Veinte por ciento. La cifra no es exacta, en realidad es diecinueve con algún decimal por ciento. Pero sí, es casi veinte por ciento. Esa es la caída del público televisivo de la que alguna vez fue una de las noches de mayor rating de la televisión estadounidense, la de la entrega de los Oscar. Para colmo era una entrega múltiplo de diez, noventa, lo que suele implicar un extra histórico. Pero pasó eso: la audiencia televisiva descendió cerca de un veinte por ciento respecto del año anterior. No es mucho: es muchísimo. Algo pasa con Hollywood y su fiesta más conocida y aparentemente universal, y 2018 es, en ese sentido, un año liminar. Lo que hay es un divorcio entre las películas que los casi siete mil votantes de la Academia eligen como lo más representativo de su industria y el público. Pero también hay otra cosa: miedo.
Como saben, el premio mayor se lo llevó "La forma del agua", y además su director, Guillermo del Toro, triunfó en su rubro. Pero todo estuvo muy repartido, aunque la noche parecía tener dos ejes principales: la inclusión y América latina. Chile se llevó el Oscar por "Una mujer fantástica", y México festejó porque, además, ganó "Coco". Que sí, es una multimillonaria película estadounidense, pero habla de aquel país y sus tradiciones. Resulta curioso, a veces, que los artistas latinoamericanos expresen con fuerza un antinorteamericanismo visceral y luego estén tan pendientes de lo que pasa en Hollywood con ellos. Síndrome de Estocolmo, tal vez, o tal vez que, después de todo, Hollywood maneja la distribución y la exhibición mundial. Bussiness, se sabe, are bussiness.
Pero volvamos al eje de la noche: el miedo. Después de la tremenda gaffe de confundir el premio principal en 2017, la ceremonia estuvo ajustadísima y sí, hicieron el chiste de que Faye Dunaway y Warren Beatty entregaran el premio final (esta vez no hubo error). Pero quizás ese fue el único momento de distensión.
Miren, por ejemplo: tres de las acusadoras del monstruo Harvey Weinstein, Ashley Judd, Annabella Sciorra y Salma Hayek -a dos de ellas, Judd y Sciorra, directamente les arruinaron la carrera por no dejarse acosar por Weinstein, a quien de paso no mencionaron- presentaron con bastantes nervios un segmento que hablaba de las películas como un arte que sirve para la inclusión, permitiendo de paso un buen chivo al megatanque "Pantera Negra".
Pero el problema con ese momento consiste en que Weinstein fue el Papa en los Oscar por mucho tiempo, con lobbys todopoderosos que hicieron ganar el premio a mediocridades como "El discurso del rey" o ejemplos de anticine total como "El Artista".
Es decir: Weinstein, ahora expulsado, era uno de ellos. Y cuando uno dice “ellos”, son todos. Así que el miedo estaba justificado: podía pasar que en cualquier momento alguien revelara un trapo sucio de otro alguien. O que -peor que peor- se ofendiera a alguna minoría desde el estrado con un chiste fuera de lugar. Es raro: no hay humor sin un poco de ofensa. Esa ausencia es una de las claves del aburrimiento.
Hay que volver a ver toda la ceremonia. El host Jimmy Kimmel trató por todos los medios de no decir nada ofensivo. El segmento populista, ese donde las estrellas fueron a un cine a interrumpir la función y regalar golosinas (totalmente preparado: como dijo alguien en Twitter ¿Cómo tenés función de cine en una sala sobre una calle cerrada por el Oscar?) fue absolutamente aburrido y lavado, controlado por todos los medios para que no causara problemas. Toda espontaneidad fue borrada de cuajo, porque espontaneidad implicaba que alguien dijera algo fuera de lugar.
Lo mejor de la noche, quizás, fue lo de Frances McDormand, alentando a las mujeres presentes a pararse en la sala y diciendo “estas mujeres tienen proyectos que necesitan que escuchen y financien, así que no nos hablen ahora en las fiestas post Oscar, sino invítennos a las oficinas en un par de días o, mejor, vengan a las nuestras”. Y terminó el speech diciendo “Inclusion rider”, que es una estipulación en los contratos de una película que ordena que, al menos, el 50% del elenco y personal sean mujeres o representantes de minorías. Sí, estuvo bien, pero tampoco fue algo demasiado revolucionario aunque, claro, la pelea todavía debe seguir porque la igualdad está más declamada que realizada. Todos, claro, aplaudieron.
Ahora bien: no estamos diciendo que la idea de decir ciertas cosas en una emisión transmitida universalmente (incluso un segmento que celebraba a los soldados estadounidenses “que luchan por la libertad en todo el mundo”, como para dejar claro que la Academia no deja de ser “americana”) sea mala. Sólo que el verdadero Hollywood es el del gran espectáculo y las estrellas, no una versión en frac de Plaza Sésamo.
Sin algo de diversión, de humor, sin la idea de que, después de todo, uno puede burlarse del mundo que lo rodea (tradición del cine en el siglo XX, motor del humor en cualquier lado, cable a tierra que crea perspectiva sobre lo cotidiano), una entrega de premios es nada diferente de una entrega de diplomas universitarios.
Quizás todo había sido por esos carteles fuera del recinto, colocados hace días, donde se pedía que los que subieran al escenario denunciaran a los pedófilos de Hollywood.
O quizás porque nadie es tan santo (todos sabían, repetimos, quién era Harvey Weinstein). El miedo llevó a gente con buen humor a callar lo que pensaba y a temer, sobre todo, el ridículo. Paradójicamente, todo fue tan lavado e hipócrita que la gran ganadora fue la ridiculez.
Crítico de cine de NOTICIAS.
por Leonardo D’Espósito
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