(TRES ESTRELLAS)
Un impoluto (demasiado impoluto) agente federal de los EE.UU. que se dedica a cazar pedófilos encara una misión: rescatar niños de la explotación sexual en América Latina. Las vueltas del guión lo llevan a un campamento terrorista con un jefe terrible donde, además de abusar de menores, se procesa cocaína.
Eso sería todo si no fuera porque la película, digna de una tarde de sábado en plataformas por su andar cansino y sus soluciones sencillas (el héroe jamás está realmente en peligro) no hubiera sido objeto de una campaña de marketing donde se apeló al sentimiento religioso y la paranoia.
Pero como eso es lo de menos y acá hablamos de cine, debemos consignar que hay un buen personaje (el ex criminal devenido vengador que interpreta Bill Camp), un relato sin ripios y algunos golpes bajos que, para emocionar, apelan a la cara de un niño con tristeza.
No hay sangre (por suerte) y hay demasiados estereotipos (por desgracia). De hecho, todo sale tan limpito que uno se pregunta por qué hay redes de trata de personas si se resuelven con un poco de buena voluntad e ingenio. Y justamente ahí, en esa llaneza, radica el sentido de la película: que creamos que eso existe porque a nadie le importa o porque (la mentada paranoia) hay “intereses” que impiden resolverlo. No, pero bueno, esta es una columna de cine, nada más.
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