Para muchos progresistas norteamericanos y sus equivalentes de otras latitudes, el que un personaje tan estrafalario como Donald Trump sea presidente del país más poderoso del universo conocido sigue siendo una aberración apenas comprensible. Aún les cuesta creer que realmente derrotó a Hillary Clinton en las elecciones de hace ya más de dos años. En vez de atribuir el resultado que los dejó boquiabiertos a los muchos errores de campaña que fueron cometidos por la esposa de Bill, optaron por declararla víctima de una conspiración siniestra orquestada por aquel genio del mal, el ruso Vladimir Putin. En tal caso, Trump no sería un presidente legítimo sino el agente de una potencia extranjera enemiga que se apropió del sistema electoral norteamericano.
Por raro que parezca, esta fantasía, bautizada “Rusiagate” por quienes auguraban a Trump un destino parecido al de Richard Nixon, ensombreció durante años la gestión del “hombre más poderoso del mundo”. ¿Servirá para exorcizar la conclusión de la investigación exhaustiva encabezada por el ex director del FBI, Robert Mueller, de que Trump y los miembros de su equipo electoral no coordinaron nada con los rusos?
Puede que no, ya que en opinión de los demócratas más indignados por la mera presencia en la Casa Blanca de Trump, el que sea un títere de Putin es un artículo de fe al que no se les ocurriría renunciar, pero se trata de una minoría. Otros demócratas saben muy bien que Trump acaba de anotarse un triunfo muy importante, uno que enseguida comenzó a aprovechar para atacar con furia a aquellos políticos y periodistas que lo acusaron de ser un traidor.
Aunque algunos continúen procurando encontrar motivos válidos para someter a Trump a un juicio político, los jefes del partido demócrata creen que sería mejor actuar con cautela. Con las elecciones presidenciales del año que viene asomando por el horizonte, no les convendría en absoluto brindar la impresión de estar dispuestos a ir a cualquier extremo a fin de voltear al gobierno de su país.
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Por supuesto, el que no hubiera “colusión” entre el equipo de Trump y la gente de Putin no quiere decir que los rusos se abstuvieron de procurar incidir en el proceso electoral de la superpotencia. Lo mismo que todos los demás gobiernos y un sinfín de grupos politizados e individuos, intentaron influir en el desenlace, pero parecería que fueron tan magros los resultados de sus esfuerzos por ayudar a Trump, ya que no les gustaba demasiado Hillary, como fueron los de progresistas de otros países que esperaban aportar al eventual triunfo de la demócrata. Mal que les pese a quienes quisieran impedir que extranjeros participen de algún modo en las elecciones de su propio país, tendrían que erigir barreras electrónicas infranqueables parecidas a las ensayadas por los gobernantes chinos en un intento de mantener a raya ideas de origen externo a su juicio peligrosas.
De todos modos, cuando de pretender influir en las campañas electorales de otros países se trata, es innegable que los norteamericanos son los campeones mundiales. A través de los años, han gastado una cantidad enorme de dólares en docenas de lugares para respaldar a candidatos que creen amigos y oponerse a los que –como Juan Domingo Perón cuando se las ingenió para polarizarse con el embajador yanqui Spruille Braden–, podrían ocasionarles dolores de cabeza. Con frecuencia, los esfuerzos en tal sentido han resultado ser contraproducentes; Barack Obama ayudó a los partidarios de Brexit cuando dijo que en su opinión salir de la Unión Europea tendría consecuencias negativas. Así y todo, el que los gobiernos de su propio país nunca hayan vacilado en entrometerse en los asuntos internos de otros no ha sido óbice para que políticos norteamericanos se afirmen ultrajados moralmente por la intromisión extranjera en los suyos.
La voluntad de tantos demócratas de convencerse de que Trump no pudo haber ganado las elecciones de 2016 sin la ayuda decisiva de los servicios secretos rusos, dueños ellos del ciberespacio, refleja lo difícil que les es enfrentar la realidad. Lo mismo que sus homólogos de partidos de otras partes del mundo que se habían acostumbrado a ocupar el centro del viejo mapa ideológico que, para su desconcierto, están perdiendo con rapidez el apoyo de franjas crecientes de su clientela tradicional, culpan por los reveses que sufren a los medios sociales que, según ellos, fabrican “noticias falsas”, a potencias extranjeras, a demagogos “ultraderechistas” y, sin decirlo explícitamente, a la estupidez del votante común.
No quieren reconocer que, para una proporción cada vez mayor del electorado, las políticas que reivindican parecen inútiles o perversas. Sin embargo, en vez de resignarse a que el mundo ha cambiado irremediablemente y tendrán que adaptarse a nuevas circunstancias, buscan refugio en teorías conspirativas como la que, con la colaboración entusiasta de cierto periodismo militante, crearon en torno al “Rusiagate”, según la cual todo cuanto no les gusta es consecuencia de las maquinaciones del Kremlin.
Pues bien, puede que Trump sea un narcisista iletrado, un sujeto ramplón de cultura limitada que sabe muy poco de la historia de su propio país y de otros, pero también es un político sumamente astuto que, a diferencia de sus rivales tanto demócratas como republicanos, intuyó que para trepar a la cumbre le bastaría con forjar un vínculo casi personal con los norteamericanos que se sentían angustiados por la forma en que la sociedad evolucionaba.
Por lo demás, entendió que, además de los graves problemas causados por una revolución tecnológica vertiginosa y la globalización, con la eliminación o exportación de empleos que hasta hace poco les permitían disfrutar de un nivel de vida envidiable, motivaba mucho rencor la actitud despectiva de miembros conspicuos de las “elites” académicas y mediáticas hacia sectores más conservadores de la clase media y lo que quedaba de la obrera. De todos los políticos estadounidenses, Trump es el que mejor ha sabido sacar provecho del descontento resultante. Conforme a las encuestas, la mayoría de quienes lo respaldan desaprueba sus excesos verbales, pero así y todo lo prefiere a cualquier exponente de la vieja política.
Desde el punto de vista de tales personas, Trump acaba de anotarse una victoria abrumadora sobre los resueltos a destruirlo, una que le ha devuelto la iniciativa que perdió el año pasado cuando los demócratas les arrebataron a los republicanos el control de la Cámara de Representantes. Aun cuando siempre fueran muy tenues las dudas en cuanto a su “legitimidad”, el temor a que Mueller consiguiera encontrar vínculos innegables entre la campaña que lo llevó a la Casa Blanca y los ciberguerreros de Putin molestaba a los muchos que compartían el entusiasmo patriotero que es su marca de fábrica pero que temían fuera sólo declamatorio. Exagerarán aquellos que dicen que, libre por fin de tales sospechas, tiene la reelección asegurada, pero a menos que los demócratas dejen de concentrarse en lo terrible que a su parecer es Trump y hagan un esfuerzo serio por analizar sus propias deficiencias, desensillarlo no les será tan fácil como algunos suponen.
Los líderes demócratas, en especial la veterana Nancy Pelosi, recordarán que los intentos de los republicanos por hacer caer, con juicio político mediante, a Bill Clinton por su relación con Mónica Lewinsky, terminaron perjudicándolos al repudiar la mayoría de los norteamericanos lo que tomaron por una campaña mezquina y vengativa. Luego de superar aquel inconveniente, Bill se las arregló para terminar su mandato con un índice de aprobación altísimo. Algo similar podría suceder si los demócratas insisten en hurgar en los registros financieros del imperio comercial del magnate que con toda probabilidad contienen algunos datos cuestionables. Lejos de perjudicarlo, lo ayudaría al permitirle acusar a los demócratas de librar una vendetta en su contra.
No sólo en Estados Unidos sino también en casi todos los demás países occidentales, está achicándose con rapidez el centro compartido por conservadores liberales y socialdemócratas que hasta hace poco parecía hegemónico, mientras que están cobrando fuerza movimientos habitualmente calificados de “populistas” o “ultraderechistas”, pero que en muchos casos han incorporado a su ideario temas largamente considerados propios de la izquierda. Para hacer frente al desafío así planteado, los comprometidos con variantes del centrismo moderado, tendrían que hacer algo más que cubrir de insultos a quienes se rebelan contra el orden establecido.
Es lo que hacen cuando tratan a los contrarios a la inmigración masiva y a menudo clandestina como xenófobos o racistas, a los obreros y profesionales que no pueden acompañar los cambios del mercado laboral como vagos, a los perturbados por las connotaciones de la “política de la identidad” como supremacistas blancos o machistas deseosos de conservar privilegios anticuados, y a los reacios a ver a su propio país subsumido en un nuevo orden mundial multicultural como chauvinistas irremediables. En el Occidente, los preocupados por lo que está ocurriendo ya se cuentan por centenares de millones; a menos que surjan alternativas más convincentes, muchos votarán por personajes disruptivos como Trump.
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