Cuando Mauricio Macri inició su gestión, creía que para congraciarse con la gente tendría que limitarse a darle buenas noticias acerca del estado del país, nada de pálidas, de ahí el optimismo lírico al que se entregó hasta que, en abril del año pasado, chocó contra la realidad.
Aleccionados por lo sucedido, y por la reacción extrañamente resignada de la mayoría frente al fin del sueño de que la Argentina pudiera transformarse en un “país normal” sin que nadie decente se sintiera perjudicado, el Presidente y sus ayudantes parecen haber llegado a la conclusión de que a la gente le gustan las malas noticias, acaso porque toma la voluntad oficial de difundirlas por evidencia de que están resueltos a hacer cuanto les parezca necesario para que la economía se mantenga a flote.
Será por tal motivo que, entre las fiestas navideñas y el año nuevo, el Gobierno se comprometió a continuar aumentando brutalmente las tarifas energéticas y de transporte. Sacrificaría todo en aras del déficit cero exigido por los mercados. También habrá incidido la idea de que, con las próximas elecciones presidenciales en el horizonte, sería mejor que el Gobierno hiciera el trabajo sucio lo antes posible con la esperanza de que, algunos meses más tarde, hasta un pequeño repunte le asegurara beneficios pingües.
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De todos modos, a esta altura los macristas entenderán que su destino político depende menos de sus propios méritos que de las deficiencias patentes de todas las alternativas disponibles que, una vez más, son peronistas. Como hizo Juan Domingo Perón en una oportunidad, dirían: “No es que nosotros seamos tan buenos, sino que los demás son peores”.
Así y todo, no les convendría exagerar el machismo retórico. Todavía no han dominado el arte de comunicarse con los muchos que, si bien no quieren que regresen Cristina y su tropa y desconfían de todos los peronistas, por aggiornados que algunos dicen ser, tienen sus dudas en cuanto a la capacidad y honestidad de los macristas. Al otorgarse un aumento del 25% sin subrayar que el año pasado, en que la inflación se acercó al 50%, sus salarios quedaron congelados, Macri y los integrantes de su gabinete se expusieron a muchas críticas en las redes. Mal que les pese, las impresiones, por arbitrarias que sean, siempre importan.
Pues bien: el “gradualismo” funcionó a su manera cuando el consenso internacional era que la economía mundial, motorizada por China y Estados Unidos, seguiría creciendo a un buen ritmo, pero todo hace pensar que aquellos días felices ya se han ido y que lo que nos aguarda es un período tal vez largo de convulsiones financieras y rupturas comerciales. En las semanas últimas, quienes monitorean las vicisitudes de las distintas economías se han hecho casi tan pesimistas como los responsables de dibujar “el riesgo país” argentino que tanto obsesiona a Macri, Nicolás Dujovne y Guido Sandleris.
Prevén que pronto se desinfle el boom desatado por Donald Trump en Estados Unidos, que China se desacelere mucho, que el Reino Unido, atormentado por el Brexit, sufra calamidades, que Italia dinamite el euro, que Alemania, que depende demasiado de las exportaciones y tiene grandes bancos que están en apuros, se enfrente a una recesión, que el gobierno francés, jaqueado por los chalecos amarillos, sea incapaz de llevar a cabo las reformas drásticas que se ha propuesto y que el Japón, cuya población está reduciéndose con rapidez alarmante, siga atrapado hasta las calendas griegas en una espiral deflacionaria.
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Es posible que tanto catastrofismo resulte injustificado, pero el que se haya puesto de moda es de por sí preocupante. Como nos recordó Lord Keynes, cuando de la economía se trata, el estado de ánimo de los protagonistas suele ser un factor clave, de suerte que un exceso de pesimismo puede ser más que suficiente como para provocar una recesión prolongada e incluso una depresión.
Desafortunadamente no sólo para Macri sino también para el grueso de la población, el “viento de cola” que supieron aprovechar personalmente los Kirchner soplaba con fuerza cuando el gobierno no quería que la Argentina se integrara plenamente al sistema económico mundial, pero ahora que el país tiene uno que está dispuesto a privilegiar las relaciones internacionales, el mundo se haya vuelto menos hospitalario, lo que significa que le será mucho más difícil salir del marasmo paralizante en que cayó hace ocho meses.
Cambiemos es en buena medida un producto de la clase dirigente nacional. Aunque sus integrantes, comenzando con Macri, procuran hacer creer que tienen poco en común con sus congéneres de otros movimientos, comparten con ellos muchas características. Es por lo tanto legítimo preguntarnos si una corporación que, en el transcurso de tres generaciones, se las arregló para hundir a un país que, por cierto, nunca ha carecido de presuntas ventajas comparativas, puede poseer la capacidad política e intelectual para reflotarlo.
Ya en el siglo XIX los interesados en el desarrollo de esta parte del mundo, tanto nativos inquietos como visitantes extranjeros perspicaces, manifestaron el asombro que les motivaban la ubicuidad de la corrupción, la propensión generalizada a subordinar casi todo a lazos familiares, el pragmatismo, por llamarlo así, de los hombres públicos, el superávit de demagogos elocuentes y la precariedad de las incipientes agrupaciones políticas.
Desde aquellos tiempos no tan lejanos muchas personas se han comprometido a extirpar tales vicios para que el país se modernizara o, como decían entonces, para que dejara atrás la barbarie, pero de un modo u otro todos aprendieron que no es tan fácil oponerse a lo que, para la mayoría, es el sentido común.
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¿Está la Argentina programada para fracasar? A juzgar por lo ocurrido a partir de las primeras décadas del siglo pasado, la cultura política, basada como está en la apropiación de recursos para repartir a cambio de votos, la condena a la involución permanente. Aunque el gobierno macrista se afirma decidido a poner fin al clientelismo politizado que rige en el conurbano bonaerense y otras zonas del país, no ha podido hacerlo porque entiende muy bien que las consecuencias serían trágicas.
Antes bien, por razones electoralistas expandió las redes que ya existían cuando llegó con la esperanza de que un buen día aparezcan aquellos “empleos de calidad” que, fantasea, serían aptos para una multitud de personas apenas alfabetizadas que ningún empresario cuerdo soñaría con contratar. Mientras tanto, voceros oficiales nos advierten que, dentro de poco, la automatización eliminará por completo una amplia gama de puestos de trabajo, entre ellos los apropiados para mano de obra escasamente preparada, además de los de muchos profesionales.
No sólo aquí sino también en otros países, suele darse por descontado que la riqueza de las diversas naciones dependerá cada vez más de su capital humano, o sea, de la educación. En este ámbito, como en muchos otros, la situación es deprimente. Conforme con las pruebas internacionales, el nivel alcanzado por los estudiantes argentinos, sin excluir a quienes asisten a colegios de elite, es inferior al considerado normal en Asia oriental, Europa y hasta Estados Unidos.
Para colmo, hace poco se informó que el cuarenta por ciento de los nuevos docentes no comprenden muy bien lo que leen y no saben escribir sin cometer gruesos errores gramaticales y ortográficos. Demás está decir que tales neófitos contarán con el apoyo firme de los sindicatos que, lo mismo que en el resto del mundo, defienden con tenacidad especial a los claramente incapaces.
Es tentador, pues, tomar al gobierno macrista por uno más de una larga serie que sólo aspira a que el país no estalle mientras esté en el poder. Por cierto, no le será dado concretar en el año que acaba de empezar las drásticas reformas estructurales que cree imprescindibles para que la Argentina levante cabeza y sería poco probable que tenga más suerte en el caso de que lograra estirar su gestión hasta el verano de 2023. Es que el cambio, si es que uno finalmente sobreviene, tendría que ocurrir en el seno de la sociedad.
Aunque hay algunas señales promisorias, como el hecho de que, a pesar de todo, un sector muy extenso preferiría que Macri continuara siendo presidente a emprender una nueva aventura populista, las perspectivas inmediatas distan de ser brillantes.
Hasta nuevo aviso, los encargados del Gobierno seguirán rezando, como hicieron tantos antecesores, para que haya una buena cosecha, suplementada, tal vez, por lo que puedan generar los gigantescos depósitos de esquisto gasífero y petrolífero de Vaca Muerta.
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Es una lástima que tanto aún dependa de los recursos naturales en una época en que la inteligencia aplicada es mucho más valiosa pero, como diría Macri, es lo que hay. Con mucho esfuerzo su gobierno, o sus eventuales sucesores con tal que sean de mentalidad similar, podrían usar el dinero aportado por la suerte geológica para hacer retroceder la cultura de la pobreza que, año tras año, inmoviliza a más argentinos y que ya tiene en su poder maligno a una tercera parte de la población. Aunque a primera vista el desafío así supuesto es menor que el enfrentado con éxito por países como China y, hace medio siglo, Corea del Sur, aquellos países asiáticos contaban con ventajas culturales del tipo que no suelen encontrarse donde hay recursos naturales abundantes.
*PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
por James Neilson
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