No es nada fácil ser papa en una época como la actual en que la fe religiosa suele tomarse por una opción más, un mero asunto personal que es de importancia limitada. Mientras que, en nombre de verdades a su juicio eternas, el alemán Benedicto XVI se negó a entregarse al relativismo imperante que en su opinión estaba socavando la civilización occidental que tanto debió al cristianismo, su sucesor, el argentino Francisco, procuró adaptarse a los tiempos que corren asumiendo posturas que le merecerían el aplauso de progresistas no creyentes pero decepcionarían a los defensores de las doctrinas tradicionales. Además de querer abrir las puertas de la Iglesia para que cualquiera, hasta los previamente condenados a las llamas infernales por sus pecados, pudiera entrar, Francisco se comprometió a sumarse a causas novedosas como la lucha contra el cambio climático, comprometiéndose a minimizar la huella de carbón del Vaticano.
Ambas alternativas, tanto la severa, para no decir rígida, que fue elegida por el alemán, como la más amigable preferida por el argentino, plantean riesgos. Como entendía muy bien Joseph Ratzinger cuando eligió llamarse Benedicto, una Iglesia Católica que se mostrara reacia a desvincularse de su propio pasado sería forzosamente muy minoritaria, pero una más flexible, la propuesta por Jorge Bergoglio, podría degenerar en una especie de ONG politizada, que se dedicaría a obras benéficas con el propósito de hacerse más popular entre quienes lo consideraban una antigualla obsoleta.
Se trata de un dilema que a buen seguro preocupa a los cardenales que ya están pensando en cuál de sus colegas quisieran convertir en el próximo papa. ¿Privilegiarán a un teólogo erudito como Ratzinger, un hombre que se aferra a lo esencial sin hacer concesiones a los tentados por modas culturales efímeras, o un personaje como Bergoglio, “el papa peronista”, que prefiere dejarse influir por ellas y que a veces hablará como un político del montón que espera congraciarse con todos? Pronto sabremos la respuesta a este interrogante.
Con aproximadamente 1.400 millones de fieles, la Iglesia Católica sigue siendo la confesión cristiana más importante, pero se ve amenazada no sólo por viejos enemigos como el racionalismo y, huelga decirlo, por credos evangélicos de inspiración protestante que, en América latina, están expandiéndose con rapidez desconcertante, sino también por la renovada militancia islámica.
Frente a la propensión de las sociedades occidentales a dar la espalda a las viejas enseñanzas eclesiásticas, Ratzinger creía que sería mejor replegarse y, como San Benito de Nursia en los días en que el Imperio Romano sucumbía ante las invasiones bárbaras, fundó la Orden Benedictina que, desde los monasterios, contribuyó a mantener viva la cultura heredada de la antigüedad, hasta que, siglos más tarde, llegaría a dominar a toda Europa. De más está decir que la actitud de Bergoglio fue radicalmente distinta; a diferencia del alemán, estaba dispuesto a pactar con infieles de ideas avanzadas con la esperanza de que lo aceptaran como uno de los suyos. Consiguió convencer a la mayoría de que, pensándolo bien, estaba en “el lado correcto” de la historia. Con todo, algunos lo criticarían por su oposición al aborto y, si bien se afirmó renuente a condenar su conducta por inmoral, su tendencia a hablar despectivamente de los homosexuales.
Como muchos líderes políticos europeos, el pontífice argentino se resistía a tomar realmente en serio el desafío islamista. Para él, todos los musulmanes en Europa eran víctimas débiles de los prejuicios xenofóbicos de los habitantes de los países en que estaban buscando refugio y por lo tanto deberían ser protegidos. Por tal motivo, procuró pasar por alto lo que estaba ocurriendo en el Oriente Medio, que está vaciándose de cristianos a un ritmo alarmante a causa de la agresividad sanguinaria de los islamistas, y en África, donde pocos días transcurren sin que haya nuevas masacres de cristianos a manos de yihadistas enfurecidos. La negativa del papa a alzar la voz en defensa de sus correligionarios en tales partes del mundo sólo ha servido para envalentonar a los resueltos a matarlos o expulsarlos de sus tierras ancestrales.
Asimismo, si bien su pedido a que los países europeos permitan entrar contingentes nutridos de musulmanes que huyen de dictaduras crueles y la miseria económica de sus países de origen le ha merecido la aprobación de sectores que se califican de progresistas, al comportarse así está ayudando a preparar el terreno para que en los años próximos se produzcan tragedias en gran escala. El auge de partidos de “la derecha extrema” en Europa que se proponen emular al gobierno norteamericano de Donald Trump y “repatriar”, por los medios que fueran, a todos aquellos que les parecen ajenos a su propio estilo de vida se debe principalmente a la proliferación de atentados terroristas brutales y a la prédica de los clérigos que los alientan.
El “multiculturalismo” que, a pesar de todo, no ha perdido su vigencia en los países que ya cuentan con grandes comunidades musulmanas, puede funcionar si todos los distintos grupos logran convivir pacíficamente en un clima de respeto mutuo, pero cuando uno insiste en su propia superioridad y permite que sus integrantes cometan actos de violencia, como ha ocurrido con cierta frecuencia en Francia, el Reino Unido, Alemania e Italia, intentar imponerlo no podrá sino tener consecuencias luctuosas.
Sería razonable suponer que al Obispo de Roma le corresponde mantener vivo el espíritu del cristianismo en sociedades que, por razones diversas, parecen haber perdido interés en las tradiciones religiosas que las formaron, pero Bergoglio no se destacaba por su voluntad de librar batallas culturales contra los decididos a reducir la influencia del culto del cual era el jefe natural. Así y todo, aunque sea un tanto paradójico, en los años últimos algunos intelectuales que dicen ser agnósticos o incluso ateos se han puesto a reivindicar el aporte del cristianismo a la cultura europea, atribuyéndolo, en su primera fase por lo menos, al respeto por la conciencia libre de cada uno que, andando mucho tiempo, daría lugar a la Ilustración. En las décadas últimas, dirigentes como el ex primer ministro británico Tony Blair y el actual vicepresidente de Estados Unidos, se han convertido al catolicismo por creerlo un baluarte contra el relativismo nihilista que Ratzinger había reprobado.
Los “cristianos culturales” distinguen entre la fe que ha de ser irracional y la presunta necesidad de que la mayoría crea en algo que no sea claramente subjetivo ya que, como habrá dicho el notable polemista católico G. K. Chesterton, “Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo”. En efecto, no extraña que, en el mundo pos-cristiano, haya surgido una multitud de cultos rarísimos, de ahí el fenómeno “woke” que, según parece, ha comenzado a batirse en retirada. Sea como fuere, reconocer que, bien que mal, la cultura europea tiene bases cristianas, puede ser de interés histórico, pero no ayudará a renovar la fe.
Parecería que, en opinión de los jerarcas católicos, Europa ya es un caso perdido y que el futuro de la Iglesia está en África. No sorprendería, pues, que luego de haber probado suerte con un pontífice sudamericano, producto de una cultura con fuertes rasgos europeos, los cardenales optaran por un africano que, a juzgar por las actitudes asumidas por muchos eclesiásticos de tal origen que viven en Europa, tendría opiniones más conservadoras que las de Bergoglio. Desde que rompieron con una larga tradición de dar prioridad a los italianos al elegir al polaco Karol Wojtyla, que fue seguido por un alemán y después por un argentino, los cardenales se han dejado guiar por las eventuales implicancias geopolíticas del origen nacional del papa. En vista del significado que hoy en día tantos dan a la identidad racial de las personas que ocupan puestos clave, habrá muchos convencidos de que le convendría a la Iglesia que el sumo pontífice fuera un hombre “de color”.
Cuando Bergoglio fue elegido papa, los especialistas en temas vaticanos lo tomaron por una señal de que, a juicio de los purpurados, Ratzinger había sido demasiado tradicionalista y por lo tanto fue preciso remplazarlo por alguien más capaz de “construir puentes” que servirían para reconectar la Iglesia con el mundo exterior. Bergoglio trató de cumplir con el mandato tácito así supuesto. Por un rato, logró acercarse anímicamente a las elites internacionales, pero cuando mucho comenzó a cambiar, le costó adaptarse. En Italia, surgiría un gobierno más a tono con el catolicismo de generaciones anteriores. Dentro de poco, algo similar podría ocurrir en Francia y Alemania, mientras que en Estados Unidos el advenimiento de Trump indignó al papa que no vacilaría en criticar con virulencia la política migratoria del magnate. En cuanto a la Argentina, parecería que no tuvo tiempo para absorber el choque que le habrá ocasionado la elección de Javier Milei, un personaje cuya religiosidad no pudo sino complacerlo pero que, además de hacer gala de una acendrada fe bíblica, en todo lo relacionado con la economía es aún más “neoliberal” que Mauricio Macri, a quien, como un buen peronista que quería “cuidar” a Cristina, trató con desdén evidente.
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