Hace algunos años mientras recopilaba material sobre instrumentos prehispánicos en los Andes me topé con un registro iconográfico de la cultura moche. La excelencia y finura del trazo, lleno de movimiento, me cautivó de inmediato. Grande fue mi consternación cuando, segundos después, caí en la cuenta de que la imagen que tanto me deleitaba era una de guerra. En ella, soldados moche, precedidos por dos tañedores de trompetas marinas, conducían prisioneros para ofrendarlos a sus dioses. En esa escena de violencia y flagelo la música sonaba orgullosa.
Que la música sea parte del ejercicio de la violencia puede sorprender a muchos. Se trata, sin embargo, de una tradición de antigua data. Como nos recuerda Pascal Quignard en “El odio a la música”, ella, desde tiempos remotos, aparece estrechamente ligada al ritual y, dentro de este, al sacrificio. ¿No acompañaron tambores y trompetas las cruentas ofrendas al dios implacable del Antiguo Testamento y las extirpaciones de corazón de los aztecas? Por extraño que nos parezca, la música no es solo medicina para el alma acongojada, como versara con tono poético Walter Haddon en el siglo XVI, también es materia que hiere, ya sea al lado de la pira, en el altar o en el campo de batalla.
Cuando menciono la música en el campo de batalla, no me estoy refiriendo exclusivamente a marchas militares, sino más bien a su uso como arma de guerra. ¿Puede dañar realmente un arte tan sublime? Fatalmente, sí, aunque su poder no radique siempre en las cualidades intrínsecas de sus sonidos. El Inca Garcilaso de la Vega cuenta sobre los huancas de la sierra central andina prehispánica que “para mayor ostentación de la devoción que tenían a los perros, hacían de sus cabezas una manera de bocinas que tocaban en sus fiestas y bailes por música muy suave a sus oídos; y en la guerra las tocaban para terror y asombro de sus enemigos, y decían que la virtud de su dios causaba aquellos dos efectos contrarios: que a ellos, porque lo honraban, les sonase bien, y a sus enemigos los asombrase e hiciese huir.” La misma música, nos dice el cronista, puede desatar reacciones opuestas en el receptor, dependiendo de la cercanía cultural o emocional que se tenga con ella, puede ser, para unos, excelsa y al mismo tiempo, para otros, perniciosa.
El poder destructor de la música la ha vinculado desde siempre a la guerra. En Jericó fueron las trompetas las que derribaron las murallas que obstruían el paso del pueblo errante, así como en las guerras de clanes en la Escocia del siglo XIV, las gaitas anunciaban las incursiones de uno u otro bando. Los nexos entre la música y la guerra no han disminuido en tiempos modernos. Jonathan Pieslak analizó la forma en que ella fue utilizada por el ejército de los Estados Unidos de Norteamérica durante la invasión a Irak, antes, durante o después de las batallas. En los entrenamientos, dice, ella era inspiración y empoderamiento para la lucha. Pero como deja entrever el ejemplo citado por Garcilaso, la música también debe agredir al enemigo en medio de las reyertas. Es en ese ámbito, nos confiesa Pieslak, que su materialidad adquiere relevancia.
Entonces, la radiación acústica —la trasmisión de ultrasonidos o de música a un volumen ensordecedor— es aplicada para desestabilizar psíquica o corporalmente al adversario. El 2004, por ejemplo, durante la toma de la ciudad de Faluya —uno de los centros de la insurgencia iraquí tras la ocupación aliada— el ejército estadounidense trasmitió heavy metal y hip hop con parlantes gigantescos con el fin de desorientar espacialmente a sus contrincantes, una estrategia que, si obviamos la tecnología, recuerda en mucho la de los huancas y sus flautas de cráneo de perro. J. Martin Daughtry llama a estas operaciones “campañas sonoras”. En ellas los reproductores de audio, los amplificadores y los parlantes se convierten en armas para la conquista acústica de territorios y cuerpos enemigos. Por cierto, la radiación acústica ya había dado buenos resultados el año 1989, durante la invasión a Panamá. A la sazón, las tropas invasoras cercaron con hard rock y heavy metal al dictador Manuel Noriega, recluido en la embajada del Vaticano, obligándolo finalmente a entregarse para poner fin al hostigamiento auditivo. La música, por último, refiere Pieslak, sonaba después de los enfrentamientos. A diferencia de su función en el entrenamiento o en la lucha, entonces adquiría ribetes de esparcimiento o consuelo y restituía las convicciones morales o ideológicas de los combatientes. Después de las batallas en Irak, continúa, los soldados cantaban y tocaban viejos hits, himnos patrióticos o baladas románticas; a veces, no sin ironía, adaptaban las letras de dichas canciones o componían otras nuevas para dar testimonio de las duras condiciones de vida que pasaban en el frente. Visto superficialmente el asunto, pareciera que la música en tales circunstancias vuelve a su condición normal de medio de entretenimiento. Pero solo si se olvida que todo alto en el combate es a su vez la víspera del próximo.
¿Cómo suena la guerra? Daughtry ha sugerido que los cánticos de preparación militar y la radiación acústica, junto al estruendo de las explosiones, de las ráfagas de metralletas, el ruido de los aviones y los convoyes militares y hasta los llantos de la población civil y las consignas de los oficiales conforman lo que él ha denominado una belifonía, es decir, un paisaje sonoro que, contrario a aquello que solemos asociar con la música, deja tras de sí un espectáculo de desolación y muerte.
La música como arma de guerra ha cobrado triste actualidad en el marco de la lucha contra el terror islamista, sobre todo, en el marco de los interrogatorios a detenidos en campos de concentración en Guantánamo y en Afganistán, donde se ha convertido en un instrumento de tortura. En un texto perturbador sobre esta, Jean Améry afirma que la tortura se asemeja a una violación en cuanto el torturador también traspasa los límites de otro cuerpo, imponiendo su propia corporalidad violentamente. De modo similar, la tortura musical penetra los cuerpos y la mente de los cautivos o, como diría Steven Friedson, toma posesión de ellos empujándolos a un estado de frenesí: “En ambas instancias [la tortura y el trance musicales] la repetición es extrema, generando una especie de hiperactividad, aunque con diferentes resultados. En la tortura musical la actividad es totalmente asimétrica, impuesta desde arriba”. También en este contexto la materialidad del sonido es un factor determinante. Los prisioneros son introducidos en pequeñas celdas oscuras, llamadas irónicamente cajitas de música, y ahí son bombardeados con canciones y ruidos espantosos a un volumen ensordecedor con el fin de debilitarlos psicológicamente antes de los interrogatorios. La música como tortura se funda en un principio tan elemental como espeluznante, a saber, que el oído, como sentencia lapidariamente Quignard, no puede cerrarse. Es imposible escapar a la agresión acústica. Un ex-reo confiesa su experiencia con la tortura musical en uno de los campos de concentración estadounidenses: “Después introdujeron la música. Ahí empeoró todo, porque antes podías concentrarte en algo e intentar pensar en alguna otra cosa de tu vida anterior como una forma de olvidar esto [la situación de detención]... Pero una vez que ponen música para torturarte, no puedes pensar en nada porque la música es muy fuerte en tus oídos y lo único que puedes escuchar es ese barullo”. Como en un verso de Rilke, la música es aquí cárcel, en cuyo interior el alma se vuelve lenta y acaba destruida.
Una mirada rápida a las listas de músicas usadas en dichos interrogatorios refuerza la idea de que no es su valor intrínseco lo que hace de las canciones de Metallica, de los hits de verano de Christina Aguilera, y hasta de temas infantiles como “I Love You” de Barney el Dinosaurio Morado de Plaza Sésamo, eficaces instrumentos de tortura. Esas canciones son percibidas como violentas no por sus cualidades tímbricas, melódicas o rítmicas, sino debido a la subjetividad del que escucha, es decir, a un rechazo fundado en convicciones religiosas o por extrañamiento cultural, por la constante repetición o simplemente por el excesivo volumen con que son reproducidas.
Améry habla igualmente de un lado acústico en la tortura física, “como si uno escuchara un oscuro tronar” por cada golpe recibido. De manera inversa, la tortura sonora contiene un lado físico en cuanto somete el cuerpo a vibraciones constantes sin permitirle escapatoria. “Cuando la música u otros sonidos son reproducidos a un volumen ensordecedoramente alto, en altavoces adecuadamente diseñados y dirigidos, su energía acústica se convierte en una fuerza física en el mundo”, dice Suzanne Cusick, una de las más importantes estudiosas de la música como tortura. “Ya no es una metáfora del poder, ya no es solo un medio con el cual las autoridades penitenciarias pueden reconfigurar las experiencias de espacio y lugar de sus prisioneros para obviar cualquier ilusión de privacidad, ni solo un medio con el cual pueden distorsionar sus esfuerzos para mantener la subjetividad. La música no se convierte en una metáfora del poder, sino, literalmente, en el poder mismo, una presencia vibrante de poder que puede propinar una paliza prodigiosamente ubicua a los huesos y la piel de un hombre que no pueden resistir la vibración, golpeándolo desde adentro y desde afuera, y sin dejar huellas.”
Gran parte de la relevancia de la música en los interrogatorios a presos islamistas u otros presos políticos en el mundo está ligado justamente a la impunidad que ella ofrece como tortura sin contacto, lo que permite a los perpetuadores “respetar” los acuerdos de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y otras Formas Crueles, Inhumanas o Degradantes de Trato o Punición del año 1994 sin renunciar a métodos de interrogación duros.
¿Es sorprendente que la música creada para nuestro deleite pueda ser un instrumento de tortura? No. Como nos recuerda Friedrich Kittler, no sin cierto sarcasmo, la industria musical se alimentó de la “enajenación de aparatos militares”, del fracaso de la trasmisión secreta de frecuencias a larga distancia para la comunicación castrense —al cual debemos la radio—, y del desarrollo de técnicas de grabación más fidedignas como la estereofonía, pensada inicialmente para reconocer el ruido de los motores de los submarinos enemigos. ¿Por qué habría de chocarnos entonces que los productos de esta industria emprendan un regreso a las raíces y vuelvan al campo de la guerra?
La música no es buena o mala de por sí. Es la intención del emisor lo que a menudo modifica el efecto que ella causa. ¿No puede la misma melodía de un curandero warao en Venezuela ser o bien curativa o bien nociva, según el fin que este le asigne? ¿No marcaron las grandes obras de Wagner, Brahms o Beethoven el paso cansino de quienes dejaron sus vidas en las cámaras de gas en Auschwitz, pese a que fueron compuestas para la más fina aristocracia europea?
¿Cómo es posible usar la música para la tortura?, se han cuestionado, extrañados, importantes colegas en tiempos recientes. La pregunta ocupa a varios científicos desde mediados del siglo XX y, desgraciadamente, con fines más prácticos que la mera reflexión musicológica o la indignación ética. Médicos, ingenieros acústicos, físicos, antropólogos, musicólogos y psicólogos investigan en programa especiales para servicios de inteligencia u oficinas de seguridad pública en diversos países del mundo cómo aplicar el sonido y la música como instrumento de tortura sin dejar rastros en el cuerpo y cómo dosificarlos de manera que no peligre la vida de la persona interrogada. Es inquietante saber que se haga tanto desde la ciencia a favor de la música como violencia y tan poco para combatirla y evitarla. Afortunadamente, en los últimos años los estudios de guerra y paz en etnomusicología —para mencionar el epíteto propuesto por Margaret Kartomi— y otras pesquisas desde el campo de la música popular han volcado su interés a las relaciones entre música y violencia, ya sea en cuanto a su aplicación como arma o como un medio para sanar heridas en situaciones post-conflicto, como lo han hecho Svanibor Pettan en los países de la antigua Yugoslavia o Jonathan Ritter en el Perú, por citar algunos ejemplos que me son conocidos.
Es imposible concluir sin mencionar la música como violencia fuera del ámbito de la guerra. A partir de “Helter Skelter”, el emblemático tema de los Beatles que supuestamente inspirara a Charles Manson —el asesino de Sharon Tate—, se ha especulado, con argumentos bastante cuestionables, sobre la capacidad de ciertas fórmulas o géneros musicales para inducir a la violencia. Los Rolling Stones, Alice Cooper, AC/DC, Marilyn Mason y varias bandas de reggaetón o cumbia villera han sido atacados desde púlpitos, salas de redacción y hasta simposios musicológicos como si fueran los heraldos de algún horror lovecraftiano o los tañedores de trompeta de algún negro apocalipsis. ¿Existen realmente músicas agresivas? Incluso aceptando que la interpretación de toda música está supeditada a la subjetividad de quien la escucha, debo reconocer que las guitarras fuertemente distorsionadas y el “growling” del heavy metal, los sonidos estridentes del funk carioca o los frenéticos “tempi” del rock neo-nazi, como antaño las flautas de los huancas, son recursos sonoros puestos al servicio de un lenguaje que quiere ser agresivo, de ahí que su uso como metáfora de violencia sea frecuente en películas de suspenso o de acción. Estos lenguajes sonoros, a lo mucho, buscan minar el gusto de sus detractores. En todo caso, no pretenden dañar a sus fans, sino, por el contrario, ofrecerles diversión, del mismo modo que las películas de terror entretienen creando escenarios escalofriantes. No deja de ser contradictorio y perturbador aceptar que vivimos en un mundo, en el cual, músicas que pretenden ser agresivas dan sosiego, mientras que otras creadas para el entretenimiento, sirven también para dañar a nuestros semejantes.
Mientras escribo estas líneas, me viene a la cabeza la novela “Melodien”, del alemán Helmut Krausser. La historia narra las peripecias de un joven fotógrafo a la caza de unas melodías divinamente “perfectas”, compuestas en las postrimerías de la Edad Media, capaces de vencer el dolor y la muerte. Aunque proveniente del mundo de la ficción, dicha trama arroja luces sobre la inclinación humana a la música como violencia. Compositores, cantantes, melómanos, funcionarios estatales y fulanos cualquieras no escatiman esfuerzos para hacerse de esas melodías “divinas”, llegando pronto al timo, al robo y hasta al asesinato. La moraleja que nos deja Krausser es clara. La belleza musical absoluta puede desatar las pasiones más sublimes, pero también otras enfermizas; puede por igual generar goce espiritual o destrucción y muerte.
Qué es música. Puede parecer paradójico que un especialista en música escriba en su contra. Se trata, no obstante, de una tarea imperiosa. Y es que el sustantivo “música” pertenece a aquel tipo de palabras que creemos sobreentender debido a su presencia en nuestra vida cotidiana, aunque, en el fondo, se trate de un signo lingüístico pródigamente ambiguo y en gran medida indomable. Llamamos música, según el diccionario de la Real Academia Española, al “arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, para producir deleite y conmover la sensibilidad de los oyentes”. Esta definición, que a primera vista parece convincente, se muestra insuficiente en demasía cuando la confrontamos con la enorme diversidad de fenómenos que denota tal vocablo. ¿Qué es música? La musicología occidental ha definido la música como la organización social del material sonoro realizada por la especie humana. Y sin embargo es justamente en la tradición musical culta de Occidente donde encontramos la refutación más contundente a tal dictamen: la obra 4’33” del compositor estadounidense John Cage consta de tres movimientos compuestos exclusivamente por silencios y sin recurso de sonido alguno. Por extraño que parezca, la carencia de sonidos puede ser aceptada como obra musical si el contexto de su representación –sea una sala de conciertos, una radioemisora o una escuela de música– así lo consiente. Presentando como evidencia la pieza de Cage, qué cosa sea la música no es sino mera convención social. Otrosí no existe consenso en el mundo sobre lo que es música. Para los kaluli de Papúa Nueva Guinea la música real es aquella que producen los pájaros en las copas de los árboles, mientras que la humana no pasa de ser una imitación imperfecta. Para algunos grupos bantúes de Kenia y Uganda, en cambio, la voz gnoma (música) connota al mismo tiempo la danza y el tañer tambores, con lo cual quedan excluidos de dicha categoría, por ejemplo, los cantos polifónicos de los pigmeos de Camerún o la Sinfonía Opus 59 en Do menor de Haydn. Qué abarca el concepto de música suele diferir también entre las culturas. Así, los indígenas quechua de los Andes centrales consideran música el rumor del río, el temblor de las hojas de los árboles y otros ruidos producidos por la naturaleza, aunque no se encuentren organizados socialmente por los humanos. Para la cultura cortesana japonesa, por el contrario, el honkyoku es solo una técnica de meditación y no música, aunque en él se tañan los shakuhachi, flautas longitudinales de bambú. Tampoco los llamados para los rezos son cánticos para los derviches islámicos, aunque se compongan de intervalos como cualquier melodía. Estos ejemplos sugieren que si cada cultura define a su antojo qué es o no es música, la forma singular no es realmente aplicable para denotar todo lo que dicha voz encierra. Pero entonces ¿por qué pensamos la música en singular? La idea de la música como un fenómeno universal surgió en la Europa del siglo xix, impulsada por una corriente de pensamiento predominante en la filosofía occidental de entonces: el idealismo alemán hegeliano. Este diferenciaba entre una filosofía natural, preocupada por la idea en su forma negativa, y otra, más avanzada, concentrada en la idea en su forma pura y más elevada, es decir, en el ámbito del espíritu. No es difícil dilucidar tan esotérica fórmula: mientras que conceptos como “río” o “árbol” hallaban una correspondencia en el mundo real, es decir en no ser solo ideas, nociones como “libertad”, “ética” o “derecho” existían para el filósofo alemán solo como pensamiento y, al carecer de referentes reales, como expresiones del espíritu en su forma más pura y absoluta.
Julio Mendivil es etnomusicólogo, autor de “En contra de la música. Herramientas para pensar, comprender y vivir las músicas” (Gourmet Musical).
por Julio Mendivil
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