Jair Bolsonaro es, desde mucho antes de su consagración como presidente brasilero, un personaje polémico. Sus ideas reaccionarias ya despertaban detractores -pero también miles de simpatizantes-, incluso cuando era apenas un diputado. Desde entonces, muchos lo han calificado de demente.
Él mismo se ve como un mesías, haciendo referencia frecuenta a su segundo nombre: Messias. Haber sobrevivido al atentado en septiembre del 2018 en Minas Gerais (fue apuñalado en el abdomen, con tres órganos comprometidos), en plena campaña, agigantó su autopercepción de invulnerabilidad.
Que le otorgue al coronavirus la dimensión de un resfrío, es en el contexto de su psique entendible. Hace semanas ya especulaba con haberlo tenido sin enterarse. "Creo que ya lo tuve", decía el 26 de junio, pero los test para comprobar si tenía anticuerpos lo negaron. Aunque no faltaría mucho. Hoy se confirmaba en una conferencia que duró 20 minutos y cerró con el presidente sacándose el barbijo frente a los periodistas que lo rodeaban en el Palacio de la Alvorada.
"Miren mi cara, estoy bien", declaró. Luego se volvió a poner el tapabocas. El velo protector del que descree (vetó hace una semana varios puntos de la ley que reglamentaba su uso), y ha lucido en contadas ocasiones: no lo tenía en la reunión que mantuvo en la embajada de Estados Unidos durante el fin de semana pasado, momento al que los medio brasileros apuntan como el del contagio.
Convencido de que su pasado como "atleta" lo rescata de cualquier peligro ante el virus, Bolsonaro insistió en su llamado a "no tener miedo" y no caer en el "exceso de preocupación" ante un virus que, según su prédica de inmunidad "de rebaño", terminará antes de fin de año alcanzando al 70 por ciento de la población brasilera: hoy el segundo país más afectado del mundo, con 1,2 millones de casos y unas 55.000 muertes. Y lejos está de amesetarse la curva y perder intensidad la pandemia: el domingo pasado se registraron 38.000 casos y más de 1.000 muertes.
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