Por primera vez sintió que las cosas se le iban de las manos. Aleksander Lukashenko siempre manejó los hilos. Por eso lo desconcierta que una mujer lo haya puesto contra las cuerdas. Justo a él, un misógino que llegó a invocar la Constitución para menospreciar a las mujeres en la política. También lo desconcierta que los obreros lo abuchearan en una fábrica de tractores. Justo a él, que proclamaba devoción al proletariado cuando empezó a ascender en la burocracia estatal al convertirse en director de un Koljos (granja colectiva), estructura de base en el socialismo soviético.
Bielorrusia ya no le responde como lo hizo durante más de dos décadas, cuando sus arbitrariedades, sus trampas y su autoritarismo parecían tener vía libre. Lukashenko siempre pudo decir barbaridades, cometer arbitrariedades y perseguir a críticos y opositores sin tener consecuencias. Pero ahora le ocurre algo similar a lo que le ocurrió a Fujimori en el 2000: cometió un fraude tan grande en una elección que dejó a la vista su derrota y tuvo que huir de Perú.
La única que vez que Lukashenko obtuvo de verdad el 80 por ciento de los votos, fue en la segunda vuelta de los comicios de 1994, cuando llegó a la presidencia venciendo al entonces primer ministro Viachelslav Kébich. Todas las elecciones posteriores fueron descalificadas por entidades europeas de observación.
Veintiséis años más tarde, Lukashenko vuelve a obtener el 80 por ciento, pero esta vez no se lo cree ni el más ingenuo de los bielorrusos. Por eso las calles de Minsk se inundaron de manifestantes indignados y reapareció la bandera roja y blanca que la nación rutena usó antes de su incorporación a la Unión Soviética y tras la desaparición de la URSS.
Igual que en las elecciones anteriores, había eliminado de la competencia a los opositores que podían vencerlo, invalidando sus candidaturas. Pero esta vez se cruzó en su camino la esposa de un candidato encarcelado y tuvo que hacer un fraude tan grotesco como el que había perpetrado Fujimori para vencer a Alejandro Toledo.
Valiéndose de fiscales y jueces, Lukashenko había proscripto y encarcelado a Serguei Tijanovski, pero su esposa Svetlana tomó la posta en la candidatura y, con el respaldo de la mujer de Valery Tsepkalo y la jefa de campaña de Viktor Babariko, otros notables disidentes perseguidos, le presentó batalla.
Ante el absurdo escrutinio, Svetlana Tijanovskaya convocó las masivas manifestaciones en Minsk y en Brest, mostrando al mundo la impopularidad del presidente. Una impopularidad directamente proporcional a la magnitud del fraude.
Desde hace muchos años Occidente lo llama del mismo modo que lo hizo George W. Bush: “el último dictador de Europa”. Pero jamás su pueblo lo había visto tambalear y pedir socorro a Rusia, como lo está haciendo desde la fallida elección.
Por cierto, en la historia de Lukashenko no sólo hay sombras. Fue un adherente a la democratización del Estado soviético que impulsaba Mijail Gorbachov. Se hizo notar en la política local oponiéndose a la desintegración de la URSS. A renglón seguido asumió el cargo desde el cual formuló las denuncias de corrupción que motivaron la caída del presidente Stanislav Shushkévich. Y al asumir la jefatura de Estado, no se dejó arrastrar por la ola privatizadora que avanzaba en Rusia y otras ex repúblicas soviéticas.
Lukashenko dejó las grandes empresas en manos del Estado, abriendo el resto de la economía al capital privado. Por eso en Bielorrusia el capitalismo no reemplazó al Estado, sino que amplió la economía sin generar “oligarcas”, como se llamó en Rusia a los jerarcas del PCUS que se quedaron con los gigantes estatales. En Bielorrusia, los empresarios son legítimos emprendedores. Empezaron de cero y sus empresas son, en promedio, más eficientes que las de muchos vecinos. Pero a esa reforma sin privatizaciones la financió Rusia, acrecentando la dependencia con Moscú ya planteada en los acuerdos para integrar ambas economías como primer paso hacia la fusión total de ambos estados, lo que para algunos bielorrusos sería como el “anschluss” con que el III Reich anexó Austria.
Además, los beneficios de su modelo económico le permitieron a Lukashenko otros continuismos: el KGB siguió llamándose KGB, restituyó la bandera roja y verde de la Bielorrusia soviética y actuó como un déspota que no cuidaba ni las formas, como cuando respondió a la acusación alemana de violar Derechos Humanos diciendo que prefiere “…ser un dictador y no un homosexual”, en alusión al entonces ministro germano de Relaciones Exteriores Guido Westerwelle.
Pero el peor de los parecidos con la Unión Soviética es visible desde que sacó los tanques para aplastar las protestas contra el fraude en la elección de agosto. Minsk se pareció a Berlín en 1948, a Budapest en 1956 y a Praga en 1968, capitales donde los tanques soviéticos aplastaron levantamientos populares contra las dictaduras comunistas. Y si no logra que los bielorrusos abandonen las protestas y regresen a sus casas, es posible que el mundo vuelva a ver tanques rusos aplastando manifestaciones.
Sucede que, aunque Vladimir Putin desprecia a Lukashenko porque pasó la última década oscilando entre Europa y Moscú para obtener más ventajas y subsidios de Rusia, no puede permitir que un autócrata con sus mismos rasgos sea derrocado por multitudes en las calles. Teme que, si en Misnk pasa algo parecido a la Plaza Maidan de Kiev cuando se desató la “Revolución Naranja” contra los gobiernos pro-rusos de Ucrania, se genere una suerte de “primavera eslava” que llegue hasta Rusia.
Por eso el jefe del Kremlin advirtió que enviaría fuerzas a reprimir a los manifestantes si continuaba la rebelión contra el presidente.
Lukashenko jamás habrá imaginado que tendría que pedirle a Putin que lo socorra. Pero no parece tener otra alternativa. Las señales inequívocas: una docente que dejó de dar clase para cuidar a sus hijos, puede movilizar multitudes que reclaman su caída y para convertirla en presidenta de Bielorrusia. Y los obreros de la fábrica de tractores MTZ se atrevieron a interrumpir el discurso que vociferaba en la planta de Minsk, gritándole que se vaya.
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