Sunday 23 de March, 2025

OPINIóN | 20-03-2025 19:41

El mundo que engendró a Donald Trump

El presidente de Estados Unidos como símbolo de la decadencia de Occidente. Cómo avanza la nueva geopolítica derechizada.

Aun cuando la gestión de Donald Trump resulte ser tan calamitosa para su propio  país y el resto del planeta como prevén sus críticos más feroces, el fracaso monumental que vaticinan no serviría para rescatar al orden socioeconómico que hasta hace apenas un par de meses imperaba no sólo en Estados Unidos sino también en buena parte de Europa, Australia y otros países afines. El contundente triunfo electoral del personaje fue un síntoma más de una enfermedad cultural que, de un modo u otro, aqueja a todas las sociedades que conforman el Occidente. El malestar producido por la sensación de que los círculos dominantes traicionaban a los valores que lo habían permitido prosperar motivó a quienes apoyaron en las urnas a un hombre que consideraban un bufón egocéntrico y caprichoso sólo porque repudiaban a Joe Biden y, más aún, a su entorno.

 Siguen convencidos de que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente, tomaron la decisión correcta; según las encuestas de opinión más respetadas, el Partido Demócrata no ha comenzado a recuperarse del golpe que le supuso perder frente a un individuo tan desagradable como Trump.

El líder republicano derrotó a la insulsa candidata demócrata Kamala Harris porque, además de querer protestar contra el manejo de la economía por los demócratas, muchos sentían que “elites” de pretensiones progresistas estaban procurando llevar a cabo cambios sociales destructivos con el propósito de castigarlos privilegiando a distintos grupos raciales y pequeñas minorías sexuales. También se opusieron a los esfuerzos del gobierno de Biden por eliminar los criterios meritocráticos que siempre han regido en los ámbitos científicos y profesionales. A juicio de los mejor informados, los militantes “woke” ponían en peligro la supremacía tecnológica de Estados Unidos que se ve amenazada por China.

 Sea como fuere, ya antes de la elección de Trump proliferaban  indicios de que los partidarios del extravagante ideario “woke” estaban retrocediendo en los países desarrollados en que habían conseguido adueñarse del “relato”. La ofensiva relámpago emprendida por el presidente y su equipo contra los funcionarios bien remunerados que fueron nominados por el gobierno de Joe Biden para favorecer a los supuestamente rezagados debido a su origen étnico o su orientación sexual, cuenta con el respaldo del grueso de la población norteamericana, incluyendo a muchas “personas de color”. Lo mismo puede decirse de la ofensiva de Elon Musk que, con la motosierra que le regaló Javier Milei, está procurando adelgazar la obesa burocracia estatal.

En Europa y otras partes del mundo, el ejemplo brindado por la administración hiperactiva de Trump está incidiendo en la postura de una multitud de políticos que, además de sentirse hartos de los excesos woke, han llegado tardíamente a la conclusión de que a menos que frenen cuanto antes “la invasión” de sus países por millones de inmigrantes procedentes de África y el Oriente Medio, el futuro que los aguarda será convulsivo.  No sorprendería, pues, que los europeos pronto comenzaran a emular a las autoridades estadounidenses que están devolviendo contingentes de inmigrantes indocumentados a sus países de origen sin prestar atención a las protestas de jueces progresistas y militantes sociales.

Los enemigos jurados de Trump no son los únicos a tomar su elección por un síntoma de la decadencia del mundo occidental sin por eso creer que sabría cómo revertirla. Muchos que festejaron su triunfo estaban plenamente conscientes de sus deficiencias personales, pero entendían que la alternativa ofrecida por Kamala sería suicida, que si los sectores más influyentes de Estados Unidos y sus aliados continuaran rasgándose las vestiduras y entregándose a orgías de autocrítica colectiva en que trataban a sus antepasados como criminales miserables, las consecuencias para todos podrían ser horríficas.

Al forzar a los europeos a robustecer su alicaído poder militar, advirtiéndoles que en adelante no podrían confiar en las fuerzas armadas de Estados Unidos, Trump ha puesto en marcha cambios que, además de tener repercusiones económicas que, en el corto plazo por lo menos, serán ingratas desde el punto de vista de los acostumbrados a dar prioridad al gasto social, no podrán sino tener un impacto cultural profundo. En el Reino Unido, Francia y Alemania, ya no está tan bien visto como era antes manifestar desprecio por virtudes militares tradicionales como el coraje, la voluntad de sacrificarse por el bien de la comunidad y la necesidad de prepararse física y anímicamente para enfrentar lo peor. Muchos están preguntándose si ellos mismos y sus compatriotas son capaces de luchar como los ucranianos si a su propio país se le tocara enfrentar una invasión rusa.

En sociedades en que, hasta ayer no más, era normal que voceros de “las elites” políticas, académicas y, con algunas excepciones, mediáticas, hablaran mal del peligro que según ellos era inherente a “la masculinidad tóxica”, algo que denunciaban como un vicio típico de épocas oscurantistas, la reivindicación de cualidades que suelen considerarse netamente varoniles ayudará a los muchos hombres jóvenes que se sienten desmoralizados por tener que resignarse a ocupar un lugar subalterno en las sociedades modernas. Se trata de un fenómeno que está ocasionando preocupación en todos los países de cultura occidental, entre ellos la Argentina, en que el clima social predominante hace desaconsejables actitudes que podrían ser calificadas de “machistas”.

A diferencia de Trump, dirigentes como el primer ministro británico Keir Starmer, el presidente francés Emmanuel Macron y el próximo canciller alemán Friedrich Merz, no quieren para nada al mandamás ruso Vladimir Putin. Lo ven como un sujeto peligrosísimo que, si lo permiten, sería plenamente capaz de provocar más guerras en Europa en un esfuerzo por recrear el viejo imperio zarista o su sucesor soviético, cuya desintegración calificó como “la peor catástrofe geopolítica del siglo XX”.

Dan por descontado que si, con el respaldo del norteamericano que según parece quiere figurar como un gran pacificador, Putin logra desmembrar a Ucrania apropiándose de las zonas ya ocupadas por su ejército, se propondría hacer lo mismo con los Estados bálticos, en que hay importantes minorías rusas y, tal vez, con Polonia, de suerte que no tienen más opción que la de rearmarse para que ni siquiera se le ocurra intentarlo.

Si bien en principio sus países y sus vecinos poseen los recursos necesarios -combinadas, las economías europeas tiene un producto bruto que es aproximadamente quince veces mayor que la rusa-, para aprovecharlos tendrían que superar la barrera supuesta por la mentalidad pacifista que a partir de la Segunda Guerra Mundial se difundió en el viejo continente gracias a la presencia prolongada del escudo protector norteamericano.

Aunque no es fácil estimar los efectos concretos que han tenido en las sociedades europeas la convicción de que, gracias a la benevolencia de sus primos transatlánticos, les estaba garantizado un futuro tranquilo sin guerras como las del pasado, es legítimo suponer que la sensación de seguridad resultante contribuyó al letargo económico, al colapso de la tasa de natalidad y a la apertura de las fronteras acompañada por campañas oficiales para desprestigiar a las tradiciones nacionales, ya que a juicio de los gobernantes, aferrarse a ellas podría ofender a los recién llegados.

Asimismo, el Brexit fue fruto no sólo del carácter insular del Reino Unido sino también de la negativa de todos los involucrados en el divorcio a pensar en realidades estratégicas; después de todo, se decían, si la Unión Europea no se veía amenazada por potencias exteriores, romper con ella sólo causaría problemas comerciales y jurídicos que, si bien engorrosos, serían de escasa importancia.  Por lo tanto, no extraña que entre las consecuencias inmediatas del desdén evidente que sienten Trump, Musk y el vicepresidente J. D. Vance por sus aliados europeos hayan estado la restauración plena de la “entente cordiale” entre el Reino Unido y Francia, que son las únicas potencias nucleares de la región, y la decisión de los parlamentarios alemanes de reformar la constitución de su país para permitir un aumento drástico del gasto militar.

Además de imaginar que, en adelante, el poder blando del que se enorgullecían sería más eficaz que el poder duro de tiempos menos ilustrados, los gobiernos europeos se dieron el lujo de anteponer a sus propios intereses económicos la salvación del planeta de los estragos climáticos. Para reducir las emisiones carbónicas, no sólo Alemania sino también el Reino Unido y otros países europeos aún parecen resueltos no sólo a desindustrializarse sino también a sacrificar a sus agricultores. Con todo, es poco probable que persistan por mucho tiempo más en atacar a los supuestos culpables del calentamiento global. En todas partes, “los verdes” están batiéndose en retirada, acompañados por los contrarios a las plantas nucleares. Para más señas, se ha hecho penosamente evidente que son antieconómicas las fuentes de energía “renovables” como el viento y el sol que, según los dispuestos a subordinar absolutamente todo a sus propias preocupaciones, deberían remplazar ya a las que dependen de combustibles fósiles pero que, claro está, seguirán usándose hasta nuevo aviso en China, la India y Estados Unidos.

          

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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