Luego de los festejos mundialistas, leía a Gabriel J. Zanotti referirse a nuestra “kilombeidad” de un modo positivo. Decía, en mi opinión con acierto, que este modo de ser nos salva de ser nazis. Se podría agregar que nos permite ser creativos. Por otra parte, en los ámbitos laborales, no es raro escuchar lo difícil que es tener empleados, o con más precisión, dejarse conducir o liderar. La obediencia no es lo nuestro, porque -en parte- siempre nos creemos mejores que nuestro jefe o lo envidiamos; tal es así que lo bueno y lo malo que hemos gestado colectivamente pareciera que no surge del acatamiento.
Por otra parte, ganar el Mundial de Futbol hizo emerger notas a borbotones invitando a imitar en la empresa las virtudes de Messi y los esfuerzos de Scaloni. Esta catarata de notas me impulsa a proponer tres preguntas o reflexiones.
La primera, ¿por qué Messi “atravesó a cada uno de los argentinos”? según dijo con emoción la periodista Sofía Martínez. Messi encarna el deseo colectivo argentino: ser el mejor, ser mejor que los otros, pero por aclamación, no porque solamente se la cree; y encima familiero y amiguero. Cuando me refiero al deseo colectivo, me refiero a un motor profundo, identitario, no totalmente consciente, difícil de conceptualizar, que en las redes sociales emerge en la frase “Argentina, no lo entenderías”. En este sentido, Messi ya había sido concebido desde siempre bajo efectos de ese Eros argentino y en un eterno adviento, ya nos atravesaba como idea ejemplar, como èlan vital; el pequeño león solo vino a encarnarlo, a hacerlo realidad -qué más se puede pedir para festejar.
La segunda, ¿necesitamos esa pasión messy (desordenada) para la vida política? Entiendo por vida en la polis, no solo votar en las elecciones, sino formar parte activa del tejido social.
Aunque el fenómeno del futbol pueda ser capitalizado políticamente, la vida ciudadana poco y nada se parece al fútbol -y no solamente porque en la cancha son 22 los que juegan y 80 mil los que miran. Repasemos dos imágenes -extremas- de los festejos: la mujer desnuda cerca del Obelisco y los dos que se dejaron caer del puente sobre el ómnibus de la selección. Eros y Tanatos, pasión y muerte; “estamos destinados a sufrir” dijeron varios de los jugadores. El futbol y su afición están más cerca de la montaña rusa del enamorado que de la vida política; más cerca del arte, que de la producción; más cerca del Carnaval, que de la Cuaresma; más cerca del morir -con o sin gloria- que de la vida cotidiana; más cerca del deseo de abandonar la lucha por la vida, que, de construir, a veces en el desierto, organizados, objetivos comunes.
La tercera pregunta es acerca de esa gran juntada que se ha visto en los festejos del campeonato mundial ¿es la arcilla apropiada para moldear un acuerdo nacional y salir de la anarquía efectiva? No está de más recordar que los juegos, desde tiempos inmemoriales, han tenido para el ser humano un carácter sagrado. Desde siempre, fueron considerados un espacio separado, un tiempo suspendido, extraordinario, en donde se activa todo un mundo simbólico que replica la batalla contra los poderes de la muerte, los enemigos y el enfrentamiento de hostilidades imprevistas diversas. Por ello, tiene cierta razonabilidad antropológica, que todo se detenga en el Mundial, para que el juego sagrado nos diga, cual oráculo, una vez más, si somo capaces de renacer o al menos de seguir viviendo. Y por la misma razón sagrada, lo que ocurre allí – como “qatarsis”- no puede aplicarse así, sin más, a los trabajos y los días, al tiempo ordinario.
Messi conjura los deseos de “las dos ciudades” argentinas, la que festeja el feriado y la que lo detracta; conjuga eros, pasión y sufrimiento de muerte, pero también resultados, logros y reconocimiento universal; Zion y Matrix. Sin embargo, contagiarnos mutuamente en ese deseo que nos identifica, no nos convierte en Messi ni en la Scaloneta, ni en un cuerpo social.
Aunque muchos padezcamos el “síndrome de genio no reconocido” y creamos que no hay meritocracia para cada una de nuestras genialidades, no lo somos -o al menos no nos aclaman.
Nos falta poder crear más organizaciones intermedias (productivas, culturales, etc.) que tejan lo social, no para juntarse, sino para coordinar con otros, articular con otros, lograr con otros y encontrar allí algo de la necesitada estima social; allí donde probablemente, trabajen más que unos 22 genios y no haya una hinchada alentándote, pero que valora en diversos sentidos el aporte de tus capacidades a ese pequeño gran bien común.
por María Marta Preziosa
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