La jornada del 28 de octubre dejó un saldo tan descomunal que reconfiguró la agenda de Brasil: al menos 132 muertos, 81 detenidos, 2.500 efectivos desplegados y un arsenal incautado, tras una megaoperación contra el Comando Vermelho en los complejos del Alemão y de la Penha. Cuatro policías cayeron en el operativo y la ciudad quedó semiparalizada por tiroteos, bloqueos y servicios interrumpidos. Es, por cifras, la acción más letal en la historia reciente de Río.
Guerra narco
El encuadre oficial fue inequívoco: “narcoterrorismo” y “estado en guerra”, en palabras del gobernador Cláudio Castro. La señal política buscó transmitir control y determinación, de cara a eventos globales próximos vinculados a la agenda climática (C40/Earthshot y antesala de COP30). Pero el efecto comunicacional chocó con el juicio internacional: ONU, Human Rights Watch y Amnistía Internacional exigieron investigaciones y denunciaron el patrón de letalidad en comunidades pobres y negras, donde la línea entre seguridad y castigo colectivo se vuelve difusa.

Los datos duros configuran un espejo incómodo: el Estado brasileño puede movilizar miles de agentes, blindados y drones en cuestión de horas, pero no logra —o no prioriza— desmantelar las cadenas de mando, las finanzas y la logística que sostienen el negocio criminal. En este operativo, además, algunos cuerpos recogidos presentaban signos claros de ejecuciones: disparos en la cabeza, víctimas amarradas, lo que sugiere que el enfrentamiento no fue exclusivamente entre policías y narcos, sino que incluso hubo ajustes de cuentas entre bandas criminales bajo fuego policial.

Este episodio, además, reabre una grieta ideológica: el progresismo internacional amplifica su crítica no solo hacia Río, sino hacia el laboratorio de orden público de São Paulo, donde el gobernador Tarcísio de Freitas ha construido un discurso de “mano firme” que ya fue cuestionado por retrocesos y por denuncias de abusos. Aunque el epicentro de la matanza es fluminense, la conversación global amalgama ambos modelos como un mismo ecosistema punitivo: resultados espectaculares en cifras inmediatas, eficacia dudosa en términos estructurales.
Lula
Políticamente, la “apatía del lulismo” —más bien prudencia, cálculo o parálisis— se nota en los reflejos federales. El ministro de Justicia reconoció víctimas civiles y cuestionó la coordinación, pero el gobierno evitó una confrontación abierta con Río: una admisión tácita de que la inseguridad hoy ordena preferencias electorales y que un choque frontal con gobernadores puede ser costoso. Así, Lula da Silva, administra la crisis con declaraciones cuidadosas mientras la oposición atribuye al partido gobernante tibieza y falta de rumbo.

El dilema de fondo es estratégico. Brasil oscila entre operaciones de alto impacto que degradan temporalmente la capacidad de fuego de las facciones, y políticas financieras que cortan el flujo de armas, municiones y dinero. La evidencia comparada sugiere que el crimen organizado responde rápido a los vacíos, reconstituye cuadros y muta de territorio cuando el golpe no va al metabolismo económico. Organizaciones de investigación han advertido que redes criminales son hoy motores de violencia “sensibles al tiempo”: basta semanas para reponer soldados y rutas si no se tocan las cajas.
Militarizados
Río también exhibe un patrón cíclico: hiperpolicial antes de grandes eventos. Ocurrió antes de los Juegos de 2016 y se reitera ahora, con el foco en “mostrar orden” ante la mirada exterior. El precio es interno: escuelas cerradas, hospitales tensionados, comercio frenado y una memoria comunitaria de luto que alimenta la desconfianza hacia el Estado. La pregunta que queda no es si el operativo “fue necesario”, sino qué cambia mañana en las favelas cuando los titulares se apaguen y reaparezcan los mismos incentivos que hicieron rentable la violencia.

A nivel nacional, la derecha territorializa el tema seguridad con narrativa de urgencia existencial; los progresismos replican con controles, cámaras y protocolos, pero pierden el pulso cuando el miedo colectivo escala. En ese pozo ciego, gobernadores conservadores capitalizan: convierten la “voluntad de orden” en votos, presentándose como intérpretes de una ciudadanía harta de extorsiones y balaceras. Y el PT de Lula da Silva asume pérdidas en la disputa simbólica por la seguridad.
El saldo trágico en Río, por tanto, no solo es de muertos y detenidos: es de oportunidades políticas. Castro fortalece su perfil de “gobernador de guerra”; de Freitas se beneficia del eco nacional de la agenda dura; y el Planalto, sede del gobierno nacional en Brasilia, asume que ha perdido lenguaje frente al temor popular. Si la reacción federal no pivota hacia una estrategia integral —inteligencia financiera, control de armamento, cooperación interestatal, prevención juvenil, reinserción, más protocolos de uso de la fuerza auditables— el país quedará atrapado en la aritmética macabra de operativos récord que no mueven el amperímetro del poder criminal.
Finalmente, la condena internacional —ONU, ONG y prensa global— agrega una capa: Brasil disputa inversiones verdes, liderazgo climático y soft power, mientras su metrópolis emblemática muestra escenas de guerra urbana. La contradicción erosiona credibilidad. Un Estado eficaz no se mide por la cantidad de cadáveres que deja una redada, sino por su capacidad para reducir la violencia sostenidamente y romper las economías ilegales que la alimentan.















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