Las portadas de los principales diarios del mundo parecían esos carteles del Lejano Oeste norteamericano que decían “Wanted, dead or alive” junto al rostro del villano buscado por la justicia, porque la decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) declara a Vladimir Putin forajido mundial.
Ordenar la captura del presidente ruso no cambia demasiado su situación material, pero es una señal más del debilitamiento de su imagen a escala global.
Hasta ahora, la corte con sede en La Haya no se había atrevido a reclamar la detención de gobernantes en funciones y mucho menos del líder de una superpotencia que integra el Consejo de Seguridad de la ONU. No reclamó, por ejemplo, la detención de George W. Bush, a pesar de que la invasión a Irak en el 2003, además de haber convertido ese país árabe en un agujero negro que pasó años supurando jihadismos lunáticos y sanguinarios, podría constituir un crimen de agresión.
Uno de los cuatro delitos tipificados por el Estatuto de Roma, que en 1998 creó la CPI, es el crimen de agresión y eso habría cometido Bush hijo. Primero, porque nunca se logró probar vínculos entre el régimen baasista iraquí y Al Qaeda, que en la grieta del Islam sunita están en veredas enfrentadas. Y también porque los marines norteamericanos no encontraron las armas de destrucción masiva con que la Casa Blanca justificó aquella invasión, a pesar de que las inspecciones del equipo de expertos encabezado por el sueco Hans Blix habían arrojado como resultado que en territorio iraquí ya no existían los arsenales que había poseído Saddam Hussein.
La CPI también podría haber acusado a líderes chinos por los “campos de reeducación” en los que intenta la culturización forzosa de la etnia uigur. Pero tampoco lo hizo. Eso muestra inmensas limitaciones y alimenta el argumento del Kremlin para descalificar la orden de detención contra el presidente ruso.
Aún así, lo resuelto por la CPI impacta fuertemente contra Vladimir Putin. Rusia no ratificó el Estatuto de Roma, igual que Estados Unidos y China. Tampoco Ucrania lo ratificó, pero el presidente Zelenski aceptó que la CPI juzgue posibles crímenes de guerra en este conflicto. Por lo tanto, la Corte de La Haya tiene jurisdicción para pronunciarse sobre todos los actores de la guerra que se desarrolla en Ucrania.
Con ese mandato, el fiscal Karim Khan priorizó el secuestro y deportación de niños en gran escala, un delito fácilmente de imputar a Putin y a la otra autoridad rusa acusada, María Lvova-Belova, nada menos que la funcionaria encargada de velar por los derechos de la infancia en Rusia.
La acusación contra ellos estaba a mano del fiscal Karim Khan porque ambos hicieron muchas declaraciones públicas alardeando de haber “rescatado niños ucranianos”, por considerarla una acción positiva para esos miles de menores sacados de su país y entregados a familias rusas.
Resulta lapidario para el presidente de una superpotencia que tiene derecho a veto en la ONU, de ahora en más tener vedada la posibilidad de viajar a cualquiera de los 123 países que suscribieron y ratificaron el Estatuto de Roma. Tampoco luce bien en el currículum del jefe del Kremlin estar en una lista donde figuran espantosos criminales.
En esa lista aparece el ex dictador Omar Hasan Ahmad al Bashir, quien imperó durante tres décadas en Sudán y fue juzgado en La Haya por “genocidio” y crímenes de lesa humanidad contra la población de Darfur, región donde perpetró una criminal limpieza étnica. También figura el sanguinario militar congolés Bosco Ntaganda, condenado a 30 años de prisión por los crímenes de lesa humanidad que cometió la guerrilla que lideraba, el Frente Patriótico de Liberación del Congo (FPLC), contra la etnia Lendu, en el este del país africano.
Condenados por la misma corte que quiere juzgar a Putin fueron los sanguinarios líderes serbobosnios Radovan Karadzic y Ratco Mladic, responsables de la peor atrocidad cometida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial hasta la invasión rusa a Ucrania: la masacre perpetrada en Srebrenica en 1996, durante la limpieza étnica que realizaban en Bosnia-Herzegovina.
Al ex presidente serbio Slobodan Milosevic, responsable de la guerra en Bosnia y de la limpieza étnica de albaneses en Kosovo, lo condenó un Tribunal Penal Internacional especialmente creado por la ONU para los crímenes cometidos durante la desintegración de Yugoslavia.
Otros dictadores criminales fueron condenados por delitos como los estipulados en el Estatuto de Roma, pero no por la corte de La Haya sino por tribunales nacionales. Son los casos del chadiano Hissene Habre, que fue juzgado en un tribunal senegalés por los crímenes que había cometido en Chad; el egipcio Hosni Mubarak, condenado en un tribunal de El Cairo por las muertes que causó la represión de las protestas en la Plaza Tahrir durante la Primavera Árabe, y el general guatemalteco Efraín Ríos Mont, quien exterminó decenas de miles de indígenas mayas en la limpieza étnica que perpetró entre 1980 y 1981.
Seguramente el mundo no verá a Putin sentado en el banquillo de los acusados de la CPI, pero la orden de detención dictada en su contra lo coloca en esa lista de personajes despreciables. Y su primera reacción no fue adecuada para quitarse el rótulo de villano.
Apareció de noche paseándose en Mariupol, la ciudad sobre el Mar de Azov en la que su ejército bombardeó el teatro donde cientos de civiles se ocultaban de las bombas rusas.
El mayor problema de Putin con la CPI es que los crímenes que le imputó y los que le imputará están a la vista del mundo. Masacres de civiles como la cometida en Bucha constituyen crímenes de lesa humanidad. Reclutar soldados inexpertos en rincones remotos del Cáucaso y de Siberia para lanzarlos en oleadas a morir bajo las balas de las defensas ucranianas con el objetivo de agotar sus municiones, así como valerse de un ejército de mercenarios despiadados como los del Grupo Wagner, serán actos vistos como crímenes de guerra.
La suma dará, como el Holodomor cometido por Stalin en la década del ’30, el crimen de genocidio. Y la invasión que lanzó en febrero del 2022 contra un país que no había atacado a Rusia de ningún modo, constituye un crimen de agresión por no existir una causa que justifique desatar el infierno que devora a Ucrania.
De ese modo, el jefe del Kremlin habrá cometido los cuatro crímenes establecidos en el Estatuto de Roma como competencia de la Corte Penal Internacional. Eso justifica que las portadas de los principales medios del mundo hayan parecido aquellos carteles del Lejano Oeste, con la foto del forajido “buscado”.
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