
Y en su retiro, su historial como arzobispo de Munich (1977-1982), volvería a atormentarlo cuando un informe publicado en enero de 2022, apuntó que el ex pontífice no tomó medidas contra cuatro sacerdotes abusadores. La investigación concluyó que “el Papa emérito Benedicto claramente antepuso los intereses de la iglesia y de los sacerdotes a los intereses de las partes perjudicadas”. Un Papa sordo a los reclamos de cambio.
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