Pensándolo bien, son optimistas los muchos que, frustrados o decepcionados por el estado del país luego de más de tres años de macrismo, nos aseguran que Cambiemos es un conjunto de mediocres chambones encabezados por un sujeto insulso. Son optimistas porque dan por descontado que a personas tan inteligentes y capaces como ellos les sería fácil frenar la inflación galopante, aumentar el poder de compra de sus habitantes, dejar de atormentarlos con tarifazos arbitrarios y emprender aquellas reformas estructurales que de acuerdo común serán necesarias para que el país se haga debidamente competitivo.
Si bien los políticos en campaña que hablan así quieren sacar provecho de la fase más reciente de la larguísima crisis nacional y por lo tanto critican con virulencia casi todas las medidas puntuales del Gobierno, prefieren atribuir los resultados lamentables de su gestión a las presuntas deficiencias de los funcionarios; no se oponen al “rumbo” como hacen los kirchneristas y los guerreros de la izquierda dura que sueñan con una revolución como las de antes. Lo que quieren Cristina y sus coyunturales aliados trotskistas es que el país que conocemos estalle en mil pedazos para que sobre las ruinas surja otro. Aunque sería un error subestimar su capacidad para movilizar el rencor que sienten los marginados de la economía formal, por ahora cuando menos sólo es cuestión de una minoría agresiva.
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Es por tal motivo que, para asombro de muchos, sigue siendo posible que Cambiemos logre aferrarse al poder en la elección presidencial que ya ha asomado en el horizonte. A pesar de los esfuerzos de quienes se dedican a mantenernos informados acerca de la torpeza a su juicio extraordinaria de los oficialistas actuales, no han podido convencer a la gente de que reemplazarlos por peronistas “racionales” solucionaría los problemas así ocasionados. ¿Serían Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa o Roberto Lavagna menos proclives que Mauricio Macri a cometer aquellos errores de comunicación que tanto los indignan? ¿Sería una administración peronista más confiable que la apoyada por la gente de Cambiemos? La verdad es que muy pocos lo creen.
Si no fuera por la presencia ominosa de Cristina, la jefa de un movimiento conservador que quisiera que el país regresara a 2015 para entonces seguir viaje hacia los años setenta del siglo pasado cuando la ex presidenta aún era una joven inquieta, el panorama electoral sería insólitamente monocolor. No hay diferencias ideológicas muy grandes entre los aspirantes principales a gobernar el país, sólo matices de importancia reducida.
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No siempre fue así. En el pasado reciente, Raúl Alfonsín y Carlos Menem motivaron entusiasmo desbordante porque parecían representar algo radicalmente nuevo. Eran lo que andando el tiempo se llamarían “cisnes negros” cuya aparición tomó por sorpresa a casi todos. En clave menor, Macri también se vio beneficiado por la idea de que su llegada significaría una ruptura que le permitiría al país salir del viscoso pantano populista en que lo habían metido los kirchneristas.
De un modo u otro, todos fracasaron, de ahí el clima de resignación escéptica que se ha difundido. Parecería que la mayoría sabe muy bien que no habrá soluciones fáciles e indoloras para los tristemente célebres problemas estructurales que se han acumulado en el transcurso de más de siete décadas.
En otras partes del mundo occidental, el centrismo sensato, por calificar así el consenso aún incipiente que parece estar consolidándose en el país, está bajo ataque. El Brexit, Donald Trump, Matteo Salvini, Jair Bolsonaro, el auge de agrupaciones denostadas como derechistas en Europa y también la reacción del ala izquierdista del Partido Demócrata estadounidense frente al desafío planteado por Trump, reflejan la voluntad de muchos millones de personas de probar suerte con esquemas sociopolíticos supuestamente nuevos, pero, una vez más, la Argentina está resultando ser un país atípico. La razón es sencilla; ya se han ensayado sin éxito variantes parecidas a las propuestas por los dirigentes nombrados y la mitad de la población –quizás un poco más–, sabe que no sirven. Así pues, un sector sustancial de la sociedad optó por “la normalidad” justo cuando los países calificados de rectores la abandonaban. Por eso las “elites” tradicionales de otras latitudes están resueltas a respaldar a Macri: lo ven como un antídoto al mal populista que, para alarma de muchos, está causando estragos en otros lugares.
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Aunque la campaña electoral ya se ha iniciado, no parece estar por verse dominada por el enfrentamiento de programas de gobierno claramente distintos. Los protagonistas de los debates un tanto confusos que están celebrándose se concentran en temas económicos en torno a los cuales es difícil alcanzar conclusiones contundentes que atraerían la atención del electorado; opinan acerca de los costos para el Estado de los subsidios que reparta con generosidad ejemplar, el papel que le corresponde al Fondo Monetario Internacional, el futuro del dólar –es decir del peso, aunque pocos aluden directamente a la moneda nacional cuando hablan del riesgo de otra convulsión cambiaria–, la mejor forma de sincerar el mercado energético y, desde luego, la inflación que es producto de la propensión congénita de los políticos a persuadirse de que el país es mucho más rico de lo que harían pensar las malditas estadísticas, lo que, entre otras cosas, los ayuda a justificar sus propios ingresos. Son temas importantes, pero no son de la clase que enfervoriza a multitudes.
Al gobierno le gustaría que figuraran otros temas, como los supuestos por la seguridad y, huelga decirlo, la corrupción, pero por razones evidentes, hasta nuevo aviso la mayoría estará más preocupada por la vicisitudes de la lucha diaria por mantener el nivel de vida al que se ha acostumbrado. Como no pudo ser de otra manera, los corruptos acusan al gobierno de querer desviar la atención de la ciudadanía de la debacle económica hablándole de cosas meramente anecdóticas como el robo de miles de millones de dólares de las arcas públicas, además de disparar denuncias contra quienes están vinculados de un modo u otro con el macrismo con el propósito de hacer pensar que, puesto que todos los políticos, jueces, fiscales y otros dignatarios son igualmente venales, es muy injusto ensañarse con Cristina y sus cómplices.
Los kirchneristas esperan que la economía siga jugando en contra de Macri. ¿Y los peronistas “racionales”? Si bien entenderán que no les convendría que uno de los suyos triunfara en medio de un nuevo colapso generalizado, a personajes como Massa les está resultando difícil resistirse a la tentación de provocar dificultades insistiendo en la necesidad de “renegociar” el acuerdo con el FMI para que sea menos rígido. En principio, los macristas coincidirían con el tigrense, pero saben que no sería del interés del país que el Gobierno brindara la impresión de no estar en condiciones de cumplir con lo acordado hasta ahora.
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Al fin y al cabo, la alternativa a contar con cierta ayuda financiera del “mundo”, o sea, del FMI, sería depender exclusivamente de los recursos internos que, por desgracia, seguirán siendo sumamente magros hasta que Vaca Muerta comience a producir cantidades enormes de dinero. El depósito gigantesco de gas y petróleo del norte de la Patagonia es el equivalente moderno de la “buena cosecha” con que soñaban los gobernantes de generaciones anteriores. Por supuesto, dista de ser alentador el que, como ha sido el caso desde el siglo XIX, la eventual salvación del país dependerá menos de su capital humano que de los recursos naturales proporciona dos por la geología, pero tal y como están las cosas sería muy poco realista apostar a que un nada probable renacimiento educativo sirviera para que la Argentina recuperara el lugar en el concierto internacional que una vez ocupó.
Desde hace muchos años, los angustiados por la decadencia prolongada del país dicen creer que todo iría mejor si se superaran las viejas “antinomias” o, últimamente, “grietas” para que se pusieran en marcha “políticas de Estado”. A pesar de los esfuerzos vigorosos de los kirchneristas y sus amigos, que tienen motivos decididamente personales para oponerse a todo cuanto hace el gobierno macrista, las brechas actuales entre las distintas agrupaciones son menos significantes que las que se dan en Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, España, Italia y otros países europeos, pero sucede que el consenso embrionario que está gestándose amenaza con privar a la política de buena parte de su contenido emotivo, lo que, a juzgar por la experiencia ajena, podría ser peligroso.
A menos que haya conflictos que se deben a algo más que las ambiciones personales de quienes aspiran a destacarse por encima de los demás y hacen de la política una especie de juego de serpientes y escaleras, la mayoría perderá interés en las actividades de quienes se suponen sus “dirigentes” hasta que, un buen día, decida que ha llegado la hora de rebelarse contra “elites” que a su parecer privilegian sus propias prioridades corporativas, lo que haría votando a favor de individuos como Trump, Bolsonaro o Salvini.
por James Neilson
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