Fuera de Corea del Norte y otras tiranías en que los poderosos saben hacerse respetar, la clase política mundial está pasando por un mal momento. Está generalizándose la sospecha de que sus miembros son por lo común corruptos y dominan el arte de engañar a los electorados con promesas huecas, ya que a esta altura deberían haberse dado cuenta de que es muy limitada su capacidad para modificar lo que está ocurriendo en las sociedades que gobiernan, razón por la que en Estados Unidos, Francia y el Reino Unido tantos han caído en la tentación de votar por opciones que hace apenas un par de años les hubieran parecido absurdas. Con todo, aunque hasta los gobiernos considerados más idóneos han fracasado una y otra vez en sus esfuerzos por solucionar o, cuando menos, atenuar los problemas planteados por la pobreza, las debacles educativas, la inequidad creciente, las guerras sectarias y étnicas, las migraciones multitudinarias, las explosiones o colapsos demográficos y un largo etcétera, muchos creen que, siempre y cuando todos cierren filas, los políticos sí pueden controlar con precisión milimétrica una cosa: el clima.
La teoría según la cual la evolución del clima es “antropogénica”, obra del hombre, cuando no del “capitalismo” y que por lo tanto nos es dado regularla como si tuviéramos a mano una especie de termostato, es la ortodoxia imperante en círculos muy amplios.
Expresar dudas acerca de la verosimilitud de las advertencias más vehementes, recordar que a través de los milenios períodos de calentamiento se han alternado con otros de enfriamiento y que, a mediados del siglo pasado, los alarmistas decían que estábamos en vísperas de una nueva edad de hielo, o mencionar que algunos expertos acreditados creen que el asunto es más complicado de lo que muchos suponen, es pecado.
En Estados Unidos, hay legisladores demócratas que quisieran castigar con severidad a quienes califican de “negacionistas”, equiparándolos así con los extremistas que insisten en que el holocausto nazi es un invento sionista. Según ellos y sus simpatizantes, “la ciencia” ya ha pronunciado la palabra final. El tema no sólo se ha politizado, con la izquierda postsoviética aprovechando una oportunidad para oponerse al statu quo que denuncia como “neoliberal” y la derecha procurando defenderlo, sino que también ha adquirido características que serían más apropiadas para un culto religioso que para una teoría científica.
He aquí la razón por la que ha motivado tanta indignación la voluntad de Donald Trump de abandonar el Acuerdo de París, como dijo que haría en el transcurso de la campaña electoral. Si bien las eventuales consecuencias climáticas de la reapertura de algunas minas de carbón en Pennsylvania y otros lugares actualmente deprimidos, o estimular el fracking que ya ha permitido a Estados Unidos liberarse de la dependencia de crudo importado, serían escasas en comparación con los aportes a la polución ambiental que harán China, la India y otros países en los años próximos, Trump brindó a los muchos que lo desprecian un pretexto inmejorable para tratarlo como el enemigo número uno del género humano. Para más señas, a juicio de los más fervorosos el excéntrico presidente norteamericano acaba de entregar el liderazgo del mundo civilizado a China ya que, a diferencia del magnate, su homólogo Xi Jinping asegura que hará lo necesario para frenar el cambio climático. En cuanto al “mundo libre”, otorgan a Angela Merkel el papel de líder titular de la agrupación imaginaria así supuesta.
¿Es para tanto? Los partidarios de Trump señalan que el Acuerdo de París, según el cual Estados Unidos repartiría una cantidad muy elevada de dinero entre países que de otro modo no harían nada, es un tratado que privaría al mundo desarrollado de los recursos que necesitaría para adaptarse a los cambios que a buen seguro seguirán produciéndose, como ha sido el caso desde antes de la aparición del hombre en la Tierra. Estiman que los costos para Estados Unidos de tomar al pie de la letra todos los compromisos supuestos por el Acuerdo serían enormes sin que haya garantía alguna de que el gasto serviría para cambiar nada.
No se trata de un dato menor. De aplicarse todas las medidas reclamadas por quienes juran estar convencidos de que el planeta se dirige hacia un apocalipsis climático infernal a menos que lo impidamos ya, el impacto económico sería calamitoso, sobre todo en países superpoblados como China y la India, además de buena parte de África. Para superar tal dificultad, los más entusiastas proponen una transferencia colosal de dinero desde el mundo occidental que, subrayan, es el responsable máximo de la catástrofe que ven acercándose, hacia las víctimas inocentes de su insensatez criminal.
Pasan por alto el que haya sido gracias a las secuelas socioeconómicas de la globalización light de las décadas últimas que un personaje como Trump está en la Casa Blanca. Sería de prever, pues, que desde su propio punto de vista, imponer una versión aún más fuerte de la globalización resultaría contraproducente.
Al embestir contra la industria pesada, los resueltos a “salvar al planeta” de los estragos climáticos que creen inminentes pasan por alto la contribución del agro, lo que es un tanto extraño puesto que, según un informe de la ONU de algunos años atrás, las vacas, productoras infatigables ellas de cantidades enormes de gas metano y óxido nitroso, y otros rumiantes son llamativamente peores que los autos. También incide mucho la deforestación acompañada por la quema de madera que, todos los años, cubre de humo a Indonesia y países vecinos. Sin embargo, por ser cuestión de actividades que son típicas de campesinos pobres, los militantes prefieren concentrarse en denostar a las empresas petroleras y fabricantes de bienes manufacturados. Sea como fuere, si el gobierno de Mauricio Macri que, como tantos otros, se manifestó profundamente decepcionado por lo hecho por Trump, quisiera hacer un aporte valioso a la causa que dice es suya, podría sacrificar el sector agroganadero nacional en aras de la lucha contra el cambio climático.
¿Lo hará? Claro que no. Tampoco tomarán me didas impopulares y políticamente costosas los gobiernos de la mayoría abrumadora de los países que firmaron el Acuerdo de París por suponer que les sería ventajoso. No es que se sientan preocupados por el destino del planeta o que les haya impresionado lo que dice “la ciencia” sino que entienden que es de su interés acusar a los ricos de estar detrás de la devastación del medio ambiente local con la esperanza de recibir dinero.
Se ha invertido tanta emoción en todo lo relacionado con el clima que es inútil pedir objetividad científica a los polemistas, aun cuando sean científicos genuinos que durante décadas se han dedicado a estudiar distintos aspectos del tema. Son tan brutales los enfrentamientos que los creyentes más apasionados en el calentamiento antropogénico no han vacilado en tratar de expulsar del gremio a los escépticos o arreglárselas para que quienes no comparten sus ideas dejen de percibir fondos procedentes del Estado. Sea como fuere, no cabe dudas de que, entre las elites políticas y culturales por lo menos, los creyentes han ganado la batalla propagandística.
Se entiende: para muchos jóvenes y, desde luego, políticos, ha sido irresistible la invitación a participar de un movimiento para “salvar al planeta” que suponen amenazado por sujetos siniestros que quieren arruinarlo. Podrían cambiar de opinión si pensaran en los problemas que ellos mismos tendrían que enfrentar si el gobierno de su país comenzara a desmantelar casi todas las fábricas y, entre otras cosas, prohibieran el uso de carbón u otras fuentes energéticas sucias, pero parecería que pocos toman en serio tales detalles.
Por fortuna, es más que posible que ya estén surgiendo soluciones menos traumáticas que las insinuadas por quienes quisieran barrer cuanto antes con virtualmente todas las industrias. En los países avanzados, reducir la emisión de gases tóxicos ha resultado ser más fácil de lo que muchos habían previsto merced al progreso tecnológico que hace que las diversas industrias sean cada vez más limpias. Es por dicho motivo que empresarios en Estados Unidos, Europa y Japón han podido proclamarse dispuestos a alcanzar las metas fijadas por el Acuerdo de París; además de aportarles beneficios publicitarios, tal postura no les supondrá demasiadas dificultades económicas. Antes bien, para ellos es un buen negocio.
En el resto del mundo, el desafío es bien distinto. En algunos sectores, como el de las comunicaciones electrónicas, se ha vuelto fácil desarrollarse sin pasar por una fase contaminante, pero en otros no lo es en absoluto. Docenas de países económicamente atrasados, entre ellos gigantes demográficos como China y la India, privilegian las industrias manufactureras que producen bienes de consumo para exportar al mundo ya rico por tratarse de la única forma conocida de salir de la miseria ancestral. Por ser tan enormes sus dimensiones, hasta nuevo aviso no podrán sino continuar emitiendo cantidades cada vez mayores de gases tóxicos, lo que haría inútiles los intentos por reducirlo de los países más avanzados, los que de todos modos están reestructurando sus economías sobre bases mucho más limpias.
por James Neilson
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