Los chicos sabían. Ella no. Por eso, cuando Ana Zabaloy llegó –joven, recién recibida y desde la Patagonia- a dar clases en la escuelita rural de Areco, los nenes le explicaron qué era ese olor. Esos olores. Ese viento nauseabundo que aparecía de golpe y obligaba a cerrar las ventanas. Ni siquiera tenían que asomarse para saber; el olor era tan fuerte…Los chicos (hijos, nietas, sobrinos de los hombres que trabajaban en los campos de los alrededores) habían nacido rodeados de bidones: insecticidas, fungicidas…Para cada “enfermedad” del campo había una “cura” química diseñada por empresas como Monsanto, Bayer o cualquiera de las otras grandes jugadoras del negocio de envenenar. De hacer que hasta los chicos estuvieran en peligro.
-Están envenenado el viento, dijo un día uno. Y lo dijo todo.
Ana Zabaloy era maestra de un plurigrado, de uno de esos grados en los que se mezclan nenes y nenas de todas las edades pero unidos por un destino común: ser chicos de campo, alejados de las comodidades y delicadezas de pueblo. Con ellos aprendió Ana que el campo, esa promesa verde, podía también convertirse en una pesadilla en continuado de la mano de las fumigaciones. Por eso Ana –ya por entonces directora del colegio- decidió “hacer algo”. Aunque, en realidad, hizo bastante más. Denunció a repetición a los fumigadores y acompañó a las mamás y a los chicos de su escuela a la consulta médica.
Así fue como consiguió que un médico hiciera lo que hasta entonces ningún otro se había animado a hacer: poner, por escrito y con sello, la relación entre esas narices rojas que no paraban de sangrar, entre esos chicos que tenían ataques de tos y hasta convulsiones, con el “mosquito” fumigador que iba y venía, con el avión que los sobrevolaba. Consiguió llamar la atención de un grupo de químicos de la Universidad de La Plata. Consiguió análisis de la tierra, del agua que bebían los chicos. Veneno, veneno por todos lados. Y así, con las pruebas científicas en la mano, consiguió que la ley, por una vez, amparara a los más vulnerables y ya no sólo a los más ricos.
Hace cuatro años conocí a Ana en unas jornadas en el Hospital Garrahan adonde la había invitado a contar su experiencia. Llevó los dibujos de sus chicos. En esos cielos celestes de la infancia, siempre aparecía un avión fumigador. Solamente en Santa Fe hay 700 escuelas fumigadas (han fumigado hasta jardines de infantes). En Entre Ríos, 80% de los alumnos de escuelas rurales fueron fumigados al menos una vez en horario escolar.
El 2 de julio, en ese mismo hospital, se celebraron otras jornadas en honor a Ana. Murió hace un mes. Murió de cáncer, la misma enfermedad que afecta a las víctimas que ya llevan tres juicios ganados en las cortes norteamericanas. Pero- como sucedió con el Agente Naranja, en Vietnam- un doble rasero parece animar las decisiones en torno del glifosato: las vidas de las víctimas no estadounidenses parecerían valer nada. Mientras tanto, como advierten investigadores y científicos de todo el mundo, la industria del veneno no desaparece. Sólo cambia de nombres, de métodos, de estrategias. Se camufla mejor. En Argentina siguen vendiéndose sustancias (como la atrazina, el paraquat, el benomilo, el zineb) prohibidas en Europa y USA hace años. En Europa, de hecho, también está prohibido el glufosinato de amonio, un neurotóxico asociado además a problemas reproductivos y de desarrollo. Esa es la sustancia con la que se busca reemplazar al glifosato.
Ana, que ahora es viento, lo dijo claro y fuerte. Y hasta pintó un mural en Areco: “Sí a la vida, no a los agroquímicos”. Tal vez algún día lleguemos a escucharla.
*Periodista, autora de La Argentina Fumigada, Ed. Planeta
por Fernanda Sández
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