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POLíTICA | 25-09-2020 00:01

Argentina en crisis: el país del apriete

A falta de consensos se impone la fuerza. Toma de tierras, vecinos que impiden una prisión domiciliaria, y la paritaria armada de la Bonaerense. Las insólitas batallas del Gobierno.

Si bien en cuestión de movilizaciones siempre entra en cuenta la subjetividad a la hora de hacer los números, casi todos están de acuerdo en que no eran demasiados. Un centenar o un poco más a lo sumo. Sin embargo, tenían rodeada a la máxima autoridad política y la situación amagaba con desmadrarse. Había gritos, amenazas al aire, y una muchedumbre que exigía respuestas. O se les daba lo que pedían o iban a saber lo que era bueno. Los intermediarios del poder que intentaron calmar los ánimos fueron rechazados en varias oportunidades, y se notaba que aquello estaba lejos de ser una negociación.

Y ahí, en el 25 de mayo de 1810 que lo parió, se empezó a gestar esa pandemia social que hoy tiene atrapado a todo el país y que en los últimos días tuvo un brote más que preocupante, con lamentables escenas de la Policía Bonaerense rodeando la Quinta de Olivos y poniendo en apuros a la salud de la democracia. Nadie que viva en el país lo ignora: en Argentina la manera más efectiva de lograr resultados es con el apriete.

Esta realidad hoy la sufre el Gobierno, muchos de cuyos miembros -como gran parte de la política- ejercieron en otro momento estos métodos no tradicionales de presión. La asonada de la Bonaerense, que tomó por sorpresa al que se suponía superministro Sergio Berni y al gobernador Axel Kicillof, desnudó la efectividad de la prepotencia movilizada -y armada- y la fragilidad del oficialismo: algunas horas después de los primeros bocinazos del lunes 7, el Ejecutivo provincial entregó un aumento del 30 por ciento, y dos días después el oficialismo decidió resolver la disputa quitándole de prepo un punto de coparticipación a la Ciudad, como un adolescente que hace bullying y le roba el almuerzo a un compañero más chico en el patio.

El último incidente se suma a una larga lista de bravuconadas varias -las sucesivas tomas de tierras, la escándalosa última sesión en Diputados, el seguimiento a políticos y periodistas por parte de la Inteligencia y algunos miembros del macrismo, por nombrar unos casos- que, más allá de que algunas puedan estar justificadas, ponen de relieve lo intrincada que está esta práctica en el ADN nacional. Encima, el efecto dominó de la violencia que desató el levantamiento policial preocupa, mientras que en el caso Facundo Castro la participación o no de la fuerza todavía está por determinarse. Es una película de terror de final incierto.

Bienvenido a la jungla. Cuando a Daniel Scioli le piden que elija el peor momento en toda su carrera política, el ex gobernador no duda: “Fue la revuelta policial de 2013”, repite siempre ante las consultas, recordando el levantamiento de aquel año que terminó con más de una docena de muertos y policías condenados, y que puso al motonauta contra el filo del precipicio. Si Kicillof escuchara más los consejos del peronismo quizás habría tenido en cuenta esta peligrosa lección.

Sin embargo, los policías sublevados hoy juran que el fenomenal apriete con el que sometieron al gobierno provincial y al nacional fue algo que quisieron evitar a toda costa. Esteban Arrimada, líder del Movimiento Policial Democrático -una de las tres grandes agrupaciones que representan a efectivos de la Bonaerense-, le dice a NOTICIAS que en varias oportunidades le pidieron una audiencia a Sergio Berni y que jamás los recibieron ni les contestaron. Luis Tonil, presidente de la Defensoría Policial -la que más efectivos reúne-, también coincide con Arrimada. “Hace veinte días que venía habiendo un gran malestar en la institución, y el ministro, en lugar de atenderlo, lo minimizó pensando que iba a ser una convocatoria menor o que no iba a escalar”, le dice a este medio. La lógica que subyace es clara: dicen que, apurados por magros sueldos y por las condiciones que agravó la pandemia -la fuerza tiene 7000 contagiados y doce efectivos muertos por Covid- no les quedó otro camino más que el que tomaron, el de la amenaza.

La caida. ¿Qué falló entonces? Los que patean el ministerio de Seguridad provincial enarbolan varias explicaciones. La primera, dicen, es que Berni, que suele estar muy cómodo en los estudios de televisión, no supo o no quiso armar un buen equipo de trabajo con la Policía. No cambió ni a un solo miembro de la cúpula de la Bonaerense cuando llegó, y el único que se fue, el otrora jefe de esa fuerza, Fabián Perroni, lo hizo porque declinó la invitación del médico militar de seguir en su cargo y presentó la renuncia. O sea, no se rodeó de interlocutores de su confianza que tengan diálogo con los policías de a pie. También aducen que, entre que Berni se pasa el día participando en operativos y entrevistas, literalmente no pisa el edificio del ministerio desde hace semanas y que por lo tanto desconocía la profundidad de la crisis. “Imagináte a Daniel Gollán (ndR: el ministro de Salud bonaerense) operando en una cirugía o atendiendo en un consultorio. Un ministro, en este caso de Seguridad, tiene que trabajar para las 135 localidades, las más de 2000 dependencias policiales y sus 93.500 efectivos, y eso no se puede hacer participando todo el día en operativos en el conurbano”, dice Arrimada.

Además, en este lío Berni perdió el respeto del único policía que con el que tenía un estrecho vínculo: Daniel García, el jefe de la Policía Bonaerense que es hermano de Marcelo, uno de los dueños de Canal 26. Al hombre lo empujaron a salir a la calle a una insólita asamblea con sus subordinados, y ahí mismo la cadena de mando se rompió en mil pedazos: recibió gritos y abucheos, al punto tal que en la madrugada del martes 8 le presentó la renuncia a Berni, aunque lo convencieron de continuar. Al menos por ahora, pero el comisario general -aunque jamás lo admitiría en público- está que arde de bronca con el ministro: cerca suyo cuenta que siente que lo dejaron expuesto -mientras que Berni jamás puso la cara con los policías- y que sería apropiado, para su futuro y para el de la Provincia, que el hombre preferido de CFK en materia de Seguridad se pasara menos tiempo dedicado a los spots y a la rosca política.

Sin embargo, y sobre todo en el peronismo, la responsabilidad siempre cae sobre los líderes. “Yo no sé de política pero sé de conducción”, decía Perón, y en este caso esa máxima histórica del General volvió a aplicar. La gota que colmó el vaso de la Bonaerense fue el anuncio del “Plan Centinela” que hizo el Presidente, junto con su ministra Sabina Frederic, Kicillof y Berni, el viernes 4 de septiembre.

El problema evidencia la profunda distancia que empieza a observarse entre algunas áreas del Gobierno y la realidad: mientras que el grueso de los efectivos rasos venían reclamando demoras de hasta siete meses en el pago, y pedían que el Estado se hiciera cargo de pagarles elementos tán básicos como los barbijos y el alcohol en gel -que hoy los efectivos lo ponen de su bolsillo-, el oficialismo anunció que iba a destinar 10 mil millones de pesos para contratar nuevos polícias, crear doce unidades carcelarias nuevas y desplegar 4.000 mil efectivos de las fuerzas federales en el Conurbano.

La bronca es evidente: personas que cobran apenas poco más de $ 30 mil -casi todos los ingresos extras, como el trabajo en partidos de fútbol, se cortaron por la pandemia-, y que arriesgan su vida todos los días ven como no solo no les cumplen sus demandas sino que el Gobierno destina un dineral para temas que no eran los que ellos condiseraban de resolución indispensable.

Cuidado, no tocar. El pifie en el enfoque hacia las urgencias en la seguridad fue un clásico ejemplo de lo que en política se conoce como un error no forzado. Quizá sea por esto que el Presidente decidió embarcarse en una guerra con la oposición, al quitarle un punto de coparticipación a la Ciudad, para tapar el conflicto con la Bonaerense. Esa más que arriesgada decisión evidencia dos cosas. La primera es la absoluta fragilidad en la que quedó el gobierno de Kicillof, motivo por el cual en Olivos hervían de bronca contra Berni, el ministro al cual el Gobierno nacional no duda en cargarle la culpa de la mala administración del entuerto. “Es un payaso mediático que sabe de show y nada más, y eso ahora se nota”, decían muy cerca del Presidente, que ya hace rato se cansó del cirujano. Sin embargo, en términos institucionales el problema más grave es el de Kicillof: a las horas del primer levantamiento del lunes 7, el gobernador ofreció un 30 por ciento de aumento, y luego tuvo que seguir cediendo hasta entregar un básico de $ 44 mil.

El apuro en replegarse ante la protesta, que incluso llegó hasta la residencia del gobernador en donde vive su familia, lo deja en offside: los médicos y trabajadores estatales -15 sindicatos al cierre de esta edición- ya salieron a pedir un aumento correspondiente al de la policía. ¿Por qué a unos trabajadores que también son esenciales no les irían a aumentar como a la policía? ¿Porque ellos no tienen un arma en la cintura? Si la respuesta fuera afirmativa, dejaría implícito que el poder en Buenos Aires no está en la gobernación de la Plata sino en cada comisaría.

Además, también se sumaron al pedido de aumento las policías de provincias como Santa Fe y Misiones. La rápidez en cerrar el conflicto de Kicillof y Berni terminó metiendo en un berenjenal a toda la administración nacional. “Arrugaron como bandonéon frente a la maldita Bonaerense”, lo resumió Gabriel Solano, el legislador porteño del FIT.

El otro tema que queda claro es que el apretado puede convertirse rápidamente en el apretador. Sin notificar previamente a los intendentes de la oposición que se sumaron a la conferencia de prensa -y que masticaban bronca a la salida de Olivos-, Fernández anunció el recorte a la Ciudad para destinarlo a la Bonaerense. Es insólito lo que logró la paritaria armada de la Policía, que implica el fin de la cordialidad entre Larreta y Alberto y el comienzo de una guerra política y judicial que, además, va a fortalecer al ala dura de Cambiemos. Peligrosa decisión.

Relatos salvajes. Pero el motín de la Bonaerense y la cachetada política de Fernández a la Ciudad son solo los últimos capítulos de una triste película de vieja data. Otros episodios fueron el que sufrió Lázaro Báez -en los papeles, en condiciones de regresar a su hogar- cuando no pudo entrar a su country porque los vecinos lo decidieron así y se rebelaron en la entrada, la decisión “separatista” de Tandil de abandonar el sistema de fases e implantar su propio control sanitario, o las casi dos semanas que lleva frenado el ramal Mitre-Tigre por una toma de tierras -que se suma a las 315 que ya ocurrieron este año, según aseguró Berni-, entre otras denuncias de aprietes que se suceden en el mundo periodístico, político y judicial.

“Argentina es un país que se gobierna con prepotencia demográfica”, supo decir en algún momento Eduardo Duhalde, el hombre que hace apenas dos vaticinó un golpe y luego se desdijo. Más allá de que la frase de la prepotencia se refería al control de los votos del Conurbano, su máxima da en el clavo: en este país parece que las cosas se logran “a lo guapo”. La cultura del apriete no se mancha.

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Juan Luis González

Juan Luis González

Periodista de política.

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