Cristina Fernández de Kirchner ha perfeccionado en los últimos meses su rol de custodia de la herencia de los años dorados del kirchnerismo. En su visión, las tres presidencias del período 2003-2015 constituyen la referencia obligada para gobernar el presente. En el pasado se encuentra la clave eterna para organizar la acción política. Cualquier desvío refleja la incapacidad de comprender el ABC del arte de gobernar en clave “nac&pop&progre”.
CFK se ha adueñado de la franquicia local de la marca del “Fin de la historia” que supo hacer famosa Francis Fukuyama a nivel global. Desarrolla su tarea ejerciendo el derecho a veto sobre las elecciones y decisiones de Alberto Fernández. El presidente, quien en los comienzos de la pandemia gozaba del 80% de imagen positiva y era presentado por sus fans en las redes sociales como “Capitán Beto”, no puede obviar ahora la existencia de un rango mayor al suyo. No en la formalidad, pero sí en los hechos. La última prueba de ello la observamos el fin de semana de la renuncia de Martín Guzmán.
Tras las salida de Guzmán del ministerio de economía, presentada quirúrgicamente durante el homenaje de CFK a Juan Domingo Perón en Ensenada, se desataron 36 horas de frenéticas versiones que concluyeron en el nombre de Silvina Batakis para ocupar el quinto piso del Palacio de Hacienda. La elección de la funcionaria fue evaluada a gusto del paladar de la Presidenta del Senado. Pero ella podrá argumentar, en este y otros casos, que la elección fue del primer mandatario. Es su modo de intentar preservarse de una eventual espiralización de la crisis y mantener la ambigüedad respecto del gobierno del cual, curiosamente, forma parte y toma distancia.
Los integrantes del Frente de Todos se manejan por los principios de la influencia anticipada: proceden de acuerdo a lo que creen que Ella desea. Será finalmente, en virtud de los resultados que “la Jefa” dictará su veredicto al respecto. Aunque ya hayan renunciado la mayor parte de los “funcionarios que no funcionan”, Cristina dista de mostrarse satisfecha. Quizás porque es la primera en tener clara conciencia que, más allá de los nombres propios, la crisis de la Argentina requiere cambios sustantivos que, de aplicarse, probarían que la historia nunca termina y que el futuro archiva experiencias y biografías.
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