No deseamos algo porque lo juzgamos bueno, sino que lo juzgamos bueno porque lo deseamos”, escribió Baruch Spinoza. La lucidez de aquel filósofo, tan inmensa como la soledad que le impuso su expulsión del judaísmo, abre una ventana hacia ciertas adhesiones políticas fanatizadas, a pesar de lo que resulta evidente. Se trata siempre de adhesiones a líderes personalistas, que resisten las evidencias merced a la negación de lo que está a la vista.
Líderes que exhiben turbulentos desequilibrios o que acumulan causas judiciales por corrupción, son venerados por multitudes dispuestas a considerar que las críticas y las denuncias son parte de una conspiración. No importa cuán a contramano del sentido común estén esas teorías conspirativas. Por delirantes que sean, siempre logran el blindaje en el razonamiento de quienes veneran liderazgos personalistas.
Donald Trump llama “cacería de brujas” a lo que líderes latinoamericanos, también acosados por causas judiciales, llaman “lowfare”. Por cierto, hay casos de verdaderas “cacerías de brujas” o “lawfare”, pero todos los líderes procesados por corrupción usan el mismo argumento. Y todas las feligresías políticas, de izquierda y derecha, creen en esas argumentaciones con la misma fe de los creyentes en los dogmas teológicos.
El magnate neoyorquino acumula causas y condenas judiciales por delitos de índole empresarial, política y sexual.
Pero sus seguidores siguen creyendo en su devaluada palabra. Creen que todas las denuncias son patrañas del “establishment político” (por estas latitudes llamado “casta”) para sacarlo de juego, precisamente, porque él “ha llegado para cambiar todo y devolverle a la gente el poder que le quitaron” el sistema representativo y los medios de comunicación.
No se detienen a pensar, o ignoran, que muchos líderes populistas de la izquierda latinoamericana con causas por corrupción, usan el mismo relato para victimizarse. Y son pocos los casos en que de verdad hay persecución jurídica con fines políticos. En la mayoría, como ocurre con Trump, lo que hay es corrupción y trapisondas políticas para conquistar, acumular o retener indebidamente el poder.
Baruch Spinoza, el filósofo que en el siglo XVII explicó la ética recurriendo a la geometría, explicaría a los obstinados trumpistas que ellos no “desean” creer en Trump porque lo “juzgan bueno”, sino que lo juzgan bueno porque desean creer en él. Y desean eso porque quieren un líder germánicamente blanco, inmensamente rico y oscuramente conservador. Un líder que, igual que ellos, siente y expresa un supremacismo racial y religioso.
Ahora, el ex presidente ha sumado la imputación que podría derivar en acusación de “traición a la patria”. Un tribunal de Miami investiga por qué se llevó a su casa más de cien documentos rotulados como “secret” y “top secret” y esta nueva imputación fortalece el increíble récord de causas judiciales que lo separa del resto de los presidentes que tuvo Estados Unidos, desde George Washington hasta la fecha. Pero el horizonte que abre es aún más inquietante.
Sucede que el juicio por la sustracción de documentos podría remitir a una investigación, que quedó a mitad de camino, sobre el vínculo entre Trump y la injerencia rusa en el proceso electoral que lo convirtió en presidente. La enésima causa en su contra comenzó con otro acontecimiento sin antecedentes en la historia norteamericana: el allanamiento que efectuó el FBI en Mar-a-Lago, su mansión en Florida.
Jamás había sido allanada la casa de un ex presidente, pero lo que hallaron es más sorprendente todavía: un centenar de documentos clasificados que el líder conservador había sacado de la Casa Blanca y no había devuelto.
Documentos con información sobre los arsenales nucleares de Estados Unidos y de algunos aliados cruciales, no pueden salir de la Casa Blanca sin medidas extraordinarias de seguridad. Trump aseguró que los había “desclasificado”, pero sus abogados no se atrevieron a asegurar lo mismo.
No es el primer mandatario que saca documentos de ese tipo, pero si el primero que se niega a devolverlos. Las sospechas que surgen del hallazgo podrían conducir hacia la investigación que inició en el 2017 Robert Mueller.
Ese ex director del FBI fue designado “fiscal especial” para investigar la injerencia de Moscú en el proceso electoral del 2016, atacando la campaña de Hillary Clinton con escuadrones de hackers y batallones de trolls. Aquellas pesquisas de Mueller comprobaron vínculos entre el entorno del magnate neoyorquino y representantes del dispositivo armado por el Kremlin para ayudarlo a vencer a Clinton.
Lo que no pudo obtener el fiscal especial fueron pruebas de que el propio Trump supiera de esos contactos o de que los hubiese ordenado. Que pueda inferirse no significa que pueda probarse. Aún así, probada la injerencia rusa y probados los contactos con el entorno del entonces candidato republicano, al crecimiento de la sospecha sobre Trump no lo podía detener el tecnicismo que faltó cumplimentar para sentarlo en el banquillo de los acusados.
¿Por qué los documentos secretos que Trump se había llevado de la Casa Blanca podrían tener conexión con el caso investigado por Robert Mueller? Porque algunas de las carpetas poseen información militar estratégica y otras cuestiones cruciales para el sistema de seguridad.
Una posible explicación de que el entonces presidente se interesara tanto por esos temas como para llevarse las carpetas a su casa, podría pasar por el vínculo oscuro que lo liga al líder extranjero que interfirió en aquellas elecciones, para ayudarlo a llegar a la Casa Blanca: Vladimir Putin.
Concretamente, en el proceso podría surgir la sospecha de que Trump robó secretos de Estado para entregarlo al jefe del Kremlin, como pago político o porque, por otras oscuras razones, Putin lo tiene bajo su control.
De hecho, a partir de la invasión de Ucrania, todo lo que había hecho Trump para debilitar la OTAN y también el histórico vínculo Washington-Europa, muestra funcionalidad a los designios del presidente ruso.
Desde el origen de Estados Unidos existe el miedo obsesivo a que gobierne alguien controlado por otra potencia o por algún poder oscuro. Lo mostró en el siglo XVIII Alexander Hamilton en The Federalist y también lo hizo Richard Condon en “The manchurian candidate”, la novela sobre la llegada a la presidencia de un veterano de la guerra de Corea al que los soviéticos habían capturado y lavado el cerebro, convirtiéndolo en agente de Moscú.
La nueva imputación puede reflotar aquel fantasma que sobrevoló Washington cuando Trump ocupaba el Despacho Oval.
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