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OPINIóN | 11-07-2018 11:29

Taxistas caza Uber: sobrevivir en la tierra de nadie

El Estado vuelve a fallar en su rol más básico: monopolizar la aplicación de la ley. Conceptos básicos y olvidados de una sociedad sin amos ni esclavos.

El concepto es básico: el único que puede aplicar Justicia es el Estado. Elemental, mínima noción de civismo que en nuestra Constitución está establecida cuando dice que «Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, ni juzgado por comisiones especiales, o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho».

Lo repetimos quienes lo vimos en la escuela –dando por sentado que aún se enseña en las aulas– y a veces nos olvidamos qué quiere decir cada una de esas palabras: nadie puede ser castigado sin un proceso judicial llevado a cabo por personas que fueron republicanamente designadas para cumplir ese rol. No lo puedo hacer yo, no lo puede hacer usted, no lo puede hacer mi vecino.

Esta idea que filosóficamente quedó plasmada en el mantra «ni amos ni esclavos» llevó siglos de derramamiento de sangre en revueltas, guerras civiles y revoluciones independentistas para lograr establecer Estados modernos en los que no hay prerrogativas de sangre, donde nadie es superior al otro frente a ninguna ley divina por pertenecer a uno u otro grupo social. Y no fue gratis: costó millones de vidas.

Para garantizar esa igualdad ante la ley, se impuso que el único que puede concentrar el monopolio de la imposición de las leyes, sea por insinuación, disuasión o por la fuerza, es el Estado. Puede resultarnos injusto cuando un fallo es en nuestra contra –la justicia es justa cuando nos da la razón– pero así son las cosas por una sencilla razón: la otra opción nos resultaría insufrible.

Y la otra opción nos resulta insufrible.

Cada vez que un particular se arroga derechos por sobre los demás se nos dispara una catarata de sensaciones que pueden ir de la indignación al espanto, algo que a lo largo de la historia de la Argentina lo hemos padecido harta cantidad de veces con uno de nuestros deportes preferidos: los grupos parapoliciales. Agrupaciones de loquitos con delirio de grandeza que creen que las leyes son para idiotas y que son ellos quienes deben velar por el mantenimiento del statu quo que les pertenece porque así lo quiso Dios.

Y eso es lo que estamos viendo nuevamente desde hace dos años en esta ciudad de Buenos Aires que gusta de mostrar obras europeas, planificaciones faraónicas y buena onda para sus vecinos y visitantes, pero que no manifiesta el mínimo interés en contener a un grupo de delirantes que sienten que está en sus manos el poder de hacer justicia y castigar a quienes buscan ganarse el mango.

Primera consideración: no conozco a nadie que maneje su auto bajo el sistema Uber que esté salvado económicamente. Nadie en su sano juicio pone su auto relativamente nuevo a servicio de otras personas con los costos que eso genera más allá de los ingresos, fundamentalmente, el desgaste y pérdida de valor de una unidad que no fue adquirida para trabajar y que termina en esa función por necesidad.

Segunda consideración: el monopolio represivo del Estado, en este caso encarnado por la Justicia de la ciudad de Buenos Aires, ha distado kilómetros de lo deseable en materia de conservar ese monopolio. Lo hemos visto durante los primeros meses de funcionamiento de Uber, cuando declarada la falta de adecuación del sistema a las leyes argentinas –como si hubiera algo fácil de adaptar a esta telaraña legal– se reproducían las situaciones en las que dos o tres taxistas interrumpían la circulación de un vehículo y llamaban a la policía para que detuviera al hombre que manejaba su propio auto. Uno de ellos estaba cometiendo una infracción, los otros dos o tres estaban cometiendo el delito de privación ilegal de la libertad. Adivinen a quién se llevaba detenido la policía.

El Ejecutivo de la Ciudad de Buenos Aires tampoco corrió con los mejores caballos, al poner dinero de los contribuyentes para desarrollar una aplicación para celulares para los taxistas y remarcar públicamente la ilegalidad de Uber. Un manotazo de ahogado que mostró lo alejado del siglo XXI que se encuentra un sistema que lo único que pudo demostrar en los últimos tiempos es que sobrevive gracias a cazar en el zoológico.

Luego vinieron las agresiones físicas con riesgo de vida para cualquiera, cuando algunos taxistas comenzaron a disparar. Sí, armas de aire comprimido, pero que producen daño y, en su potencialidad, son extremadamente peligrosas cuando el apuntado es el conductor de un vehículo que puede perder el control. Otro buen día las víctimas de las agresiones comenzaron a ser cualquier conductor que les pareciera sospechoso.

Lo que nunca se cortó desde el día uno son las protestas de una buena porción de taxistas que interrumpen el tránsito en horas pico para reclamarle a un Estado que durante dos años hizo todo lo que tenía a su alcance para cumplir con las extorsiones. Y no pasó nada.

Dos semanas atrás le tocaron el hombro a un funcionario público que se sintió amenazado y recién ahí pusieron caras serias. Pero tampoco pasó nada de consideración, más allá de que pulule la noticia por los medios.

Curiosidades de la comunicación: la noticia de la amenaza a un funcionario quedó en la nada porque casi todos los días tenemos noticias negativas de la guerra de los taxistas.

Y como toda acción de justicia por mano propia que no se frena a tiempo, la misma tiende a escalar en su búsqueda de impacto. Hoy nos despertamos con la noticia de que, directamente, hay quienes optan por incendiar autos que sospechan que son utilizados para prestar el servicio de Uber.

Habría que hacer un sencillo ejercicio: pensar el nivel de falta de contención emocional que tiene una persona que decide prender fuego un vehículo sin pensar en absolutamente nada, ni en las consecuencias directas al que está incendiando, ni en el peligro de una explosión o de la extensión del incendio a otros vehículos o viviendas. ¿Esa persona está en condiciones de transportar pasajeros, cuando no está en condiciones de vivir en sociedad?

No voy a decir que quizá sea hora de que las autoridades tomen cartas en el asunto, porque es algo que deberían haber hecho desde el día cero. Porque a cualquiera le puede aparecer un puñado de personas con delirios parapoliciales. Pero que se sostengan en el tiempo, sí que es responsabilidad del Estado por acción u omisión.

En cambió, quizá sí sea hora de que se enteren que tienen que hacer algo urgente. Más que nada porque vivimos en un Estado de derecho y el mantenimiento de ese Estado nos cuesta un buen dineral como para que quedemos librados a la buena suerte de si nos cruzamos o no con algún talibán que cree tener más derechos que otros.

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