No se equivoca Alberto Fernández cuando habla de “inflación autoconstruida y psicológica”, aunque sí desvaría al suponer que el más afectado por la enfermedad mental a la que alude es el “pequeño comerciante” que insiste en aumentar los precios de los bienes que vende por si acaso. La verdad es que buena parte de la clase política, sobre todo la conformada por el peronismo, sufre de una variante sumamente virulenta del mal que ha detectado. Por razones que podrían calificarse de estructurales, sus miembros se han acostumbrado a pensar y actuar como si el Gobierno nacional, además de los provinciales y municipales, dispusieran de muchísimo más dinero de lo que dicen los contadores y que es su deber gastarlo.
Señalar que no es así, que convendría entender que la Argentina dista de ser un país rico y que por lo tanto hay que usar la plata con cuidado, les parece insultante, una forma de pensar que es propia de “neoliberales” y otros traidores a las esencias patrias, de ahí la voluntad generalizada de pasar por alto aquellos despreciables límites matemáticos que obsesionan a los “ortodoxos”. El arma principal de tales personajes en la lucha contra la realidad concreta es la maquinita que ponen a toda marcha después de persuadirse de que multiplicar la oferta de dinero no tendrá consecuencias negativas. Desde su punto de vista, el monetarismo es una herejía vil.
Este fenómeno extraño tiene raíces históricas. Hace ya más de un siglo, la Argentina escasamente poblada prosperó como “el granero del mundo”. Andando el tiempo, sus gobernantes se acostumbraron a apropiarse de una tajada de la riqueza así generada en nombre de versiones decimonónicas del desarrollo económico y, sin demasiado entusiasmo, de la justicia social. Desde entonces, dan por descontado que le correspondería al campo subsidiar a la industria incipiente hasta que fuera internacionalmente competitiva -nunca lo sería- y a otras actividades buenas que, en su opinión, contribuirán a la cohesión nacional.
Si bien a esta altura nadie cree en lo de que “una buena cosecha” sería más que suficiente como para solucionar todos los problemas coyunturales que preocupan a los políticos, los sindicalistas y los propagandistas sectoriales, la misma mentalidad persiste. Por cierto, pocos días transcurren sin que algún notable nos asegure que Vaca Muerta, el litio u otro recurso natural servirá para financiar no sólo los programas asistenciales que a su entender merece la población sino también muchos otros emprendimientos que creen deseables y que, bien administrados, podrían catapultar a la Argentina a un lugar de privilegio en la jerarquía mundial.
¿Y el “capital humano”? Desde hace mucho tiempo ha sido indiscutible que las sociedades más ricas dependen muchísimo más de la inteligencia cultivada y aplicada de sus habitantes que de los productos de sus praderas, minas o depósitos petroleros. Suiza, Japón, Alemania, los países escandinavos son naturalmente pobres según las pautas instintivamente reivindicadas por las elites políticas nacionales, pero no lo son porque han sabido aprovechar bien el recurso más valioso de todos: el cerebro humano. Es por tal motivo que hoy en día Apple, Alphabet (dueña de Google), Amazon y sus parientes pesan mucho más que los mastodontes industriales que antes encabezaban las tablas de posiciones empresariales, y que se prevé que en los años próximos el valor relativo de la inteligencia siga aumentando a un ritmo infernal.
Desgraciadamente para muchísima gente, el ala populista de la clase política, y el resto del país, están por recibir un baño gélido de realidad. La hiperinflación está a la vuelta de la esquina. En otras latitudes, una tasa anual del 8,4 por ciento sería considerada tan peligrosa que justificaría un ajuste financiero brutal aun cuando quienes lo ordenan sepan que se vería seguido por una recesión exasperante y políticamente muy costosa.
Aquí, el que en abril la tasa mensual haya alcanzado dicho nivel y que con toda probabilidad sea de dos dígitos en mayo plantea a los kirchneristas un desafío que no están en condiciones de superar. Saben que si hacen lo objetivamente necesario, podrían desatar una rebelión popular de proporciones inmanejables, y que si se niegan a hacerlo correrán el riesgo de enfrentar las elecciones en medio de una conflagración hiperinflacionaria. Por mucho que traten de atribuir lo que ya está ocurriendo a los enemigos de siempre, Mauricio Macri, el Fondo Monetario Internacional y, para algunos, el sistema capitalista que en otras partes del mundo ha reducido drásticamente la pobreza ancestral, no les será nada fácil esquivar la trampa “autoconstruida” que se han tendido.
Como suele suceder en circunstancias como estas, quienes provocaron el desastre están más interesados en su propio futuro personal que en aquel de los demás. Sergio Massa aún no ha abandonado un sueño presidencial que sólo podría concretarse si los candidatos de Juntos por el Cambio se desprestigiaran irremediablemente atacándose los unos a los otros con municiones gruesas, y si Javier Milei cometiera harakiri proponiendo algo tan insólitamente grotesco que hasta sus simpatizantes más fanatizados optaran por darle la espalda. Massa confía en que el activismo frenético que es su especialidad termine convenciendo a la mayoría de que, a pesar del fracaso catastrófico de su gestión como ministro de Economía, sigue siendo el único político capaz de mantener un mínimo de orden.
Por su parte, Alberto reza para que le sea dado emular a Macri sobreviviendo hasta el último día del cuatrienio que le reguló el electorado. ¿Y Cristina? Parecería que quisiera desvincularse por completo del Gobierno que inventó y continuar reinando como la jefa espiritual de lo que quede del kirchnerismo que, huelga decirlo, procurará sabotear los eventuales esfuerzos de quienes lo sucedan en el poder por impedir que el país se hunda definitivamente en la tormenta que le aguarda. Sea como fuere, no sorprendería demasiado que Cristina pronto se viera obligada a elegir entre ser condenada a años de prisión, a lo mejor domiciliaria, y el exilio en un país dispuesto a acogerla que sea reacio a acceder a los pedidos de extradición de políticos extranjeros en apuros.
Para comenzar a recuperarse, la Argentina tendrá que curarse de la enfermedad “psicológica”, mejor dicho, cultural, que fue diagnosticada por Alberto. A menos que se libere de la mentalidad inflacionaria que refleja la propensión congénita de sobrevalorar los recursos materiales y desdeñar los supuestos por la formación educativa de sus habitantes, no habrá posibilidad alguna de que, una vez terminada la fase tumultuosa actual de la eterna crisis económica, logre ser mucho más que una enorme villa miseria con algunos enclaves desarrollados regidos mayormente por corruptos. Mal que les pese a los fascinados por las posibilidades brindadas por el petróleo, el gas natural, el litio y otros minerales, además de los productos agrícolas, concentrarse en ellos sólo serviría para perpetuar el orden corporativo, para no decir parasitario, que a juicio de muchos equivale a la normalidad.
Si la situación actual del país nos ha enseñado algo, es que contar con tales recursos puede ser perjudicial. Creer que en última instancia importan mucho más que la cultura, en el sentido antropológico de la palabra, y actuar en consecuencia, ha llevado a la degeneración de la Argentina en una especie de agujero negro financiero. En las capitales del mundo, a nadie se le ocurre especular en torno a la hipotética irrupción de “la Argentina potencia” de las fantasías peronistas. Antes bien, lo que les preocupa es el impacto internacional que tendría la implosión que algunos ven acercándose. ¿Qué sucederá -se preguntan- si el noventa por ciento de la población cayera por debajo de la línea de pobreza y, después de un breve intervalo de gobierno reformista, surgiera una dictadura alocadamente populista que intentara aislarse del resto del planeta para vivir exclusivamente de lo suyo?
Mirando este espectáculo nada edificante están los norteamericanos y, claro está, los chinos que están más que dispuestos a sacar provecho de las dificultades ajenas para expandir su creciente imperio político-comercial. Aunque la rivalidad entre la superpotencia reinante y la resuelta a destronarla ofrece oportunidades a países como la Argentina que precisan ayuda, el que, a pesar de sus muchos problemas, Estados Unidos sea una democracia y China una dictadura férrea, habituada a pisotear los derechos humanos de quienes se animan a disentir con el relato oficial y que apenas simula sentir respeto por quienes no comparten sus propias tradiciones culturales, debería incidir en las decisiones de los encargados de la política exterior nacional. Con todo, si hay algo procedente de China que valdría la pena importar, es su modalidad educativa que es mucho más meritocrática que la norteamericana y que ha hecho un aporte fundamental al ultrarrápido desarrollo económico que, en un lapso muy breve, ha cambiado por completo el mapa geopolítico del mundo. Si la cultura popular argentina incorporara actitudes similares a las prevalentes en China cuando de la educación se trata, el país podría salir muy pronto del pozo en que se ha caído. Caso contrario, el futuro será negro.
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