A nadie se le ocurriría negar que Alberto Fernández sea el presidente legítimo de la República. A veces, trata de comportarse como tal, pero sucede que para casi todos es sólo un actor menor del elenco oficial que, lo mismo que una precursora, Isabelita, con la que tiene bastante en común, ejerce menos influencia real que algunos personajes que lo rodean. Le falta lo que los romanos llamaban “gravitas”.
¿Y Cristina? Puesto que últimamente se ha reducido el poder notable que antes tenía, ella tampoco posee el aura de autoridad que suele necesitar un mandatario de verdad. Asimismo, aunque la situación de Sergio Massa es otra, el ambicioso aliado circunstancial de los Fernández que procuró erigirse en el hombre fuerte de un gobierno que corría peligro de desintegrarse está perdiendo peso político a una velocidad desconcertante. En cuanto a los demás miembros del seleccionado gobernante, Axel Kiciloff, Máximo Kirchner, Wado de Pedro, Juan Manzur y compañía, son figuras secundarias que de presidenciables no tienen nada.
A primera vista, la oposición sí cuenta con un superávit de presidenciables. Además de los más firmemente instalados, Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich, están Mauricio Macri, Elisa Carrió, Facundo Manes, Gerardo Morales, Martín Lousteau y una larga etcétera que sigue creciendo.
Mientras que los de Juntos por el Cambio operan en el mismo ecosistema que sus adversarios, para no decir enemigos, del Frente de Todos, se ven amenazados por el ultra Javier Milei que es más opositor aún, ya que jura estar resuelto a destruir por completo el orden político existente por creerlo el reducto de una “casta” execrable. El libertario feroz ha hecho suyo el grito de “que se vayan todos” que se popularizó brevemente al desplomarse la convertibilidad, el desastre descomunal que preparó el terreno para la multifacética crisis actual. Después de mantener un perfil bajo hasta que la tormenta amainara, “todos” regresarían; como dijo Talleyrand de los Borbones, no aprendieron ni olvidaron nada de lo que les había sucedido.
¿Será capaz de restaurar la autoridad presidencial el eventual ganador de las elecciones que están programadas para octubre? No se trata de un detalle menor. A menos que lo logre, la Argentina seguirá rodando cuesta abajo. Si bien nadie quisiera que el país sea gobernado por un personaje que, como el francés Emmanuel Macron, se imagine un líder “jupiteriano” por encima de los mortales comunes, es necesario que merezca ser tratado con respeto.
Sería difícil exagerar el daño que está haciendo al país la tragicomedia protagonizada por Alberto, un hombre que en opinión de muchos carece de principios y que, cuando no está inaugurando nuevamente una plazoleta o festejando la pavimentación de una calle en el conurbano, dice creer que la inflación es un fenómeno psicológico, que la economía nacional está expandiéndose a un ritmo que motiva la envidia de todos los demás países con la posible excepción de China, que es tan llamativa la prosperidad que la gente hace cola durante horas en los restaurantes más frecuentados.
Parecería que Alberto se aferra a la esperanza de que, dentro de poco, la ciudadanía se despierte y que, al darse cuenta de que la crisis terrible de que tanto se habla sólo fue una pesadilla, opte por permitirle continuar ocupando la Casa Rosada. Es un lindo sueño pero, desgraciadamente para él, y para el país, no es más que una fantasía.
El que tantos miembros de Juntos por el Cambio crean estar en condiciones de gobernar con solvencia una nación tan complicada como la Argentina es de por sí preocupante. A menos que la coalición sea una cantera inagotable de talentos políticos no reconocidos, la proliferación de precandidatos hace sospechar que la mayoría subestima groseramente la magnitud de la tarea que le aguardará a quien resulte elegido. No sólo tendrá que tomar muchas decisiones sumamente difíciles que serán criticadas brutalmente por los perjudicados, sino también convencer al grueso de la población de que comprenda plenamente la situación en que el país se encuentra y que las medidas que quiere aplicar sean las más apropiadas.
Aun cuando haya un consenso en el sentido de que ha fracasado “el modelo” corporativista al cual virtualmente todos se han acostumbrado y que por lo tanto hay que reemplazarlo por otro que sea compatible con el desarrollo económico y la búsqueda de un grado mayor de justicia social, no hay ningún acuerdo sobre lo que sería necesario sacrificar para que las reformas propuestas tengan consecuencias positivas.
Mucho dependerá del clima en que se diputen las internas que en los meses venideros mantendrán plenamente ocupados a los miembros de Juntos por el Cambio. Si demasiados caen en la tentación de desacreditar a sus contrincantes cubriéndolos de insultos, sólo conseguirán desprestigiar al hombre o mujer que salga triunfante de la lucha. Puede que, como es habitual en el mundo político, los participantes nos pidan olvidar las barbaridades que algunos habrán pronunciado cuando competían pero, en vista de que hoy en día todo cuanto se dice queda registrado y podría difundirse universalmente en cualquier momento, les convendría cuidarse.
Si bien el caso de Alberto es extremo, la abundancia de videos en que, después de dejar el gobierno kirchnerista, se ensañó con Cristina, tratándola como una lunática corrupta, “cínicamente delirante”, efectivamente garantizó que su llegada al poder luego de “reconciliarse” con la entonces ex presidenta sería considerada farsesca desde el vamos y que su propia gestión nacería deforme.
Felizmente para Juntos por el Cambio, la temporada de primarias ha comenzado de manera bastante tranquila. A pesar de los esfuerzos de los dirigentes nacionales de la UCR y el PRO por subrayar su importancia, la elección interna que se celebró en La Pampa transcurrió sin episodios ingratos. Aunque se impuso el precandidato radical, uno podría decir que el auténtico ganador fue el ausentismo; apenas el 13% de los habilitados se presentó para votar, lo que se habrá debido en parte al calor sofocante que imperaba en todo el país y en parte a la sensación de que lo que estaba en juego interesaba sólo a quienes viven de la política.
Como el resultado de la contienda pampeana acaba de recordarnos, al PRO le sigue siendo difícil implantarse fuera de la Capital Federal. A diferencia del radicalismo que, cuando de conseguir cargos se trata, se ve beneficiado por una cantidad impresionante de correligionarios genéticos desparramados por todo el territorio nacional, es a ojos de muchos una agrupación novedosa y por lo tanto ajena. En una época en que la vieja política, cuando no la política misma, motiva el repudio de sectores amplios, tal imagen debería de serle ventajosa, pero la verdad es que lo perjudica en la batalla interna que está librando contra su socio principal en que las lealtades partidarias a menudo inciden mucho más que las preferencias ideológicas. Después de todo, hay radicales como Alfredo Cornejo -el que, a juzgar por lo que dice acerca de los “parásitos que no trabajan” representados por el kirchnerismo- que es tan duro como cualquier halcón de PRO, mientras que, por su voluntad de congraciarse con todos, Rodríguez Larreta podría militar sin problemas en el ala más sensiblera de la UCR.
Puesto que aún queden más de ocho meses hasta que, por fin, el país pueda salir de la prolongada modorra política que le ha supuesto la imposibilidad de sacarse de encima a un gobierno prematuramente agotado y sin ideas que, para justificar su existencia, ha hecho de la búsqueda de impunidad para Cristina su única razón de ser, mucho puede cambiar en el tiempo que nos separa de las elecciones. La estrategia socioeconómica elegida por el próximo gobierno dependerá más de las circunstancias imperantes en los últimos días del año que de las posturas actualmente asumidas por los aspirantes a encabezarlo. Si antes de las elecciones, o poco después, todo se derrumba, no tendrá más alternativa que la de emprender una serie de cambios drásticos, pero si la economía no sufre un colapso parecido a tantos que han marcado a fuego la historia del país, podría intentar una nueva versión del gradualismo.
Macri no es el único que atribuye su derrota en el 2019 a su voluntad inicial a apostar a que su presencia en la Casa Rosada provocaría un tsunami de inversiones. Cree haber aprendido de dicho error y, de optar por postularse para un “segundo tiempo”, a buen seguro se afirmaría dispuesto a tomar enseguida medidas antipáticas que, con suerte, brindarían frutos antes de acercarse al fin su hipotética gestión. ¿Le convendría a él o, lo que es mucho más importante, al país que probara suerte nuevamente? Quienes lo dudan señalan que, además de superar a los otros precandidatos del espacio que tanto contribuyó a crear, Macri tendría que luchar contra los muchos que no lo quieren por motivos que tienen menos que ver con lo que hizo en el poder que con su apellido, o sea, con la reputación de su padre. Desde el punto de vista de éstos, sería mejor que se conformara con el rol de estadista emérito que le corresponde por haber sido uno de los muy pocos políticos -otros serían Juan Domingo Perón e Hipólito Yrigoyen- que supieron articular un partido de gobierno capaz de sobrevivirles.
por Por James Neilson
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