La monarquía lleva tiempo dejando de ser ese inmenso y exitoso engaño que describió Baruch Spinoza. Para el filósofo que escribió la monumental “Ethica more geométrico demonstrata”, el logro de la mentira monárquica era que el hombre considerase un honor, en lugar de “una ignominia”, dar “la sangre y el alma” para el orgullo y el poder de los reyes.
En Europa, las iglesias cristianas bendijeron “el engaño” con la argumentación teológica lucubrada por Pablo: “non est enim potestas nisi a Deo” (no hay poder que no venga de Dios). Por lo tanto, “omnis potestas a Deo” (todo poder viene de Dios); ergo, si el rey lo tiene, es porque Dios así lo quiere.
Las iglesias cristianas, como otras religiones, bendijeron también los matrimonios entre nobles que no se casaban por amor, sino por decisiones políticas tomadas por las casas reales.
Hubo algunas excepciones de cónyuges que se amaron. Por caso, la reina Victoria estuvo locamente enamorada de su primo alemán Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, con quien la última monarca de la Casa Hannover tuvo nueve hijos. Y también hay razones para pensar que el príncipe consorte sentía hacia Victoria un gran afecto, sino directamente amor conyugal.
Arreglo
Pero la realidad es que la mayoría de los matrimonios en la realeza no tenían que ver con el amor, sino con política o negocios. De tal modo, la desventura sentimental de Diana Spencer con el príncipe Carlos no debe ser una excepción, sino la regla. Buena parte de las esposas de reyes y los esposos de reinas, deben haberse sentido atrapados en esas relaciones ficticias.
Sobre todo muchas princesas o reinas se habrán sentido despreciadas por sus maridos, como se sintió Juana la Loca. Aquella atormentada mujer que ocupó el trono de Castilla, Aragón y Navarra como Juana I, y terminó encerrada en Tordesillas por decisión de su padre y de su hijo, que la hicieron considerar demente, estuvo enamorada de su frío y distante esposo, Felipe IV “el hermoso”, cuyo cadáver paseó en carruaje por toda España como si estuviera vivo.
Seguramente, Lady Di no fue la única que padeció un matrimonio de la realeza; pero su desventura fue la que cambió las monarquías europeas. A partir de su trágica muerte, todos los príncipes se casaron con plebeyas. Las sociedades europeas así lo exigen.
Plebeyas
El príncipe que luego se convirtió en el rey Felipe VI, se casó con la periodista divorciada Leticia Ortiz, ingresándola a la familia real presidida por un miembro de la realeza española y una princesa griega miembro de la abolida corona helena: Juan Carlos I de Borbón y Sofía de Grecia y Dinamarca, bautizada en la iglesia ortodoxa y perteneciente a la Casa Glücksburg. La Infanta Cristina, hija de ambos monarcas y hermana del actual rey, se casó con el plebeyo deportista, y a la postre corrupto, Iñaki Urdargarín.
Más llamativo aún fue que una sudamericana se convirtiera en reina de Holanda. Allí está la argentina Máxima Zorreguieta, en el trono de la dinastía Orange. Incluso Guillermo, el hijo de Lady Di y el príncipe de Gales, se casó con la plebeya Catalina de Cambridge. No obstante, la revolución europea contra los casamientos entre familias reales llegó a su punto máximo en Suecia, donde el príncipe Carlos Felipe se casó con la actriz porno Sofía Hellqvist, convirtiéndola en duquesa de Värmland.
Los príncipes enamorados de plebeyas ya no tienen que ser heroicos como Eduardo VIII, quien se coronó rey británico en enero de 1936 y en diciembre de ese año abdicó a favor de su hermano menor, Alberto, convirtiéndolo en Jorge VI.
Diana Spencer era vista como plebeya, pero no lo era (al menos no del todo) ya que pertenecía a una familia aristocrática y su padre tenía el título de conde. Sin embargo no era vista como parte de la realeza británica. No fue la primera. Se le adelantó la bella Grace Kelly, la actriz norteamericana que enamoró al príncipe Rainiero cuando filmó en Montecarlo la película “Atrapa a un ladrón”.
Ambas tuvieron también en común la muerte en accidentes automovilísticos. La diferencia entre Lady Di y Grace Kelly, aparte de la diferencia entre el poderoso Reino Unido y la pequeña y simbólica Mónaco, es que la estrella de Hollywood se integró perfectamente en la familia Grimaldi y tuvo un matrimonio feliz, o al menos que parecía feliz. En cambio, Diana tuvo un matrimonio fallido; no fue asimilada ni contenida por la familia real británica y fue la primera princesa visiblemente infeliz, desde Juana la Loca. Precisamente en esa tristeza se explica el fenómeno popular de Lady Di; el huracán que cambió el paisaje de la realeza europea al convertir en regla lo que había sido excepción: el ingreso de plebeyos a las familias reales.
Para la foto
Si hubo tantas desdichadas en la historia de la realeza ¿por qué el caso de Diana provocó el sismo que sacudió a la mismísima Casa Windsor? Por los paparazzi.
El mismo oficio que le causó la muerte por escapar de los flashes, fue el que registró con sus indiscretas cámaras el rostro de la princesa triste. Las lentes de los fotógrafos y camarógrafos captaron y le mostraron a los británicos y al mundo, la desdicha de la esposa del príncipe Carlos. Ocultar emociones y sentimientos ha sido parte esencial del arte de reinar. Diana no pudo hacerlo. Incluso en las fotos y videos en los que sonreía, era visible la soledad que padecía en los aposentos de Buckingham.
Un príncipe enamorado de otra mujer, Camila Parker Bowles, y una esposa más bella y joven que la amante, pero que sufría del destrato de su marido y sus suegros, fueron protagonistas de la novela que cautivó a británicos y europeos. El final feliz fue para los amantes Carlos y Camila, que acabaron casándose. El final trágico le tocó a Diana. Huyendo de las cámaras para llegar al departamento de su amante, el magnate Dodi al-Fayed, se estrelló el Mercedes Benz S280 que la llevaba.
El mito que nació con su muerte, explica que Carlos aún no haya podido convertirse en rey de los británicos. Su descrédito fue tan grande, que alargó la espera para suceder a su madre. Felipe de Edimburgo, padre de Carlos y príncipe consorte, ya abandonó por su avanzada edad las obligaciones de Estado que tenía. Pero la reina Isabel aún no puede poner fecha a su abdicación, porque fue ella, y no su hijo, la que logró frenar la ola de impopularidad que sacudió a la familia real. Con la ayuda de Tony Blair, la monarca se aferró al timón y logró impedir el naufragio de la dinastía Windsor, en la tempestad desatada por el huracán Diana.
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