Pablo Moyano, para variar, estaba hecho una furia. Caminaba por las paredes. Lo tenía decidido, y lo hizo circular ante quien quisiera escucharlo: iba a renunciar a su cargo en la cúpula de la CGT. El Presidente se había reunido a cenar con los otros dos líderes de la central obrera para intercambiar ideas para el acto del 17 de octubre, pero nadie le había avisado a él. Lo habían dejado afuera, a propósito. Esa noche, la del 26 de septiembre, casi nadie durmió en el círculo del camionero, empezando por él.
La mañana del día siguiente fue para Alberto Fernández algo muy parecido a un deja vú. Otra vez estaba en la Quinta de Olivos levantando un teléfono para suplicarle a su interlocutor que no se bajara del barco. Era Moyano hijo, así como a principios de año el que le dijo que se iba había sido Máximo Kirchner, cuando abandonó la jefatura del bloque oficialista en Diputados y nunca más cruzó una palabra con el Presidente. Pero con el camionero, a Alberto le fue algo mejor. Pablo finalmente no dejó la central obrera, y dicen a su lado que eso fue por orden directa de Hugo, no por la llamada presidencial. Eso sí, no pudo evitar la fragmentación de actos que terminó de desnudar ante todo el país el estado terminal del Frente de Todos.
En ese llamado telefónico de septiembre, la explicación del primer mandatario por el desaire (“le dije a Daer y pensé que venías con él”) no fue suficiente. Tampoco la invitación a cenar, que se concretó en la noche de ese día. En la fecha emblema del peronismo, en el escenario central de la política argentina que es la Plaza de Mayo, Pablo terminó compartiendo escenario con el otro adversario del Presidente, el hijo de Cristina Kirchner. Era la formalización de una alianza táctica que sacude al oficialismo y que genera broncas en todas las terminales del peronismo.
Trastienda
Este aniversario, con el escenario montado a la mitad de una Plaza a medio llenar, estuvo muy lejos de parecerse a lo que había ocurrido en ese mismo lugar 77 años atrás. Primero porque el líder del peronismo -como es Fernández, presidente del Partido Justicialista nacional- no fue ni siquiera invitado, y segundo porque el grueso de los dardos que se lanzaron en esta jornada lo tenían a él como destinatario. Alberto además sufrió, a metros de su despacho en la Casa Rosada, un desplante político de magnitud. Pululando entre la muchedumbre estaban dos ministros del otrora albertismo duro, Gabriel Katopodis, de Obras Públicas, y Jorge Ferraresi, de Hábitat. Sobre ambos crecen a diario los rumores de que, como hizo Juan Zabaleta y en el futuro cercano hará Juan Manzur (ver recuadro), dejaron el Gabinete para volver a sus respectivas intendencias en el Conurbano.
Máximo fue uno de los oradores del acto, y disparó munición contra el sindicalismo tradicional y, en una escala menor, contra el rumbo del Gobierno. Pero Pablo, cuyo discurso estaba anunciado, prefirió el silencio, una actitud que llamó la atención. “Hugo le dijo que se deje de joder y que no hable él, que ya con el acto en sí había hecho bastante lío”, dicen en los pasillos de Camioneros. La foto de Pablo y Máximo, los dos hijos sonrientes, arriba del escenario, circuló por todas las conversaciones del oficialismo. Y con razón.
El camionero y el camporista, que estrecharon relaciones durante el macrismo -con una intermediación clave del actual ministro del Interior, Eduardo "Wado" de Pedro-, representan los extremos en cada uno de los mundos en los que orbitan. Pablo es, para el grueso del mundo sindical, un salvaje que heredó las peores costumbres de su padre. Lo tratan de inmanejable, impredecible, dicen que piensa únicamente en él y en los suyos y que primero golpea y después negocia: casi un calco de lo que el grueso del peronismo opina de Máximo.
Pero las similitudes -además de ser hijos primerizos de una familia emblema de la política- van mucho más allá. Es que a ambos los une el espanto. La primer coincidencia fue la resistencia al macrismo. Tanto Pablo como Máximo encararon la lucha contra el gobierno anterior cuando muchos en el sindicalismo y el peronismo optaron por mantener una relación amistosa con la administración de turno (entre ellos, pensaba Pablo, estaba Hugo, con el que pasó meses enteros sin hablar). Los episodios de la oposición al intento de reforma laboral del 2018, que encabezó el camionero, los acercaron. La relación se terminó de afianzar durante el 2021, a medida que el Frente de Todos se iba descomponiendo.
Ambos, también, comparten enemigos. Los dos tienen una larga tirria con el sindicalismo tradicional, al que consideran pactista y pragámatico por demás, y con la Justicia. Sobre los dos acecha el fantasma de una multiplicidad de causas que, sospechan, pueden avanzar si los vientos cambian. Ahí comparten otra idea. Tanto Pablo como Máximo están más que desencantados con el rumbo del Gobierno, y comparten la íntima creencia de que las elecciones del 2023 están perdidas. Varios que estuvieron en la trastienda del acto del 17 invitan a leer lo sucedido en esa línea. “Es que nosotros nos tenemos que preparar lo que se viene. Va a ganar la derecha y va a venir por la reforma laboral y por nosotros, nos van a querer meter en cana”, cuenta un ladero histórico del moyanismo.
Hay ahí una fibra sensible de la que nadie quiere hablar, y que está escondida a la vista de todos. Es la debilidad que se esconde detrás de ambos: La Cámpora ya no es la organización imparable que enamoraba a toda la juventud, mientras que el legado K se pone de color sepia y amenaza con lograr su peor perfomance electoral histórica, y el sindicalismo en general -y Pablo, en crisis con su familia y apartado de la toma de decisiones de Camioneros a nivel nacional- tiene cada vez menos afiliados y también menos credibilidad. Es una realidad que reflejan los números. Según una encuesta de abril de la Universidad de San Andrés, el gremialismo cuenta con sólo un 16% de aprobación, mientras que Máximo Kirchner suele liderar todas las encuestas de desaprobación social: el 52% dijo que tenía una “muy mala” imagen de él, según una medición de principios de octubre de la consultora Innovación, Política y Desarrollo.
Acá está la verdadera razón de la alianza. Ni Pablo ni Máximo, a pesar del pavoneo en la Plaza de Mayo y los tembladerales que causan dentro del peronismo, tienen el poder que tuvieron alguna vez los padres de ambos. Lo que ocurrió el 17 de octubre no fue una demostración de fortaleza, sino precisamente lo contrario.
Sangre azul
A diferencia de Máximo -que mantiene sintonía fina con su madre y es la punta de lanza de ella en la arena política-, Pablo atraviesa una guerra familiar. Las peleas con Hugo vienen en aumento desde los tiempos del macrismo, y ahora permanecen como un fantasma constante. Aunque controla la seccional de la provincia de Buenos Aires, la más importante, Pablo quedó marginado de la conducción de Camioneros a nivel nacional por su pelea con Hugo. La propia tropa de ese sindicato no ve a Pablo como un líder, y todos dan por descontado que no logrará suceder a su padre en un futuro. De hecho, a pesar de la distancia entre ambos, Hugo sigue siendo el principal respaldo de Pablo, y en última instancia, como sucedió cuando amagó con renunciar a la CGT, lo ordena.
Hay ahí también un doble juego astuto. Pablo hace de policía malo y Hugo de bueno, en una operación de pinzas que funciona tanto para la rosca política como para la gremial. De hecho, hay varios que caminan la central obrera con regularidad que juran que la pelea entre los Moyano es pura ficción. “El quilombo fuerte entre ellos aparece casi a la par que la pelea entre el kirchnerismo y el albertismo. Hugo, que fuma abajo del agua, hizo este teatro para que Pablo quede como el duro para convertirlo en el interlocutor con Máximo y La Cámpora”, dicen en esos pasillos.
La lógica sería que detrás de la guerra familiar hay una división de tareas, algo que, más allá de las especulaciones, sucede en la práctica. Pablo ocupó el rol del más combativo de la familia, lo que lo acerca instintivamente al kirchnerismo, mientras que Hugo, que hace ya añares mantiene una relación fría con Cristina, conserva el diálogo con Fernández y el Gobierno. “Hay que bancar a Alberto, es el Presidente”, es una máxima que el camionero suele repetir. Entre Alberto y Hugo hay una relación cordial, aunque la designación inconsulta de la nueva ministra de Trabajo, “Kelly” Olmos, no le causó gracia a nadie en el sindicalismo. Sin embargo Hugo, el día de la jura, posó para las cámaras abrazando a la flamante funcionaria. Mantiene los reflejos rápidos a pesar de la edad.
Al que no tolera Pablo es a Facundo, el hermano que renunció a su banca de diputado y que se convirtió en crítico acérrimo del oficialismo. En privado lo llama “el turista” por su irregular relación con el sindicalismo. Con Jerónimo, el menor del clan, mantiene cierta tensión: Pablo tuvo duros choques con la madre de Jerónimo, Liliana Zulet, esposa de Hugo.
El manejo de fondos de la obra social de Camioneros es el trasfondo de esa grieta, ya que esa es la gran caja que controln los sindicatos. Ese es un tema crucial en el presente para todos los gremios grandes: el Estado mantiene con ellos una deuda que se calcula en 15 mil millones de pesos. Los que conocen el paño dicen que el acto de la CGT en Obras Sanitarias del 17 de octubre, en el que el sindicalismo tradicional sorprendió pidiendo mayor participación en las listas el año entrante -además de las críticas que lanzó sobre el Gobierno-, hay que leerlo en esta línea: con una afiliación que tiende al descenso, con el fantasma de la reforma laboral acechando luego del 2023 y con los pagos del Estado hacia las obras sociales congelados, la posibilidad de equiparar la pérdida de poder es a través de mayor cantidad de diputados y legisladores.
El cielo por asalto
Para Máximo también es una alianza provechosa. La Cámpora jamás pudo hacer pie en el mundo sindical, donde los miran con desconfianza. Para el hijo de CFK es una cuenta pendiente. Desde que preside el PJ bonaerense hizo trabajo de campo e incorporó a la mesa del partido a varios representantes del mundo gremial. Hay ahí también una jugada estratégica. Máximo comparte los miedos que atraviesan a todo el peronismo, sea político o sindical: es el fantasma de la izquierda, cuya representación gremial viene creciendo y que, de hecho, logró una victoria importante en el gremio de los trabajadores de los neumáticos.
De cualquier manera, el affaire Moyano-Kirchner nace y vive más por necesidad que por amor. Y en el peronismo, desde 1945 a esta parte, hay una máxima que jamás falla: se acompaña al otro nada más que hasta la puerta del cementerio.
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