No falta mucho para que sea considerado un mal hábito a la altura de fumar. Así como en décadas pasadas hasta las embarazadas se prendían un cigarrillo y nadie se inmutaba, porque era lo habitual y pocos estaban al tanto de lo nocivo de la adicción, hoy es postal recurrente y natural ver personas enfrascadas en las pantallas de sus dispositivos y alienadas de la realidad circundante, incluso en el medio de eventos sociales. Lo hacen niños y adolescentes, pero también los adultos. Y aunque lo naturalizamos por completo y el raro ha pasado a ser el que no tiene un smartphone en la mano, cada vez más expertos comienzan a alertar sobre la epidemia. Una silenciosa y cautivante, pero que ha dado vida a conductas como el “ghosting”, el “phubbing”, el “vamping” y el “sharenting”, términos que pueden sonar desconocidos pero que hablan de actividades cotidianas en la web. Conductas que un día cruzan el límite y se trasforman en un trastorno.
Más desconectados. Por paradójico que suene, el primer rasgo que marcan los expertos sobre el mal uso de la tecnología es que produce desconexión. “Genera un aislamiento del lugar donde uno está, de la persona que tiene al lado, del contexto que lo rodea. La persona se sumerge en la pantalla y no ve lo que está pasando alrededor”, describe Valentina Galeazzi, licenciada en Psicología.
En términos tecnológicos esto se llama “phubbing”, una adicción que consiste en prestar más atención al dispositivo que al entorno. Y mientras son muchos los que creen que pueden controlar ambas cosas a la vez (el aparato y la conversación), lo cierto es que cada vez más se prioriza la conexión virtual sobre la real. Y esto, que comienza siendo meramente molesto, puede evolucionar en un problema real entre amigos, padres e hijos e incluso como causal de ruptura de pareja. El truco de padres que les envían un mensaje de Whatsapp a sus hijos sentados en la misma mesa para llamarles la atención, por ejemplo, es tan repetido como preocupante.
A este comportamiento se le puede asociar otro llamado “ghosting”, en el que una relación se rompe porque alguno de los dos desaparece, convirtiéndose de alguna forma en un fantasma (de allí el término, por “ghost” en inglés). En cuestiones tecno, implica la no respuesta a los mensajes y hasta un bloqueo en redes para que el otro no pueda ver más nuestro accionar ni escribirnos. En los más jóvenes, esto se da sobre todo porque el abuso de la tecnología puede llevar a la incapacidad para generar vínculos reales. “Se ven dificultades en las relaciones sociales, con chicos incapaces de entablar y mantener vínculos con el otro”, describe Galeazzi. En tiempos en los que todo es inmediato y efímero, lleva tiempo y esfuerzo generar una relación genuina, y no tantos están dispuestos a invertirlo -y menos aún a valorarlo-. A toda edad, en tanto, las amistades que proveen las redes suelen ser más superficiales y menos sólidas, ya que es difícil acceder a un real conocimiento de la persona. “La gente conoce a alguien y si no le gusta simplemente desaparece, sin hacerse cargo de que puede lastimar. Así como se puede borrar una foto o un video, se desdibuja esa persona. Pero eso puede resonar en el otro y lastimarlo”, apunta Tili Peña, psicóloga y directora de la cuenta especializada @tanconectados.
Algo similar sucede cuando se aplica el “benching”, aunque aquí la relación no se corta sino que se vuelve intermitente y confusa. Su nombre deriva de la palabra inglesa “bench”, banco, y alude a la práctica deportiva de dejar a alguien sentado en el banquillo de suplentes sin invitarlo a participar del partido. En este caso, se refiere a las personas que entablan relaciones sin intención de comprometerse, pero no se lo dicen al otro, sino que lo engañan con falsas promesas de futuro y la sensación de que todo podría concretarse en cualquier momento. Algo que sucede mucho con los que “juegan a dos puntas”, aunque más allá del interés sexual aquí lo que prima son las ganas de sentirse deseados y valiosos, aún sin tener afecto real por la persona a quien se sedujo.
Cuidado con los chicos. En este nuevo mundo en el que de a poco estamos ingresando y estableciendo reglas y códigos, los más perjudicados suelen ser los chicos y adolescentes. Uno de los fenómenos a los que se enfrentan más a menudo es el “sharenting”, trastorno del que padecen en realidad algunos padres que suben fotos de sus hijos a destajo y sin criterio. El término deriva de “share” (compartir) y “parenting” (paternidad). Algo que, conforme los niños crecen y se hacen más conscientes, pueden reprocharles. Sumada a esta conducta, está la denominada “grandsharenting”, y aquí los que comparten son los abuelos. El hecho suele generar grandes peleas entre padres e hijos que no autorizan tales posteos.
La verdad es que ninguna otra generación ha tenido una infancia tan pública como la de los chicos de hoy, y es difícil saber todavía las consecuencias de la práctica. Sin embargo, los expertos advierten que los niños también tienen derecho a la privacidad, y que debería tenerse en cuenta que cada vez que una foto o video es publicado se crea una huella digital que puede seguir al chico en su vida adulta. Además, se instaura un patrón según el cual el menor está habilitado a seguir compartiendo él mismo cada parte de su vida, con los peligros que eso conlleva cuando no se sabe quién está viendo, así como la pérdida de valor de todo aquello que no se postea. “Hoy pareciera que si no se sube la foto, no existió o no fue valioso. Y eso es incoherente y hay que enseñarlo, porque todo tiene valor por el simple hecho de haberlo experimentado”, sostiene Galeazzi. Sobre cómo explicarles el límite entre lo que se debe compartir y lo que no, desde @tanconectados proponen que la pregunta antes de postear sea si eso mismo se haría o diría en persona frente a quien nos está viendo. “Muchas veces las adolescentes se juntan en grupo y se sacan fotos muy jugadas. ¿Las harían si alguien estuviera delante mirándolas?”, ejemplifica Peña.
Finalmente, entra en escena el “vamping”, una conducta en la que caen los que se quedan hasta altas horas de la noche conectados, perdiendo horas y calidad de sueño por entregarse a esta adicción. Sucede con adultos pero especialmente con adolescentes, que suelen encontrar en este mundo virtual un espacio donde desarrollar facetas que no se atreven a mostrar en la realidad. “Hay chicos que no se animan a determinadas situaciones en la vida real y sienten que la pantalla es un escudo, así que se exponen más. Algunos llegan al punto de dejar de salir para quedarse, por ejemplo, jugando al Fortnite toda la noche”, ilustra Peña, que destaca el aislamiento social y la agresión e irritabilidad que pueden producir estos juegos. Asimismo, el “vamping” genera secuelas físicas como dolores de cabeza e insomnio una vez que finalmente se apagó el dispositivo. “No deberíamos olvidarnos de que ante todo somos seres humanos y necesitamos conectarnos con nuestras tres dimensiones: la biológica, la psíquica y la espiritual”, recomienda la especialista. Más allá de la tecnología, hace falta cuidar el cuerpo, prestar atención a las emociones, establecer vínculos reales y poder registrar lo que nos sucede internamente, mucho más allá de los estímulos externos. Lo cual vale para los chicos, pero sobre todo para los adultos, ejemplos vivientes.
Comentarios