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OPINIóN | 27-01-2012 12:35

Una dosis de fervor malvinense   

Historia repetida. Thatcher, Blair, Cameron y Galtieri. El conflicto de Las Malvinas vuelve en forma cíclica y ahora entretiene al kirchnerismo.

Haciendo gala de la delicadeza diplomática que siempre ha sido una de las características más entrañables del kirchnerismo, distintos voceros oficiales no vacilaron un solo minuto en amonestar, con la virulencia indicada, al primer ministro David Cameron y el ministro de Asuntos Exteriores, William Hague, del nido de piratas que se llama el Reino Unido por calificar, con insolencia insoportable, de “colonialista” e “intimidatoria” la actitud del gobierno de Cristina hacia los malvinenses. Amado Boudou, Florencio Randazzo, Héctor Timerman y muchos otros coincidieron en que Cameron, Hague y sus cómplices son “ignorantes torpes”, además de “mentirosos” que ni siquiera se han dado el trabajo de familiarizarse con la historia de su propio país y por lo tanto no tienen derecho alguno a opinar sobre lo que sucede en esta parte del mundo.  Aunque tanto desprecio puede entenderse, ya que no cabe duda de que los políticos argentinos, en especial los peronistas, son mucho más cultos, prolijos, honestos y, desde luego, progresistas que los malditos conservadores británicos, se trata de una forma un tanto extraña de invitarlos a reanudar, después de un intervalo prolongado, las negociaciones en torno al futuro del archipiélago con la esperanza de alcanzar una solución mutuamente aceptable.

¿Es lo que realmente quieren Cristina y sus subordinados? Claro que no. Para ellos, el conflicto es un fin en sí mismo. Si bien les encantaría anotarse un triunfo fácil a costillas de lo que aún queda del antes hegemónico imperio, a esta altura sabrán que es muy escasa la posibilidad de que un gobierno británico abandonara a su suerte a los isleños que, por motivos inexplicables, no quieren ser argentinos y, según parece, son totalmente inmunes al carisma arrollador de la presidenta. Por cierto, no les seduce la idea de verse incorporados a sus dominios.

Asimismo, aunque el destino de las Malvinas no ocupa un lugar prioritario en la lista de preocupaciones de Cameron, ni a él ni a ningún otro político británico les sería dado olvidarlas por completo. A su modo, ellos también son nacionalistas.  Por lo tanto, no sorprendería que el diferendo persistiera hasta que las fronteras nacionales hayan desaparecido por completo o se hayan modificado hasta tal punto que el mapamundi no se parezca para nada al actual.

¿Por qué, pues, han decidido los cristinistas batir con furia creciente el parche malvinero, poniéndose a hostigar a los británicos en todos los foros disponibles, además de cubrirlos de insultos? Porque creen que ha llegado la hora de aprovechar uno de los dos aglutinantes nacionalistas más eficaces –el otro es el fútbol– ya que todo hace prever que el país está entrando en una zona turbulenta al desmoronarse el “modelo” económico K. Aunque gracias en buena medida a lo hecho por Nilda Garré, con toda seguridad la aliada más valiosa de la corona enemiga, la opción militar no existe más -lo que ha de ser motivo de alivio-, una vigorosa campaña diplomática y propagandística podría resultar ser un sustituto más que adecuado, uno que, suponen, no entraña demasiados riesgos. Al fin y al cabo, no sería del interés británico intentar entorpecer los esfuerzos de Hernán Lorenzino por reconciliarse con los mercados de capitales con la esperanza de conseguir algunos dólares frescos.

Puede que a juicio de algunos estrategas cristinistas haya llegado el momento oportuno para apretar a los británicos que, lo mismo que los demás europeos, están luchando por mantenerse a flote en medio de una tormenta económica fenomenal. Además, sospecharán que el presidente norteamericano, Barack Obama, es en el fondo un anglófobo, de modo que no se sentirá obligado a apoyar al Reino Unido, de ahí la posición equidistante asumida por la secretaria de Estado Hillary Clinton.

Si piensan así se equivocan. Últimamente, se ha agravado mucho el conflicto entre las potencias occidentales y los teócratas iraníes, que han amenazado con mandar a pique las naves de guerra que Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia tienen en el Golfo Pérsico. De difundirse la impresión de que la Argentina se ha propuesto sacar provecho de esta situación peligrosa, solidarizándose tácitamente con Irán como ya han hecho de manera explícita Venezuela, Cuba y sus satélites Bolivia y Nicaragua, no tardaría en encontrarse aislada de los países que a pesar de todo aún se suponen “amigos”. Lo ha entendido la presidenta brasileña, Dilma Rousseff; para decepción del régimen iraní que siente nostalgia por Lula, ha elegido enfriar la relación con la República Islámica.

En opinión de algunos, Cameron tiene que estar tan interesado como Cristina en aprovechar el tema de Malvinas para desviar la atención de sus compatriotas de sus penurias económicas. Exageran. Aunque a veces los partidarios de un mayor presupuesto militar tratan de asustar al gobierno de la coalición de conservadores y liberales (así llaman a los progres en el léxico anglosajón) hablando de la renovada beligerancia argentina y de la necesidad de contar con por lo menos un portaaviones servible, desde el punto de vista de la mayoría de quienes se preocupan por la política exterior Cameron debería concentrarse en lo que le depararán en los meses y años próximos Irán, en Siria, Libia, Egipto, Afganistán, Pakistán, Nigeria y otras partes del agitadísimo mundo musulmán, además, claro está, de la economía y de la relación con los demás países de la Unión Europea. Dicho de otro modo, las Malvinas distan de ser una obsesión británica, lo que no quiere decir que el gobierno no estaría dispuesto a defenderlas si resultara necesario. Le guste o no le guste, tendría forzosamente que hacerlo.

Sea como fuere, Cameron se las ha arreglado para figurar, quizás pasajeramente, en la demonología nacionalista argentina como un digno sucesor de la odiada Dama de Hierro Margaret Thatcher. Lo hizo con una sola palabra: colonialista. Al pronunciarla en el transcurso de un debate parlamentario, virtualmente obligó no sólo a los funcionarios del gobierno de Cristina sino también a políticos de una variedad impresionante de posturas ideológicas a manifestar su más profunda indignación, sazonada con alusiones conmovedoras a la comprobada vocación pacífica del país, de su respeto absoluto por el derecho internacional y así, largamente, por el estilo.

Pues bien: a diferencia de tantos otros nacionalismos, la variante actual argentina es autocompasiva. Se basa en la convicción de que la Argentina es, desde su nacimiento, víctima de la malevolencia de una horda abigarrada de enemigos siniestros: además de los piratas ingleses que la mutilaron hace casi dos siglos apoderándose nuevamente de aquellas islas, siguen conspirando contra ella neoliberales desalmados, imperialistas yanquis, chilenos que codician islotes y pedazos de los Hielos Continentales, inversores que en realidad son saqueadores, uruguayos resueltos a contaminar las diáfanas aguas patrias, brasileños y chinos que la invaden enviándole productos baratos con el propósito de destruir la industria nacional, y muchos sujetos malignos más. Así las cosas, es lógico que la flor y nata de la clase dirigente haya reaccionado con tanta energía frente a la acusación –mejor dicho, contraacusación– formulada por Cameron.

En el caso poco probable de que el conservador británico se sintiera constreñido a reivindicar el uso de la palabra fatídica “colonialista”, podría señalar que la Argentina ha sido, y sigue siendo, un país de colonos blancos cuyos antecesores, como los de los estadounidenses, canadienses y australianos lograron apropiarse exitosamente de tierras ajenas y por lo tanto no tienen ningún derecho moral a rabiar contra el fenómeno al que deben su existencia. También podría referirse a los sentimientos de vecinos que en ocasiones se han quejado de lo que, con malicia, llaman el imperialismo argentino: no comparten la opinión del escritor francés André Malraux que dijo una vez que Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió. Sea como fuere, mientras que algunos herederos de los colonos anglosajones juran sentir vergüenza por la rapacidad de generaciones anteriores y piden perdón a los pocos sobrevivientes de los “pueblos originarios”, los argentinos han solucionado el problema psicológico así planteado afirmándose víctimas igualmente merecedoras de la compasión tardía de los invasores europeos. Será por este motivo recóndito que dolió tanto lo dicho por Cameron.

En cuanto a los supuestos derechos de los kelper, no existen: se trata de una población “implantada”, a diferencia de la argentina que sencillamente creció donde está sin que nadie tuviera que implantarla, razón por la que las pretensiones de los isleños –como aquellas de los wichis, los tobas, los mocovíes y vaya a saber cuantas etnias minoritarias más- son forzosamente ilegítimas. Sería muy distinta la opinión de los juristas gubernamentales si los kelpers quisieran ser argentinos pero, puesto que, con la excepción de un excéntrico o dos, prefieren mantener su distancia, sus eventuales deseos carecen de importancia.

* PERIODISTA y analista político,

ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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