Durante la Navidad de 1980, exactamente el 25 de diciembre por la madrugada, se produjo uno de los robos más importantes de la historia criminal argentina: del Museo Nacional de Bellas Artes fueron extraídos siete objetos de porcelana y jade y 16 pinturas impresionistas. Con excepción de dos de esos bienes, todos habían sido donados por la aristócrata y coleccionista Mercedes Santamarina, en 1970. El caso ahora vuelve a ser revisitado por un libro que describe en profundidad los detalles de este misterioso episodio en el cual se condensan múltiples temas de la historia del país.
Aquella noche de Navidad, Eusebio Eguía, sereno del Museo, y Anselmo Ceballos, bombero de la policía federal, eran las únicas personas en el edificio. El gobierno militar había declarado al Museo de Bellas Artes como “objeto sensible de Estado”, es decir, que podía ser un lugar elegido por el terrorismo guerrillero para hacer un atentado, y por eso había asignado a un bombero como guardia permanente del museo. Ambos hombres brindaron, al igual que el resto de los argentinos en sus casas, y se fueron a dormir. Cerca de las cuatro, a Eguía lo despertó un humo que provenía de la sala de la Colección Santamarina. Despertó a su compañero y juntos fueron a ver: no había llamas, solo humo y olor a plástico quemado. Por lo demás: vitrinas destrozadas y vacías, marcos de cuadros sin nada en el piso y el faltante de las obras.
Entre las obras robadas se encontraban trabajos de pintores como Matisse; Renoir; Cézanne, Gauguin, y dos dibujos de Degas. Todas obras valuadas en varios millones de dólares.
La investigación policial determinó que los ladrones habían entrado por el techo del Museo: había una puerta de chapa por la que entraban los obreros que trabajaban en la refacción del primer piso. La dictadura no tomó muchas medidas para dar con los ladrones. Interrogó a quienes trabajaban en el Museo, incluyendo a Eguía y Ceballos. La jueza a cargo del juzgado que llevaba adelante la operación, Laura Damianovich de Cerredo (partícipe de varias torturas en el centro de detención clandestino “El Pozo de Banfield”) estaba convencida de que alguno de ellos dos había sido el entregador de las piezas. Los hombres fueron golpeados, atados de pies y manos y torturados con picana eléctrica. Cuando los torturadores se dieron cuenta de que ellos no habían tenido nada que ver, los dejaron en libertad. También fueron torturados Paz Anchorena Pearson y Horacio Mosquera, curador y fotógrafo del Museo respectivamente. Lo mismo: golpes y picana. Pero las piezas no aparecieron.
Un artículo publicado en 1983 en el diario La Prensa por el periodista Guillermo Patricio Kelly, también secuestrado por la dictadura, echó luz sobre algunos hechos. Kelly denunciaba haber sido torturado por “La banda de Anibal Gordon”, ex jefe de la Triple A, que seguía las órdenes de Otto Paladino, general que fue jefe de los Servicios de Inteligencia. Gordón y Paladino habían dirigido el centro de detención clandestino “Automotores Orletti”. En el artículo, Kelly incluía una denuncia anónima que decía que la mayoría de los cuadros robados en el Bellas Artes “no pudieron ser vendidos” y que estaban en poder de un propietario de la Agencia Magister, de investigaciones privadas. El dueño de magister era Paladino, y ahí trabajaban incluso familiares de Gordon, como por ejemplo su hija.
La Agencia Magister conocía a la perfección la seguridad del Museo: habían sido contratados meses antes del robo como seguridad privada de una muestra. La jueza Damianovich de Cerredo desestimó esta pista, y Gordon y Paladino murieron sin declarar sobre esta causa, ni ser investigados por la misma.
El tiempo
Pasaron 22 años. En marzo de 2002, el galerista parisino Pascal Lansberg recibió a un amigo taiwanés, que le traía tres pinturas (enrolladas y sin marcos) propiedad de un tío suyo, y pidió tasarlas: un Cézanne, un Renoir y un Gauguin. A Lansberg le pareció un gran negocio, pero antes de concretarlo solicitó un informe a Art Loss Register, una empresa inglesa dedicada a buscar y recuperar obras de arte robadas. El informe fue contundente: todas eran piezas robadas de la colección Santamarina, del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.
Pero antes de que Art Loss Register le contestara eso a Lansberg, Julian Radcliffe, presidente de la empresa británica, ya se había comunicado con Jorge Glusberg, por entonces director del museo, notificándolo de las tres obras de arte encontradas. Radcliffe había descubierto que las 16 piezas habían ido a parar a manos de un empresario taiwanés vinculado al tráfico de armas, y pidió 50 mil libras esterlinas al Estado argentino para hacerse cargo de la gestión de recuperar las obras de arte. Pero eran tiempos de la crisis del 2001, y el Estado carecía de fondos. Glusberg continuó las conversaciones con Radcliffe durante dos años, sin notificar nunca al Estado de que tres pinturas habían aparecido. ¿El por qué del secreto? Un misterio.
Más tarde, en 2003, el juez Norberto Oyarbide se hizo cargo del caso en 2003. Oyarbide logró, en 2005 que se restituyeran las tres obras encontradas en Francia, luego de un acuerdo diplomático entre dicho país y la Argentina. Las obras recuperadas tenían, en ese momento, un valor cercano a 1 millón trescientos mil dólares. Oyarbide voló de regreso en clase turista, con dos guardaespaldas ubicados en el fondo del avión, y con los rollos de las pinturas cubiertos. Dónde está el resto de las pinturas es un misterio. Oyarbide nunca logró que Taiwan contestara los exhortos donde se solicitaba información sobre el resto de las obras: Argentina no reconoce a Taiwan como país independiente, sino como parte de la República Popular China, y es por eso que el país asiático se niega a cooperar en la búsqueda.
Teorías
Ramón Santamarina, sobrino de Mercedes, tuvo la teoría de que la dictadura le había permitido a este grupo de tareas robar las pinturas como pago por algún servicio. Varias pistas señalan la hipótesis de que la dictadura le habría comprado armamento a Taiwán, entre otras cosas para los conflictos Bélicos con Chile y luego para el de Malvinas, y que pudo haber pagado con esas obras de arte.
Pero hay mucho más en esta atrapante historia que vuelve a estar en circulación gracias a “Golpe en el museo”, (Ed. Planeta) el nuevo libro del periodista Imanol Subiela Salvo, que recorre los detalles de esta trama con el ritmo de un thriller. Salvo lleva mucho tiempo investigando el caso a fondo: en 2020 publicó un artículo en la prestigiosa revista Gatopardo donde abordaba esta historia y, ahora, ha concretado una versión ampliada de la misma que agrega mucha información sobre los hechos y los personajes involucrados. “Me parecía interesante que sea una historia del mundo del arte pero atravesada por el terrorismo de Estado, generalmente uno piensa que las historias vinculadas al mundo cultural son más livianas, pero este caso pone en evidencia que no siempre es así”, comenta el autor a NOTICIAS.
“Creo que la importancia que tiene el caso radica en que a través de la historia del robo se puede ilustrar la historia del país, al menos de las últimas décadas, y pensar qué hizo la dictadura con nuestro patrimonio cultural, cómo se manejó la justicia en convivencia con la junta militar, de qué manera se pauperizó el sistema judicial con el retorno de la democracia y cómo se entrelazan las figuras de poder (económico y político) con el mundo del arte”, agrega.
Ideal para los amantes del arte y la historia, y los buenos policiales.
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