*Por Liliana Kaufman, fragmentos de Encuentros con un niño ¿autista?, Lugar Editorial, 2020.
Es la última sesión de Martín conmigo como terapeuta después de seis años de tratamiento. Se muda a otra ciudad junto con su familia y por eso habíamos estado trabajando en las últimas sesiones el tema de las separaciones y de los horizontes que se abrían a futuro... Sin embargo, la circunstancia de la mudanza profundizaba aún más la sensación de “fin de terapia”. A mí también se me hacía difícil el adiós, tal vez tanto como a él. Le pido entonces que dibuje a su manera qué sintió, vivió, pensó a lo largo de los encuentros que compartimos en mi consultorio. Su primera reacción es de desconcierto. ¿Cómo es que yo me animaba a formularle una sugerencia tan compleja? De todos modos, toma el lápiz y muy decidido traza algo parecido a una flor de seis pétalos, y en cada pétalo diseña unos símbolos que no puedo dilucidar a primera vista. ¡Una hermosa y extraña flor a modo de despedida! Me asombra, me toma desprevenida, hay algo sorprendente en ese dibujo y la emoción pronto se anuda en mi garganta.
Ahora le sugiero que me cuente de qué se trata el dibujo, qué quiere decir; tengo la esperanza de que él mismo me transmita un atisbo del significado sobre esos símbolos mudos, ¿por qué una flor? Entonces escribe al lado de cada pétalo una palabra. La primera es oscuridad. Luego va agregando otras: agua, fuego, viento, tierra, luz…
Esas palabras recuerdan los elementos de la naturaleza, aquellos que para los filósofos antiguos constituían el principio de todas las cosas. Para mí, en cambio, esas palabras designan elementos que se esconden mucho más allá de la conciencia.
Por ello me propongo dilucidar esta obra de Martín, sugestiva conjunción de trazos y palabras donde anidan a la vez ideas y emociones.
Oscuridad
Ya hace más de un mes que nos despedimos con Martín y vuelvo a mirar detenidamente su dibujo. Todavía me sorprende que ese niño tan pequeño, presuntamente nada comunicativo, haya logrado representar lo que parece ser el ciclo entero de nuestros encuentros terapéuticos, incluso de su vida misma.
Leo de nuevo la palabra oscuridad, un sustantivo abstracto y sin embargo tan cargado de connotaciones concretas, una palabra que por sí misma no logra penetrar la espesura que representa. Entonces varias imágenes acuden a mi mente: la profundidad de una noche sin luz lunar, sin el reflejo titilante de las estrellas; el interior de un armario en el que ni siquiera se puede respirar; el fondo del pozo donde no es posible descubrir a nadie y en el que uno mismo no puede ser descubierto; la bodega de un barco repleta de inmigrantes amontonados unos contra otros, casi sin resquicios para poder respirar... Lo más parecido al estado de invisibilidad: no veo a nadie, nadie me ve.
Una sensación semejante experimenté el primer día que conocí a Martín hace casi ya seis años. Me sentía invisible ante sus ojos, casi inexistente, daba la impresión de que él no registraba en absoluto mi presencia. Así fue desde que traspasó la puerta del consultorio el primer día, corriendo desenfrenadamente, tropezando con sus propios pies; caía y se volvía a levantar una vez tras otra con movimientos automáticos, como de resorte. Sin detenerse en ningún instante a mirarme, emitía sonidos de distinta tonalidad e intensidad, y correteaba explorando el espacio como si flotara en el aire, sin gravedad. Por momentos gesticulaba con las manos o con la cara, parloteaba en una jerga incomprensible, sonreía azarosamente sin dirigirse a ningún interlocutor, como si le hablara al aire, intentaba treparse al escritorio en actitud de altivez. Otras veces, con cierta tendencia a la obsesión, cerraba las puertas, prendía y apagaba las perillas de las luces y guardaba algunos objetos en las cajas.
Parecía celebrar un ritual en el que la oscuridad quedara asegurada o al menos permaneciese bajo su control: las puertas cerradas, las luces apagadas, las cosas guardadas en sus cajas…
Sus actitudes parecían confirmar los primeros testimonios del psiquiatra Leo Kanner, quien en 1943 describe en forma muy detallada a los niños autistas como habitantes de un mundo muy diferente del nuestro, ajeno, inimaginable, a los que la soledad envuelve como su propia piel. Se trata, según el autor, de niños que irradian a su alrededor un enigmático misterio, que se muestran indiferentes a los demás, rechazan el acercamiento de otras personas. En sus últimas publicaciones, ya no ponía en duda que la predisposición del autismo es biológica y que en algunos casos es genética.
Posteriormente, los autores que continuaron sus investigaciones sugieren que los niños con autismo tienen serias dificultades para inferir sentimientos, pensamientos, intenciones de los otros y que incluso muchas veces ni siquiera perciben los suyos propios. Justamente, sobre este punto crucial en la caracterización del autismo, yo me planteaba serias dudas e interrogantes. ¿Es que entonces los niños con autismo no experimentan el sentimiento de su propia existencia? ¿Acaso su vida es apenas un páramo desolado en medio del vacío?
Cerca del año 1977, el doctor Oliver Sacks, sobre la base de sus propias investigaciones, escribe en su libro Un antropólogo en Marte. Siete historias paradójicas: “La comprensión definitiva del autismo puede que exija avances técnicos y conceptuales que superen cualquier cosa que podamos soñar”.
Este precedente me alienta ahora a explorar nuevos caminos frente a los distintos desafíos que se me presentan en el terreno del trabajo clínico con niños con autismo y con sus padres. Una intuición aún borrosa, quizá también oscura todavía, me llevaba a sospechar que –en la misma línea de apertura señalada antes por Sacks– tenía que alejarme de la aparente objetividad de esos enfoques que los estudios académicos me habían ido proponiendo a lo largo de mi carrera.
Tenía ante mis ojos a Martín, un pequeño de dos años, inquieto, silencioso, de tez blanca y pelo negro rizado que deambulaba por el consultorio. Es cierto que aparentaba no percatarse de mi existencia y que yo no encontraba un modo de atraer su atención ni de convocar su mirada. No parecía importarle nada de lo que yo le decía, nada de lo que le proponía lograba sacarlo de su indiferencia. Ni siquiera me llamaba para que le acercara cosas que evidentemente despertaban su interés y que no podía alcanzar dada su pequeña estatura.
Mientras recorría el consultorio, cada caja, libro o juguete con los que se topaba llamaban su atención, pero al instante el interés se desvanecía y, sumergido de nuevo en un flujo de movimientos sin clara dirección, dejaba caer lo que había tomado entre sus manos. Enseguida se mostraba cautivado por algo nuevo que ingresaba en la esfera de su campo visual, lo agarraba, lo dejaba caer y así sucesivamente... Recuerdo que yo misma sentí en un momento que esa oscuridad había empezado a envolverme a mí también; yo resultaba invisible para él y al mismo tiempo él se ocultaba tras una muralla intangible, cada vez más impenetrable.
Me invadía una angustia como si yo misma desapareciera. ¿Por qué Martín oponía tanta resistencia a mis intentos por contenerlo, convocarlo? Me impresionaba la firmeza y tenacidad con que llevaba a cabo sus decisiones. La seriedad y el tono metálico de su voz, sus modales desarticulados, la dulce sonrisa inmotivada de su rostro y sus formas de escapar a mis acercamientos, todo eso me hacía estremecer. ¿Acaso yo no contaba con recursos suficientes para lograr que el niño se interesase en mí? Es ahí donde percibo mi propia invisibilidad ante él, ahí donde mi desvalimiento se me vuelve evidente. Sin embargo, ese mismo desvalimiento se manifestaba en Martín o cuando su cuerpo rebotaba una y otra vez en el piso sin encontrar alguien que limitara su desborde, un cuerpo que le diera contorno, un otro que lo comprendiera. Creo cada vez más que los dos estábamos igualmente desvalidos, uno frente al otro.
Las teorías que explicaban lo que les sucede a las personas con autismo, obedecían a parámetros clínicos sobre los que se estimaba un tipo de diagnóstico estandarizado, en cuyo marco me resultaba difícil inscribir los signos de autismo presentes en él.
En efecto, yo no podía adherir a estos enfoques si no estaba suficientemente convencida de su consistencia. Sin alejarme de mis convicciones, a mi manera estaba intentando explorar desde muy cerca sus gestos, sus movimientos, sus actitudes, sus sonidos, sus silencios… Y ahora que vuelvo a mirar los pétalos de la flor de su dibujo, su forma extraordinaria de expresión, noto que ya desde el comienzo mismo de la terapia yo captaba algo esencial en la singularidad de ese niño, algo que para mí excedía el alcance de aquellos enfoques.
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