Durante una reciente visita a California, fui a una fiesta en casa de un profesor, acompañado por un amigo esloveno, fumador empedernido. Ya bien entrada la noche, mi amigo empezó a desesperarse y le preguntó amablemente al anfitrión si podía salir a la galería a fumar un cigarrillo. Cuando el anfitrión (con igual amabilidad) le dijo que no, mi amigo propuso entonces salir a la calle, pero el dueño de casa también rechazó esa alternativa, diciéndole que la exhibición pública de alguien fumando junto a su puerta podría desacreditarlo frente a sus vecinos... Pero lo que realmente me sorprendió fue que, después de la cena, el anfitrión nos ofreció drogas (no tan) blandas, y nadie objetó que se fumara ese tipo de sustancias, como si las drogas no fueran más peligrosas que los cigarrillos.
Este extraño incidente es una muestra de los “impasses” del consumismo actual. Para explicarlos, deberíamos presentar la distinción entre placer y goce elaborada por el psicoanalista Jacques Lacan: lo que Lacan llama “jouissance” (goce) es un exceso mortal más allá del principio del placer, que es moderado por definición. De este modo, tenemos dos extremos: por un lado, el hedonista ilustrado que calcula con cuidado sus placeres para prolongar la diversión y evitar hacerse daño, por el otro, el “jouisseur propre”, dispuesto a consumar toda su existencia en el exceso mortal del goce; o, en términos de nuestra sociedad, por un lado, el consumista que calcula sus placeres, bien protegido de toda clase de amenazas y otros riesgos para la salud, por el otro, el adicto a las drogas o fumador empeñado en su autodestrucción. El goce no tiene ninguna utilidad, y el gran esfuerzo de la “permisiva” sociedad hedonista-utilitaria actual es domesticar y explotar este exceso incontable e inexplicable para hacerlo encajar en el campo de lo contable y lo explicable.
El goce se tolera, incluso se promueve, siempre y cuando sea saludable, siempre que no atente contra nuestra estabilidad psíquica y biológica: chocolate, sí, pero sin grasa; Coca Cola, sí, pero sin azúcar; café, sí, pero sin cafeína; cerveza, sí, pero sin alcohol; mayonesa, sí, pero sin colesterol; sexo, sí, pero sexo seguro...Entonces ¿qué está pasando? En la última década aproximadamente se produjo un cambio de acento en el marketing, una nueva etapa de mercantilización que el teórico de la economía Jeremy Rifkin denominó “capitalismo cultural”. Compramos un producto —por ejemplo, una manzana orgánica— porque representa la imagen del estilo de vida saludable. Como lo señala este ejemplo, la propia protesta ecológica contra la despiadada explotación capitalista de los recursos naturales también se encuentra atrapada en la mercantilización de las experiencias: a pesar de que la ecología se percibe a sí misma como la protesta contra la virtualización de nuestra vida cotidiana y aboga por un retorno a la experiencia directa de la realidad material sensual, la ecología en sí se ha vuelto la marca de un nuevo estilo de vida. Lo que realmente estamos comprando cuando compramos “alimentos orgánicos” y demás es una experiencia cultural determinada, la experiencia de un “estilo de vida saludable y ecológico”.
Y lo mismo aplica para todos los retornos a la “realidad”: en una publicidad ampliamente difundida en Estados Unidos más o menos hace una década, se mostraba a un grupo de gente común, disfrutando de una barbacoa con música country y baile, junto con el mensaje: “Carne. Comida auténtica para personas auténticas”. La ironía reside en que la carne que se ofrece ahí como símbolo de un cierto estilo de vida (los estadounidenses “auténticos” de las clases populares y trabajadoras) está mucho más manipulada química y genéticamente que la comida “orgánica” que consume la élite “artificial”.
Lo que estamos presenciando hoy es la mercantilización directa de nuestras experiencias: en el mercado compramos cada vez menos productos (objetos materiales) que queremos poseer, y adquirimos cada vez más experiencias de vida —experiencias de sexo, gastronomía, comunicación, consumo cultural, que forman parte de un estilo de vida—. El concepto de Michel Foucault de transformarnos a nosotros mismos en obras de arte recibe así una confirmación inesperada: compro un buen estado físico yendo a un gimnasio; compro mi iluminación espiritual inscribiéndome en cursos de meditación trascendental; compro mi imagen pública concurriendo a restaurantes frecuentados por gente con la que deseo que me asocien.
La ecología anticonsumista también es un ejemplo de compra de una experiencia auténtica. Hay algo engañoso y tranquilizador en nuestra disposición a asumir la culpa por las amenazas al medio ambiente: nos gusta ser culpables ya que, si somos culpables, todo depende de nosotros. Somos quienes manejamos los hilos de la catástrofe, de modo que también podemos salvarnos simplemente cambiando nuestras vidas.
Lo que es realmente difícil de aceptar (al menos para nosotros, los occidentales) es el hecho de vernos reducidos al rol impotente del observador pasivo que lo único que puede hacer es sentarse y contemplar cuál será su destino. Para evitar una situación como esta, tendemos a enfrascarnos en una actividad frenética y obsesiva, reciclando papeles viejos, comprando alimentos orgánicos, lo que sea, con tal de asegurarnos de que estamos haciendo algo, una contribución, como el hincha de fútbol que alienta a su equipo frente a la pantalla del televisor en su casa, gritando y saltando del sillón, creyendo de manera supersticiosa que eso ejercerá alguna influencia en el resultado...¿Acaso no compramos alimentos orgánicos por la misma razón? ¿Quién cree realmente que las manzanas “orgánicas” caras y medio podridas son más saludables? La cuestión es que, cuando las compramos, no solo consumimos un producto: simultáneamente hacemos algo significativo, mostramos nuestra preocupación y conciencia global y participamos en un gran proyecto colectivo.
No deberíamos tener miedo de criticar la sustentabilidad, el gran mantra de los ecologistas de los países desarrollados, como un mito ideológico basado en la idea de una circulación cerrada en sí misma donde no se desperdicia nada. Si observamos con más detenimiento, podemos establecer que el término “sustentabilidad” siempre se refiere a un proceso limitado que impone su equilibrio a expensas de los entornos mayores. Piensen en la proverbial casa sustentable de un rico, un gerente preocupado por la ecología, situada en algún lugar de un apartado valle verde cerca de un bosque y un lago, que cuenta con energía solar, utiliza la basura como abono, las ventanas se abren hacia la luz natural, etc.: los costos de construir una casa como esa (para el medio ambiente, no solo los costos financieros) la vuelven prohibitiva para la gran mayoría. Para un ecologista sincero, el hábitat óptimo es una gran ciudad donde viven juntas millones de personas: a pesar de que una ciudad como esa produce una gran cantidad de basura y polución, su contaminación per cápita es mucho menor que la de una familia moderna que vive en el campo. ¿Cómo hace este gerente para llegar a su oficina desde su casa de campo? Probablemente con un helicóptero, para evitar contaminar el césped que rodea su casa...En resumen, no compramos productos por su utilidad ni tampoco como símbolos de estatus; los compramos para obtener la experiencia que nos brindan, los consumimos para hacer que nuestra vida sea más placentera y significativa.
Aquí va un caso ejemplar de “capitalismo cultural”: la campaña publicitaria de Starbucks “No es solo lo que estás comprando. Es lo demás que estás comprando”. Después de celebrar la calidad del café, la publicidad continúa: “Pero cuando comprás en Starbucks, lo sepas o no, estás comprando algo más que una taza de café. Estás comprando una ética del café. A través de nuestro programa Starbucks Shared Planet [Planeta Compartido], adquirimos más café con certificado de Comercio Justo que ninguna otra empresa del mundo, y nos aseguramos de que los agricultores cafetaleros reciban un precio justo por su ardua labor. Además, invertimos en las prácticas de cultivo y las comunidades cafetaleras en todo el mundo y las mejoramos. Es café con buen karma... Ah, y una pequeña parte del precio de una taza de café Starbucks ayuda a embellecer el lugar con asientos cómodos, buena música y la atmósfera adecuada para soñar, trabajar y conversar. Todos necesitamos lugares así en estos días. Cuando elegís Starbucks, le comprás una taza de café a una empresa que se preocupa por lo importante. No nos extraña que sea tan delicioso”.
Aquí se explica con lujo de detalles la plusvalía “cultural”: el precio es más alto que en cualquier otro lado porque lo que en realidad estás comprando es la “ética del café” que incluye la preocupación por el medio ambiente, la responsabilidad social para con los productores, además de un lugar donde se puede participar en la vida comunitaria.
Así es como el capitalismo, respecto del consumo, integró el legado de 1968, la crítica del consumo alienado: la experiencia auténtica importa. Una publicidad reciente de los hoteles Hilton presenta una simple afirmación: “Viajar no nos lleva solo del lugar A al lugar B. También debería transformarnos en mejores personas”. ¿Se imaginan una publicidad como esta hace una década? La flamante expresión científica de este “nuevo espíritu” es el nacimiento de una nueva disciplina, los “estudios sobre la felicidad”: ¿cómo es posible que, en esta era de hedonismo espiritualizado, cuando el objetivo de la vida se define directamente como la felicidad, hayan aumentado tanto los casos de angustia y depresión?
-“Chocolate sin grasa y prohibido fumar: por qué nuestra culpa por consumir lo consume todo”, publicado originalmente en The Guardian, 21 de mayo de 2014. Forma parte del libro “Chocolate sin grasa”, Ediciones Godot, traducción de María Marcela Alonso.
por Slavoj Žižek
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