La condena al “odio” y la “intolerancia” llegaron demasiado tarde a la boca de Trump. Frente a sucesos como los de Virginia, lo que revela sentimientos y capacidad mental es la primer reacción; esa que estalla en caliente, como una erupción volcánica. Y en esa reacción, el magnate que gobierna Estados Unidos no diferenció entre racistas y antirracistas. Condenó la violencia de Charlottesville poniendo en el mismo nivel a quienes salieron a mostrar odio racial y a quienes salieron a repudiar esa actitud deleznable.
El eje que forman el Ku Klux Klan, los grupos neonazis y las milicias del supremacismo blanco fue equivalente, en la primera reacción presidencial, a quienes tuvieron el coraje cívico de manifestarse contra los predicadores del desprecio y la segregación.
De tal modo, la reacción que pone en evidencia lo que una persona siente y su cociente intelectual para expresar lo más necesario y conveniente, lo que evidenció en Trump fue negligencia y racismo torpemente camuflado.
Pasaron casi dos días y mucha gente por el Despacho Oval recomendando rectificar la posición sobre la batalla campal en Charlottesville, para que Trump reapareciera diciendo algo más aceptable en términos humanos, jurídicos y políticos. Pero ya había exhibido eso que no debía mostrar: el presidente comprende a los que sienten repugnancia por las otras razas.
No es extraño que piense eso. Después de todo, hizo campaña demonizando a los mexicanos y proponiendo deportaciones en masa. Cuando el Colegio Electoral decretó su triunfo, el Ku Klux Klan y las milicias del supremacismo blanco expresaron públicamente su satisfacción y hasta festejaron en las calles.
No obstante, el “sincericidio” de no repudiarlos cuando llevan a la práctica la violencia que fermenta en sus mentes, es una negligencia inaceptable en un jefe de Estado.
Cuando surgió en 1865 para desplazar, mortificar y asesinar a los ex esclavos, el KKK era una organización tan deleznable y violenta que el presidente Ulysses Grant la proscribió pocos años más tarde.
Lo que surgió en el siglo XIX como viscosa secreción del sentimiento esclavista, a esta altura de la historia, además de seguir siendo repugnante, resulta anacrónica hasta el desvarío.
Al estallido de racismo en Charlottesville lo provocó la decisión municipal de remover una estatua de Robert Lee. Ni bien se enteraron los grupos neonazis, las milicias supremacistas y los residuos contaminantes del KKK, salieron juntos a repudiar la iniciativa.
Hay quienes defienden la memoria de Lee sin ser racistas. Algunos historiadores señalan que no comandó el ejército confederado porque fuera racista como los esclavistas sureños, sino porque era de Virginia y su Estado proclamó la secesión tras la abolición de la esclavitud.
Sus defensores señalan algunas iniciativas de Lee a favor de la educación de los hijos de esclavos y recuerdan que se destacó en la guerra contra México, además de consolidar el dominio sobre Texas luchando contra apaches y comanches.
Todo eso es tan cierto como que el general Robert Edward Lee fue la cabeza del ejército sureño en la Guerra de Secesión, y al ejército sureño lo financiaban los esclavistas, cuyo objetivo no era otro que seguir teniendo esclavos en sus plantaciones.
En Virginia ocurrió uno de los episodios que originó la guerra civil: el levantamiento del abolicionista John Brown. Los actuales partidarios de Brown salieron a repudiar a los actuales partidarios del general Lee, aunque quizá ni unos ni otros conozcan bien la historia de aquellos personajes decimonónicos.
Lo que está claro es que la dignidad humana, la racionalidad, la modernidad y el espíritu de la democracia estaban del lado de los manifestantes antirracistas.
La escoria que luce esvásticas en el país que sacrificó cientos de miles de soldados para vencer a Hitler, incrementó sus manifestaciones públicas desde que Trump llegó al poder. Con George W. Bush creció la influencia de los fundamentalistas cristianos; con el Tea Party los ultraconservadores drenaron la furia que les causó el triunfo de Obama y la llegada de un negro a la presidencia. Con Trump, las peores secreciones del racismo se sintieron reivindicadas y festejaron en las calles.
Ahora dan un paso más, poniendo en evidencia la dificultad del presidente para repudiarlos. Si un musulmán lanza su auto contra una multitud, nadie duda que se trata de un acto terrorista. Pero Trump y los ultraconservadores no hablaron de terrorismo cuando un joven supremacista lanzó su coche contra los manifestantes antirracistas de Virginia, matando a una mujer y dejando varios heridos.
Pasaron casi dos días hasta que el presidente apareció usando palabras adecuadas y separando la paja del trigo. Lo que ocurrió en ese lapso no es que Trump haya descubierto el carácter repugnante del racismo, sino que le hicieron ver el carácter negligente de su primer mensaje sobre la violencia en Virginia.
Lo que llama la atención no es su racismo, sino su negligencia. La incontinencia verbal del presidente norteamericano deja a la vista sus pocas luces. En el mismo puñado de días que equiparó a racistas y antirracistas, se paró ante un puñado de periodistas en New Jersey y dijo que la intervención militar es una alternativa posible para el caso de Venezuela.
La Casa Blanca salió a negar que estuviera en consideración del gobierno una alternativa militar. Pero la frase disparada por Trump ya había hecho su efecto. A Nicolás Maduro le vino como anillo al dedo, mientras el Mercosur y los gobiernos latinoamericanos que estaban aislando al régimen venezolano tuvieron que salir a rechazar cualquier tipo de acción militar norteamericana en la región.
A la imagen de Estados Unidos la defienden los manifestantes antirracistas que salieron a las calles en Virginia y los que, días después, tumbaron una estatua del soldado confederado en Carolina del Norte. Lo que Trump piensa y siente al respecto, la ensombrece.
El presidente está más cerca de los que salieron a defender la estatua del general Lee. En definitiva, a la manifestación racista en Charlottesville la convocó Richard Spencer, el supremacista que creó el término “alt-right” (derecha alternativa), expresión que identifica a los que apoyaron la campaña del magnate inmobiliario y tienen como gurú ideológico a Steve Bannon, el actual jefe de asesores de la Casa Blanca.
En los festejos de la victoria sobre Hillary Clinton, Richard Spencer estuvo entre los manifestantes supremacistas que gritaban “heil Trump”.
por Claudio Fantini
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