El gran enemigo de Vladimir Putin no es Ucrania. Tampoco es Occidente. Es el tiempo. Para la Federación Rusa, las proyecciones demográficas, que se han visto agravadas últimamente por la pandemia que la ha golpeado con dureza, son tan negativas que Putin tiene buenos motivos para temer que, en un futuro no muy lejano, los eslavos como él no estén en condiciones de seguir dominando los territorios inmensos que conquistaron sus antepasados.
He aquí una razón, tal vez la principal, por la que eligió arriesgarse en Ucrania y por la que estaría dispuesto a ir a virtualmente cualquier extremo, masacrando a un sinnúmero de civiles como sus fuerzas hicieron en Chechenia, para ahorrarse un fracaso. Si logra agregar los 44 millones de ucranianos a los aproximadamente 110 millones de rusos étnicos de su país, además de los 9 millones de bielorrusos, contaría con una reserva poblacional suficiente como permitirle seguir soñando con la recuperación por su país de un lugar entre los más poderosos del mundo. Sin ellos, tendría que resignarse a ser el hombre que ocupaba el Kremlin cuando la madre Rusia se transformaba en una reliquia histórica.
En las semanas previas a la invasión de Ucrania, Putin se convenció de que Rusia se veía ante una oportunidad acaso irrepetible para torcer el destino. Impresionado por la debacle norteamericana en Afganistán y por las reyertas internas que agitan a los países europeos, creía que el Occidente estaba tan desmoralizado que reaccionaría ante el zarpazo rasgándose las vestiduras y manifestando, con lágrimas abundantes, su repudio a los horrores de la guerra. Para él, era cuestión de ahora o nunca, de aprovechar un momento en que le sería dado cambiar todo.
Putin es heredero de los eslavófilos decimonónicos que llenaban bibliotecas enteras de libros acerca de los misterios insondables del “alma rusa”, tan distinta de las de otros pueblos, y del destino espléndido que le esperaba. Dice creer que los eslavos poseen un “código genético infinito” que otros envidian. Por todo eso. le ha sido fácil persuadirse de que los demás eslavos comparten su entusiasmo por tales teorías y que los ucranianos festejarían la “liberación” de su país por el ejército del gran hermano moscovita. Huelga decir que se equivocaba por completo.
Con todo, aunque pronto se hizo evidente que Putin cometió un error que podría resultarle fatal al suponer que apropiarse de Ucrania sería un mero trámite burocrático, tenía razón en cuanto a las dimensiones de los desafíos que enfrenta su país. A menos que Rusia aproveche ya al máximo las ventajas que todavía retiene -son mayormente militares pero incluyen a ingentes cantidades del gas y petróleo que el Occidente necesita-, no le será dado desempeñar un papel protagónico en el mundo de mañana.
Es más; dista de ser inconcebible que un día el presunto aliado de Putin, el régimen chino, decida que ha llegado la hora de atribuir la ocupación de Siberia por los rusos a los “tratados desiguales” de la época zarista y exigir que le sea devuelta, o que los pueblos musulmanes del sur y este del país aumenten la presión sobre los eslavos a fin de acorralarlos en las regiones europeas al oeste de los montes Urales.
Rusia no es la única nación cuya existencia misma se ve amenazada por tendencias demográficas que parecen irreversibles. Aunque se trata del gran drama de nuestro tiempo, uno que a buen seguro tendrá consecuencias disruptivas en Japón, Corea del Sur, China y la mayoría de los países europeos, escasean los dirigentes políticos que se animan a tomarlo en serio; saben que no les conviene exhortar a las mujeres a procrear más o intentar hacer viables los generosos sistemas previsionales que se construyeron hacía medio siglo o más cuando las circunstancias eran radicalmente distintas. Putin sí comprende el significado de lo que está sucediendo aunque, claro está, la “solución” que ha ideado no lo ayudará a superar los problemas que está provocando. Antes bien, al profundizarse el atraso económico de Rusia, los empeorará.
La fe de Putin en la supuesta superioridad espiritual del “alma” o, según él, “código genético” de los eslavos lo hizo despreciar tanto a los países occidentales que daba por descontado que se limitarían a oponerse a la invasión de Ucrania con palabras, con sermones acerca de lo buena que es la paz, alusiones a la canción “Imagine” de John Lennon, y algunas manifestaciones callejeras de protesta. Al fin y al cabo, se habrá dicho, lo único que les interesa a los occidentales es el dinero de suerte que, obligados a optar entre la vida y libertad de los ucranianos por un lado y, por el otro, suministros de gas a precios accesibles, los alemanes, italianos y los demás privilegiarían su propio confort.
Por un rato, parecía que tenía razón; días antes de la invasión, el presidente norteamericano Joe Biden, flanqueado por generales que se han acostumbrado a afirmarse más interesados en luchar contra el racismo blanco y en apaciguar a transexuales iracundos y feministas militantes que en cualquier otra cosa, le aseguraba que no tendría que preocuparse por la eventual presencia de tropas norteamericanas en Ucrania por no tratarse de un miembro de la OTAN y, para colmo, le dejó saber que su país estaría dispuesto a pasar por alto una “incursión menor”.
Putin se equivocaba cuando calculaba que los líderes occidentales, incluyendo al a menudo vacilante Biden, se rendirían mansamente ante una demostración de fuerza. Pronto abundarían las señales de que muchos europeos, inspirándose en la valentía extraordinaria de los ucranianos que se niegan a dejarse aplastar por una maquinaria militar que es mucho más poderosa que la suya y por el coraje y firmeza bajo fuego del presidente Volodimir Zelenski, han llegado a la conclusión de que no tienen más alternativa que la de aferrarse a valores que hasta hace apenas un par de semanas consideraban anticuados. Sin proponérselo, pues, Putin ha fortalecido a la OTAN, que de golpe se vio provista de una razón de ser inequívoca, y la voluntad de los pueblos occidentales de hacer frente a predadores que los creen irremediablemente decadentes.
Además de recordarles a los europeos, comenzando con los alemanes, que los incapaces de defenderse suelen caer víctimas de agresores despiadados, Putin acaba de asestar un golpe durísimo a la ya maltrecha economía de su propio país. Muchos rusos de a pie que hubieran aplaudido con fervor patriótico un paseo militar que culminara con la instalación en Kiev de un gobierno títere sumiso, cambiarán de opinión al darse cuenta de que los ucranianos no se sienten del todo agradecidos y que ellos mismos están pagando los costos, que serán siderales, de la aventura bélica de un líder que se supone visionario. El impacto de las primeras sanciones financieras ya se ha hecho sentir en todas las ciudades rusas.
Puesto que Putin se ha rebelado contra el “economicismo”, la costumbre casi universal de prestar más atención al producto bruto de un país determinado que a sus aportes en otros ámbitos, creía que la mayoría toleraría con estoicismo la liquidación de sus ahorros. Sin embargo, aunque el desdén que finge sentir por los bienes materiales le ha granjeado la simpatía de izquierdistas y derechistas que se oponen al avance del capitalismo globalizado y, en el caso de algunos, comparten su nostalgia por un pasado en que el prestigio de un país dependía del tamaño relativo de los ejércitos y las flotas navales, parecería que la gloria marcial no puede sustituir el bienestar material en la mente de la mayoría abrumadora de sus propios compatriotas. No lo perdonarán si, como muchos prevén, el intento a concretar sus sueños geopolíticos los condene a soportar años, quizás décadas, de miseria denigrante.
Asimismo, es poco probable que sigan siéndole leales los célebres “oligarcas”, aquellos sujetos que se han enriquecido enormemente merced a sus conexiones con el poder en una cleptocracia basada en el llamado “capitalismo de amigos”. Al tomar medidas destinadas a ocasionarles una multitud de dificultades, los gobiernos occidentales apuestan a que los ayuden a deshacerse de Putin. Si bien los expertos en la Rusia postsoviética advierten que es escasa la posibilidad de que el régimen autocrático del ex-agente de la KCB se desintegre tan fácilmente como algunos optimistas están vaticinando, de cobrar fuerza las versiones de que Putin, obsesionado por las fantasías de pensadores nacionalistas, ha perdido los estribos, de ahí la amenaza de desatar un Armagedón nuclear, no le sería nada sencillo mantenerse en el poder por mucho tiempo.
Dos mujeres que hablan ruso y conocen a Putin desde hace años, la ex secretaria de Estado norteamericana Condoleezza Rice y la ex canciller alemana Angela Merkel, dicen que ha cambiado bastante en los meses últimos, que, sin tener a su lado asesores en los que puede confiar, ya no es el operador gélido y astuto que supo trepar hasta la cima de la resbaladiza pirámide de poder de su país gigantesco, sino un personaje errático, proclive a estallar de furia si sufre un revés. De ser así, es un hombre sumamente peligroso cuya conducta patológica -para algunos, demencial- está brindando a los integrantes de su entorno motivos de sobra para derrocarlo con el pretexto de que es un loco que ha llevado a Rusia a la ruina.
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