Thursday 12 de September, 2024

POLíTICA | 21-08-2024 12:20

Exclusivo: los secretos de Astiz desde la cárcel

Diputados de LLA visitaron a represores en Ezeiza. Trastienda del encuentro y el proyecto de ley. Los días del represor en la prisión.

En 21 años pueden pasar muchas cosas. Episodios que quedaron en la historia duraron mucho menos: es casi cuatro veces lo que se extendió la Segunda Guerra Mundial, más del doble de lo que se sostuvo la República de Weimar o tres veces lo que le llevó a Los Beatles publicar toda su discografía. 21 años es una vida entera.

Ese es el tiempo que lleva preso Alfredo Astiz. 8000 días detenido pueden afectar de varias maneras a una persona, incluso a una que tiene como el logro más destacado de su biografía haberse infiltrado en un grupo de madres que buscaban a sus hijos para secuestrarlas en el centro clandestino más famoso de este país.

En el caso del “Ángel de la muerte”, todo ese lapso privado de su libertad tuvo un efecto bien claro: la profunda convicción de que se va a morir dentro de una cárcel, la falta absoluta de cualquier esperanza de libertad y la certeza de que no necesita más aprobación sobre sus actos que la de él mismo.

Astiz

Astiz no espera ningún perdón de nadie. No lo quiere: en el juicio que en el 2011 lo condenó a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad renunció a su derecho de ejercer su defensa. El tiempo no lo hizo cambiar de opinión. Por eso es que a la reunión con los diputados libertarios fue uno de los últimos en llegar.

Agarró una silla de plástico, en ese salón de visitas que tiene el pabellón 8 del penal de Ezeiza que parece un viejo club de barrio venido a menos, y la acomodó en uno de los rincones de la mesa. La desconfianza a la política la tiene grabada en las venas, y el ciclo de Javier Milei no es una excepción: si bien durante unos brevísimos días creyó haber visto en el libertario algo distinto, fue una ilusión bien pasajera. Aquel 11 de julio no iba a ser diferente.

“Mirá, fijate cómo arranca”, le dijo Astiz, por lo bajo, al represor que tenía sentado al lado. En esos pasillos el hombre que ante las Madres se hacía pasar por el hermano de un desaparecido es muy escuchado en las raras ocasiones en que abre la boca. Ahí es “el Capitán”, una figura que inspira cierta reverencia en sus compañeros de celda y también en los guardiacárceles: una leyenda negra sigue siendo, al final del día, una leyenda.

Montenegro

Astiz se mofaba del brío con el que había comenzado el diputado Guillermo Montenegro. Otrora íntimo de Victoria Villarruel, este legislador llevaba la voz cantante, a pesar de que la reunión la había impulsado su compañero de bloque Beltrán Benedit. “Este es el momento de actuar, llegó la hora de terminar con esta injusticia, la Patria debería estar agradecida con ustedes, por eso venimos acá a decírselos en la cara”, decía Montenegro, que parecía con la fuerza suficiente como para ir a recuperar las Islas Malvinas. “El Capitán” miraba el techo y suspiraba.

Era una danza que conocía bien. Unos años atrás un famoso juez federal lo había ido a ver para hacerle el mismo canto de sirena, pero no había pasado absolutamente nada. Ninguno de sus compañeros de detención estaba en esa sintonía. Todo lo contrario. Los otros 14 represores que participaron del encuentro se mostraban visiblemente emocionados por recibir por primera vez en décadas a un destacamento de seis diputados nacionales.

Absolutamente todos se habían presentado antes de que Montenegro empezara a hablar, parándose de sus asientos, dando su nombre y rango, haciendo largos discursos que en algunos casos terminaron en lágrimas. El represor Raúl Guglielminetti incluso terminó su alocución dejando arriba de la mesa un texto de puño y letra en el que imaginaba un proyecto de ley para garantizarles la prisión domiciliaria, idea que también estaba en la cabeza de los diputados que armaron el cónclave.

Astiz

El único que se limitó sólo a decir cómo se llamaba fue Astiz. “Estaba callado pero te miraba fijo con esos ojos azules, como si te estuviera analizando. Era intimidante”, coincidieron luego dos de las diputadas presentes. Cuarenta minutos después de haber arrancado, Montenegro se dio por satisfecho. Sus últimas palabras fueron menos alentadoras, aunque no pudo evitar derramar unas lágrimas.

“Pero saben que ahora estamos en minoría, no somos muchos, y el tema tampoco es que está en agenda. Pero ya va a llegar la hora”. Astiz aprovechó el titubeo para volver sobre su compañero de banco. “¿Viste?”. No fue lo único que le molestó de esa reunión. En un momento de la charla, la diputada Alida Ferreyra, del otro lado de la mesa y sin pedir permiso, sacó su celular y empezó a hacer fotos.

A este hombre que viene de la alta alcurnia marplatense y quien siempre se jactó de cumplir el protocolo de esas clases acomodadas, esa imagen de arrebato le pareció que carecía de sutileza. Si a Astiz le pusieran el suero de la verdad diría que, antes que todo, los legisladores de La Libertad Avanza no están a su altura.

Astiz

Quizá por todo esto fue que para la foto de familia se ubicó bien al fondo de todo, casi escondido. Quizá, simplemente, no quería regalarle a sus enemigos una imagen suya encerrado, sin ese pelo rubio que lo hizo tan conocido y que ahora está cruzado con el color del polvo. O tal vez no le dio tanta trascendencia.

Astiz no espera nada del mundo exterior, aunque tal vez aguarde un mimo de la historia en un futuro lejano. Es que en su celda, y en su cabeza, él sigue pensando que no tiene nada de lo que arrepentirse. Y esa es la única foto que le interesa: la que se sacó a sí mismo.

El Ángel

Adriana Clemente tenía 19 años y estaba embarazada cuando la secuestraron y la llevaron a la ESMA. En uno de esos días en el infierno vio de lejos a Astiz, y le llamó la atención. “¿Quién es? No tiene pinta de represor”, dijo Clemente, palabras que repitió luego en el juicio que condenó al marino. La respuesta le llegó de otro detenido. “Ese es uno de los peores”.

Astiz

Hay varias razones que explican por qué cuarenta años después este apellido sigue siendo tan resonante, y que le dan sentido a que cuando se habla en los medios y en las redes de la visita de los diputados a Ezeiza se diga la “reunión con Astiz” y no con Guglielminetti, Alberto González o Cinto Courtoix.

Hay una línea que une toda esta historia: sus ojos azules y el pelo rubio que supo tener, que le daban un aire aniñado y le permitían jugar la carta de no tener “pinta de represor”. Le permitían disfrazarse. Fue con esa treta con la que Astiz logró infiltrarse entre las Madres de Plaza de Mayo y ganar la confianza de todas, en especial de su fundadora, Azucena Villaflor.

Era un carilindo, que nosotros lo cuidábamos, y se había hecho muy amigo de Azucena. Cómo sería de cínico, que la gorda, que estaba en todas, se dejó engañar. ¡Es que era riquísimo, agradable, qué moditos!”, dijo Nélida Chidichimo, compañera de Villaflor, en el libro sobre Astiz que escribió el periodista Uki Goñi.

Astiz

“Decía que tenía 18 años, que su mamá era paralítica y Azucena se preocupaba por eso. Si hubiese sabido que era mayor no se hubiera ocupado tanto”, contó en ese texto -material clave para la condena judicial del marino- Pepa Noia, la mejor amiga de la fundadora de las Madres.

Si hay algo de lo que Astiz no se arrepiente es de este episodio. Más bien lo contrario. Su infiltración entre las Madres, haciéndose pasar por un familiar preocupado que buscaba a su hermano desaparecido, es algo que lo enorgullece. Esa actividad de camuflaje empezó en el arranque de 1977, y tiene todo que ver con el tiempo y lugar de la historia en el que el teniente de corbeta se encontraba: la ESMA de Jorge Acosta.

“El Tigre” se había convertido a mediados del año anterior en el jefe del Grupo de Tareas 3.3.2, que tenía su base en la escuela de la Marina pero que se movía más allá de la ley por toda la ciudad y la zona norte de Buenos Aires.

Astiz

Acosta le había imprimido su particular sello al lugar, lo que haría que este centro clandestino se destacara por sobre los otros 600 que hubo en la última dictadura. No sólo por los resonantes episodios que comandó este grupo ni bien arrancó -el asesinato de Rodolfo Walsh y el secuestro de una de las fundadoras de Montoneros, Norma Arrostito- sino por sus singulares características.

Este centro clandestino estaba apadrinado por Massera, salteando así todo el organigrama de la Armada y llegando a la cúpula del poder dictatorial, fue el único que funcionó hasta el final del Proceso, fue tal vez el más activo en la apropiación de bebés, había generado un perverso sistema de trabajo de explotación esclava de los desaparecidos -en algunos casos con tareas altamente complejas como la falsificación de pasaportes o la creación de empresas para blanquear la enorme cantidad de bienes robados- y de “recuperación” de los secuestrados, una práctica para la que no alcanzan los adjetivos y que trataba de “reconvertir subversivos” mediante distinto tipo de torturas.

Todos estos elementos llevaron a la ESMA a un podio único durante los años de plomo: una profunda autonomía política, logística, financiera y militar. “Era un lugar sin límites”, lo resumió el propio Acosta.

En esta intersección es donde se explica la historia de Astiz. Él se ganó la confianza del “Tigre” y se convirtió en su preferido dentro del área de Inteligencia, una de las cuatro patas de ese grupo de tareas. Y entre los dos, envalentonados y sin tener que rendirle cuentas a nadie, se convencieron de una idea que terminaría en una tragedia: que las “locas de Plaza de Mayo”, como se llamaba en aquel momento a las mujeres que caminaban pidiendo por sus hijos secuestrados, eran en verdad un espacio de superficie de la guerrilla armada.

“Acosta había desarrollado la idea de que el GT se infiltrara en los crecientes organismos de defensa de los derechos humanos, que eran considerados mascarones de proa de la subversión”, contó el periodista Claudio Uriarte en “Almirante Cero”, el libro canónico que escribió sobre Massera.

El marino, que se hacía llamar Gustavo Niño, empezó a caminar con las Madres a principios de 1977. Se ganó la confianza con su pinta de chico, de familiar dolido, un acting que reforzaba con Silvia Laybarú, una secuestrada a la que obligaba a hacer pasar por su hermana, a su lado. Era un papel que a Astiz le salía bien.

Llevaba a las mujeres a sus casas después de las reuniones -y así las marcaba-, e incluso llegó enfrentarse en la Plaza con unos policías que intentaron amedrentar a las que suplicaban por los desaparecidos. “Desde este episodio en adelante, Astiz y Niño ya podían considerarse la misma persona”, dice Goñi.

Después de casi un año infiltrado llegó la fecha trágica. El jueves 8 de diciembre, en la Iglesia Santa Cruz, el grupo de tareas 3.3.2 raptó a siete personas que se habían reunido para juntar planta para publicar una solicitada en La Nación, diario que pedía mucho dinero para hablar de este tema.

Gustavo Niño, que se movía como uno más entre ellos, había marcado a los blancos agitando los billetes que había puesto para la colecta. Ese día y los siguientes el equipo que comandaba Acosta, siguiendo la información de Astiz, cazó a otras cinco personas.

En total fueron doce los secuestrados, grupo en el que se destacaban Villaflor, otras dos Madres y dos monjas francesas, Leoine Duquet y Alice Domon. Todos fueron llevados a la ESMA, donde se los torturó para sacarles información que ni siquiera tenían.

A las 21.30 del 14 de diciembre, un Skyvan PA-51 despegó de Aeroparque. Adentro estaban, drogadas e inconscientes, las “doce de Santa Cruz”. Tres horas y diez minutos más tarde el avión volvió. Antes habían arrojado al mar a todos los secuestrados.

Tiempo

“El subordinado tiene vedado inspeccionar la bondad o maldad de una orden. Es sencillamente ridículo pretender que un militar, en ocasiones bajo fuego enemigo y debiendo tomar decisiones que pueden ser de vida o muerte, pueda analizar cabalmente una orden”. Estas fueron las palabras de Astiz en la declaración indagatoria del juicio que lo condenó.

Al día de hoy, “el Capitán” sigue pensando lo mismo: las Madres eran una organización de superficie de la guerrilla. Él sólo cumplía órdenes. Y si le preguntan, dirá que las cumplía muy bien: su tarea era ser un espía y en ese sentido logró engañar a todos. Es una verdad a medias.

El caso de los “doce de Santa Cruz” falló de varias maneras: no logró frenar el crecimiento de las Madres, no logró impedir que saliera la solicitada en los diarios y, como si fuera poco, el asesinato de dos monjas francesas se convirtió en un escándalo internacional que puso el foco del mundo sobre la ESMA.

Astiz está tranquilo con su conciencia. De hecho, cuando está en confianza baja alguna de sus cartas para explicarse: dice que él no torturó, que estaba al margen de muchas cosas que ocurrían en la ESMA y que sólo se limitaba a su rol como agente de Inteligencia que solía participar en operativos, todo parte de lo que considera una guerra justa que tuvo dos bandos en pugna.

Tiene, eso sí, una o dos cuotas pendientes. La principal es, llamativamente, con la Marina. Si algún rencor le queda es con ese brazo de las Fuerzas Armadas, al cual él siente que le entregó la vida y más y que no lo supieron cuidar. Que lo entregaron, algo de lo que se convenció desde que en 1998 el entonces titular de la Armada, en el gobierno de Carlos Menem, impulsó su destitución y la quita de su grado de teniente.

Otra de las heridas abiertas tiene que ver con que hace dos años, cuando murió su madre, no lo dejaron salir de la cárcel para asistir al funeral. La mujer que le dio vida era una de las pocas personas que lo visitaban en el penal, incluso hasta el final de su vida. Astiz, de 72 años, no deja atrás hijos ni mujer.

Aunque la vida en Ezeiza es solitaria, hablar con él es menos difícil de lo que se piensa: suele ser Astiz el que atiende cuando alguien llama al teléfono del pabellón, por lo que a veces termina haciendo casi de recepcionista.

Astiz pasa los días leyendo, en un pequeño escritorio que tiene en su celda individual. Sigue en especial las noticias internacionales, aunque a veces se cruza con sus compañeros para intentar convencerlos de que cambien La Nación +, el canal que está puesto 24 horas en el televisor que comparten en el comedor y que al marino le parece que carece de cierto refinamiento en los análisis.

En su celda guarda uno de sus objetos más preciados: una carta de una secuestrada en la ESMA que, ya en democracia, le escribió para agradecerle su trato durante el cautivero. Eso es, al menos, lo que dice Astiz, el mismo que dijo que era el hermano de un desaparecido.

Villarruel

Pasó desapercibido. No fue para nada una casualidad: en la foto de familia entre los diputados de LLA y los represores, Alberto González se ubicó último. Atrás de todo, y sólo se le asoma parte de su cabellera gris y de su chaleco marrón. González, como ya contó este medio, es el histórico mentor de la actual vicepresidenta.

Fue quien la formó desde principios del milenio, quien le dio la idea de crear una organización que buscara defender a las “otras víctimas” (que luego Villarruel transformó en el Celtyv) y quien, según confirmaron tres fuentes -entre ella Cecilia Pando, otrora compañera de ruta de la vicepresidenta-, escribió los libros que luego Victoria Villarruel firmó como propios.

González comparte prisión con Astiz desde el 2003, cuando se reabrieron los juicios por lesa humanidad. Pasaron juntos por la base naval de Zárate, por Marcos Paz y ahora en Ezeiza. Antes estuvieron juntos en la ESMA: Astiz era uno de los cerebros de la inteligencia y González comandaba "el sótano", el lugar más terrible del centro, donde ocurrían las torturas.

El mentor de Villarruel tiene dos condenas a perpetua por crímenes de lesa humanidad y también fue el primer represor en ser condenado por violación, en el 2021, por el caso de Silvia Labayrú y de otras dos mujeres.

 

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Juan Luis González

Juan Luis González

Periodista de política.

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