Thursday 18 de April, 2024

OPINIóN | 16-07-2018 14:58

La sombra del peronismo

Entienden que no les convendría derrotar al oficialismo si fuera a costa de una crisis política y económica que ellos mismos heredarían, pero son reacios a hacer pensar que están a favor de los ajustes que saben son inevitables.

Las alternativas frente a la Argentina son claras. A menos que logre convencer a los mercados de que, luego de una etapa no demasiado larga de “reestructuración”, será capaz de valerse por sí misma, dejará de conseguir la plata que requiere para no derrumbarse nuevamente, con consecuencias nefastas para millones de familias, como hizo en 2002. Entre otras cosas, sus gobernantes tendrán que resistir la tentación de probar suerte con modelos raros; por geniales que fueran, no podrían brindar sus frutos antes de que se agotara el dinero disponible.

Es en gran medida una cuestión de imagen, pero no sólo se trata de la del Gobierno que, por fortuna, en el exterior sigue siendo bastante buena, sino de la del país como tal, lo que plantea un problema a los muchos que no quieren para nada al presidente Mauricio Macri y los integrantes de su equipo y no titubean en expresar sus sentimientos. Si tales personas privilegian sus propios intereses, prejuicios o militancia, subordinando todo a las luchas internas que para ellos son prioritarias, podrían terminar provocando un colapso generalizado. Como nos recordó la corrida cambiaria de algunas semanas atrás, las finanzas nacionales, y todo cuanto significan, penden de un pelo.

Que este sea el caso preocupa sumamente a aquellos peronistas que, con cierta malicia, los macristas califican de “racionales”. Entienden que no les convendría del todo derrotar al oficialismo actual en las elecciones del año que viene si fuera a costa de una crisis política y económica ruinosa que ellos mismos heredarían, pero por razones comprensibles son reacios a hacer pensar que están a favor de los ajustes que saben son inevitables. Como el senador Miguel Ángel Pichetto subrayó hace un par de meses, no es sostenible que haya “10 millones de personas que trabajan y 17 millones que cobran un cheque del Estado”. Mal que nos pese, a ningún país le es dado continuar viviendo indefinidamente por encima de sus medios.

Para hacer más difícil la situación en que se encuentran Juan Manuel Urtubey, Pichetto y otros peronistas que a su manera aprueban el rumbo, si bien critican el accionar oficial que a su parecer es muy torpe, Macri se niega a pactar con quienes no son miembros de su propio equipo. En opinión del Presidente, los peronistas deberían limitarse a compartir responsabilidades sin recibir nada a cambio. Tal actitud puede atribuirse al egotismo, pero en un país tan caudillista como la Argentina el jefe tiene forzosamente que impedir que otros brinden la impresión de estar en condiciones de privarlo de pedacitos de poder. Si Macri perdiera autoridad, le esperaría un destino muy triste; los cazadores de CEOs lo comerían vivo.

Los dirigentes peronistas cargan con otra desventaja: el pasado. Por “racionales” que sean hoy en día, no pueden sino entender que en la coyuntura actual la trayectoria excéntrica a través de los años del movimiento cuyas diversas facciones dominan por completo el arco opositor juega en contra del país.

En el resto del mundo, la reputación del peronismo sigue siendo pésima. Con la eventual excepción de un puñado de especialistas, los interesados en las vicisitudes de la Argentina lo toman por una versión temprana del populismo derechista que, para alarma de los defensores del orden establecido, hoy en día está poniéndose de moda en Europa y América del Norte. Les cuesta distinguir entre los kirchneristas y sus adversarios internos. Acusar a un político de otro país de comportarse como un peronista es una forma de descalificarlo.

Puede que tales juicios sean penosamente anacrónicos porque algunas corrientes se han alejado tanto de las fuentes originales que a esta altura tienen más en común con los partidos centristas del mundo desarrollado que con el movimiento corporativista que en su momento construyó el coronel Juan Domingo Perón. Así y todo, importan. De difundirse en el exterior, la sensación de que Macri corre el riesgo de verse reemplazado pronto por un peronista, aun cuando se tratara de uno de mentalidad parecida, los mercados vacilarían en darle el beneficio de la duda, lo que, huelga decirlo, aseguraría que los ajustes que un futuro gobierno de tal signo tendría que emprender fueran aún más brutales de lo que sus estrategas habrían previsto.

Como sucedió cuando en aquel entonces el “ayatolá de las pampas”, Carlos Menem, asumió en medio de un estallido hiperinflacionario, tendría que elegir entre sobreactuar, vistiéndose de neoliberal fanático, por un lado y, por el otro, organizar protestas masivas contra “el imperialismo neoliberal” representado por el Fondo Monetario Internacional con miras a ubicar la miseria multitudinaria en el contexto de un relato supuestamente épico para que la gestión resultara menos dolorosa. Menem prefirió la primera opción, si bien no tardó en cansarse de hacer buena letra, Cristina la segunda.

Gracias a la decisión que tomó Macri cuando el peso se evaporaba, el FMI está desempeñando de nuevo su papel tradicional en el interminable culebrón argentino. Incluso los que simpatizan con el Gobierno insisten en que su prioridad es “cumplir con el Fondo”, cueste lo que costare, como si estuviera aplicando medidas ingratas no porque la realidad económica del país lo exige sino porque se siente obligado a acatar las órdenes inhumanas de Christine Lagarde.

¿Le conviene a Macri que tantos culpen al FMI por las penurias que nos aguardan en los meses próximos? Puede que no, que sería mejor que todos reconocieran que mucho tendría que cambiar para que un día la economía nacional resulte capaz de generar los recursos precisos para satisfacer las expectativas razonables de la gente, pero no sólo aquí sino también en muchos otros países es habitual atribuir las políticas de austeridad a la mala voluntad ya del gobierno local, ya a la de algún organismo internacional siniestro, lo que sirve para fortalecer a los resueltos a oponerse a los intentos de llevar a cabo reformas que casi todos los economistas creen son imprescindibles.

De todos modos, hasta nuevo aviso el nivel de vida de la mayoría abrumadora de los habitantes del país, comenzando con los marginados, dependerá de los a menudo caprichosos mercados internacionales. Los que influyen en la toma de decisiones de quienes manejan cantidades asombrosas de dinero están prestando atención a lo que ocurre no sólo en el escenario político propiamente dicho, donde una palabra de más podría costar al país millones de dólares, sino también en la calle. Por tal razón, las protestas ruidosas que celebran los llamados movimientos sociales suelen ser contraproducentes; los más perjudicados por su capacidad para provocar trastornos son precisamente los que menos tienen. Lo mismo puede decirse de las huelgas de la CGT; las más “exitosas” desde el punto de vista de Hugo Moyano y sus compañeros, no lo son desde aquel de los trabajadores, cuyos ingresos caen cuando sufre la economía aun cuando conserven sus empleos.

En sociedades democráticas como la argentina, reconciliar los legítimos objetivos sectoriales con aquellos del conjunto no es tan fácil como muchos suponen. Hay una tendencia muy natural a pensar mucho más en las pujas internas que en la relación del país con el entorno internacional, minimizando el impacto que tendrían episodios, como los protagonizados por piqueteros, sindicalistas y otros, que aquí parecen meramente anecdóticos pero que en otras latitudes hacen temer que esté por producirse una convulsión.

Si bien a algunos les parecería muy bien que los inversores internacionales llegaran a la conclusión de que sería peor que inútil dejarse seducir por las promesas de un gobierno a su entender tan antipático como el encabezado por Macri, la mayoría, que a buen seguro está harta de servir de carne de cañón al servicio de dirigentes políticos ambiciosos que subordinan todo a sus propios fines, tiene buenas razones para discrepar. No quiere que cada diez años la Argentina caiga en una vorágine socioeconómica en que otra franja se verá depositada en la pobreza extrema, como ha sucedido con regularidad cronométrica desde mediados del siglo pasado.

Fronteras adentro, la imagen de Macri pierde brillo toda vez que la economía experimenta uno de sus espasmos esporádicos, pero, para extrañeza de muchos, después de algunos días comienza a recuperarse. Felizmente para el Presidente, la mayoría aún dista de creerlo el gran culpable de todos los males. Los decepcionados por lo que está ocurriendo superan el fastidio que sienten cuando piensan en las alternativas que, de más está decirlo, no son tan diferentes de la representada por Cambiemos. Parecería que se ha formado un consenso incipiente de que, pase lo que pasare, los próximos meses –tal vez años– serán deprimentes en el ámbito económico, pero que si el país se permitiera una crisis política de grandes proporciones, las perspectivas se harían radicalmente peores.

No es mucho, pero puede que resulte suficiente como para asegurar que Macri complete el mandato de cuatro años que le dieron los votantes en noviembre de 2015 y que, con un poco de suerte, sea reelegido en 2019. En política es casi siempre cuestión de optar por el mal menor, sobre todo en un país como la Argentina en que ni siquiera los más ancianos saben lo que es tener un gobierno nacional exitoso.

por James Neilson

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