Friday 29 de March, 2024

POLíTICA | 09-07-2016 00:02

La grieta de la Independencia

La verdad detrás del mito del 9 de julio. Cruces entre los protagonistas. ¿Estrategia calculada o invento desesperado?

Como todos los momentos fundacionales de una nación, a la Independencia también se la tiende a ver en este país como una gesta épica y heroica. Pero la realidad, casi siempre, suele ser menos cinematográfica: la declaración de 1816 buscó ser un apurado tapón a los problemas que asfixiaban al proyecto patriótico. En aquel entonces, la situación en la antigua colonia era un caos: la “Santa Alianza” de las monarquías unidas en Europa derribaba a Napoleón y a los suyos, Fernando VII –el Rey español derrocado por el general francés en 1808- volvía al poder, la palabra “república” era mal vista a nivel mundial, y la angustiante guerra de liberación nacional se hacía interminable y demasiado costosa. Era imprescindible legitimar la lucha contra una Corona reforzada y unificar los proyectos de los líderes, y por eso 33 diputados de varias partes de Sudamérica se reunieron para poner la firma, aunque al final no todos estarían presentes. Hoy nadie está tan seguro de su resultado: algunos la consideran una hazaña épica, y otros piensan que de un plumazo se cerró la posibilidad de un cambio realmente revolucionario.

Nunca más. La declaración de la independencia fue un momento importante dentro de un proceso que había comenzado años antes. La abdicación de Fernando VII ante Bonaparte y sus ejércitos había acelerado la desarticulación de un desgastado Imperio Español. Los cambios en la metrópoli convulsionaron a la sociedad del Río de la Plata, y la potencia de las ideas liberales que llegaban desde Estados Unidos y de Francia crearon un clima que explotó con la caída de España y que llevó al surgimiento de la Primera Junta.

Pero Mayo definió poco. Se hizo en nombre de un rey detenido y con una alianza heterogénea que involucraba a personajes tan disímiles como un conservador Cornelio Saavedra y a Mariano Moreno, uno de los revolucionarios que tuvo los pensamientos más radicales de la época. La primera experiencia patriótica pronto naufragó, hostigada por la reacción de la Corona y las disidencias internas, y comenzó un largo período de desorden y guerra civil, entre los que apoyaban a la Corona –los realistas- y el bando de la liberación –los patriotas-. Por eso hay seis años de diferencia entre Revolución e Independencia: “Si hubieran estado todos de acuerdo en 1810 la hubieran declarado en ese momento”, asegura el historiador Gabriel Di Meglio.

Mayo nació con más empuje que ideas claras entre sus líderes, y esa falta de conducción, sumada a las dificultades de cohesionar a un territorio muy grande y distinto, creó las condiciones para que la Independencia fuera un acto “inevitable”, como dice el historiador Abelardo Ramos. Es ese vacío el que la firma del 9 de julio quiere llenar.

“Nos los representantes”. La declaración de la Independencia fue una batalla que se comenzó a luchar mucho antes de 1816. Desde Mayo habían desfilado distintos proyectos de Gobierno: primero se hizo la Revolución al grito de “viva el Rey, muera el mal gobierno”, luego se sucedieron los infructuosos intentos por organizar una Asamblea que estableciera un marco legal e incluso se llegó a coquetear con la idea de entregar el país al Imperio Británico. Seis años después las ideas políticas seguían siendo un cambalache: Manuel Belgrano, uno de los personajes fundamentales de este proceso y creador de la bandera, insistió ante los diputados en Tucumán la necesidad de establecer una monarquía “temperada”, liderada por un descendiente de los Incas.

Los grandes bandos que se enfrentaban eran los que seguían a Artigas, un caudillo que había conseguido enrolar a varias provincias del Litoral y a su campesinado, y que tenía las ideas más transformadoras de la época, y al sector de Buenos Aires, el más fuerte, que buscaba en la Independencia una manera de revalidar su poder. “Los porteños buscaban poner fin a la verdadera revolución e implantar su orden, mientras que para el artiguismo buscaba profundizar el camino revolucionario”, dicen los historiadores Christian Rath y Andrés Roldán.

Por ese entonces había un miedo masivo al jacobinismo y al terror que había desatado en Francia luego de su Revolución, y se temía que se podría llegar a eso si no se le ponía final a las insurrecciones armadas en el Río de la Plata. Es esa la necesidad que motiva a Buenos Aires a apurar la Independencia: el pánico ante la posibilidad de perder el control y el monopolio comercial. Por eso es tan escueta la declaración, que dice poco y nada. De hecho, lo único claro en la Independencia es el deseo de “romper los violentos vínculos que la ligaban a los reyes de España”, algo tan endeble que días después hubo que agregarle, presión popular mediante, “y de toda otra dominación extranjera”. El resto quedó abierto a las interpretaciones.

1816. El sexto año de lucha llegaba en una crisis impresionante. La necesidad de lograr una declaración que se demoraba desde la Asamblea del XIII era imperiosa. Descartado Buenos Aires como punto de encuentro por la resistencia que provocaba, apareció Tucumán como opción natural. La ciudad –estaba lejos de ser la provincia que es hoy- había tenido un rol importante en la guerra y estaba lejos de los focos de conflicto. De movida Artigas bajó el pulgar: por eso en este acto que hoy se entiende como constitutivo de la Nación no participaron Santa Fe, Misiones, Corrientes y Entre Ríos. La realidad que se encontraron los diputados que fueron para el norte estaba de acuerdo al momento: el intendente de la ciudad, Bernabé Aráoz, tuvo que pedir un préstamo para preparar el lugar, y ni siquiera hubo espacio suficiente en las posadas para albergar a todos. La mayoría se hospedó en dos conventos, y el resto en casas de familia. Las dificultades se sintieron también en el Cabildo del lugar, refugio clásico para tratar los asuntos políticos: estaba derruido y por eso hubo que mudarse y remodelar la residencia de Francisca Bazán de Laguna, que se transformó con el tiempo en “la Casita de Tucumán”, con ayuda de Aráoz que prestó sus muebles para las reuniones.

Cuatro meses pasaron los diputados entre peleas y discursos, en donde la polémica por Buenos Aires y su sueño de volver a estar a la cabeza del país ocupó un lugar central. Pero el tiempo apremiaba y hasta San Martín, que organizaba desde Mendoza un ejército para liberar lo que después sería Chile, lo sabía. “¿No le parece ridículo hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree que dependemos?”, se quejaba por carta ante el diputado Godoy Cruz. La presión llegó a su fin el 9 de julio, cuando el secretario Juan José Paso les preguntó a los 28 diputados que quedaban -cinco se habían ido a distintas partes de las Provincias- si querían que “sean una nación libre e independiente”. La respuesta ya se sabe.

Según el cristal. “Es parte de un proceso de autonomía que lleva a la formación de la Argentina. Es una fecha fundacional, parte de una gran revolución que moviliza y compromete a las masas”, dice sobre la Independencia María Sáenz Quesada, la intelectual titular de la Academia Nacional de Historia. Para ella y para el mitrismo, la historiografía que predominó en el país hasta hace no mucho, 1816 fue un episodio magnifico que aceleró la creación del país y que sirvió de guía a los líderes venideros.

El revisionismo no coincide: Pacho O’Donnell hace hincapié en que la Independencia verdaderamente revolucionaria fue la que firmaron Artigas y los suyos en 1815 en la Banda Oriental, que luego sería Uruguay. Según O’Donnell fue ese “Congreso de los Pueblos Libres”, que estableció la autonomía en la región y dictó un régimen federal y coparticipativo, la declaración que representaba los ideales más transformadores de Mayo. Sus propuestas quedaron truncas: Artigas no fue a Tucumán al año siguiente, y luego el gobierno porteño colaboró en la derrota del prócer uruguayo. “A pesar de que hay una participación importante de los sectores populares, es indudable que las clases altas se apropiaron de la conducción. Si bien estaban los condimentos para una revolución popular y antioligárquica, a la larga se impone el proyecto unitario de Buenos Aires”, dice O’Donnell.

El marxismo coincide en parte con este análisis. Para Rath y Roldán es en 1816 donde se firma la sentencia de muerte del proyecto realmente transformador que encarnaban, entre otros, Moreno, Artigas y Juan José Castelli, otro de los hombres de la Primera Junta. “El Congreso de Tucumán fue el punto final del ciclo revolucionario abierto en Mayo. La conspiración de Buenos Aires con los portugueses para entregar la Banda Oriental y debilitar a Artigas, o la represión brutal hacia los que se rebelaban al poder porteño son la mejor prueba”, aseguran los autores de “La Revolución Clausurada”.

Más allá de las posturas, es indudable que la Independencia sirvió para reforzar el poder de una Buenos Aires que se ensanchaba a la par del cada vez más importante comercio internacional. Ese control fue un arma de doble filo: tres años después obligarían a redactar la primera Constitución que despertaría tanto rechazo que el Directorio finalmente terminaría cayendo, dejando paso a la famosa “anarquía del 20”. Si bien hoy, doscientos años después, podría parecer como un hecho aislado, aquella declaración fue parte de una puja y una lucha entre distintas facciones con distintos proyectos, que llevaba al menos seis años. Y la Independencia, como la Historia, la suelen escribir los que ganan.

Seguí a Juan: @juanelegonzalez

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