Estímulo para los sentidos, “La Suite” es la nueva muestra de Fundación Proa que enciende la imaginación y confirma la expansión de los modos del hacer. Precisamente, esta mirada sobre los artistas de la Colección FRAC, Fondos Regionales de Arte Contemporáneo, Francia, está mayormente basada en obras realizadas en Buenos Aires a partir de instrucciones de los artistas a distancia.
En ese sentido, ya existían varios antecedentes, como las instrucciones de una obra suya que Marcel Duchamp envió a su hermana, como regalo de bodas en 1916, o la manera de extender instrucciones para que las exhibiciones tengan formatos más abiertos y flexibles, discutida hace más de 20 años entre el crítico suizo Hans Ulrich Obrist y algunos artistas.
Las obras que se exhiben
La exhibición, con idea y proyecto de Fundación Proa, comenzó a pensarse en 2019, mucho antes de que la crisis sanitaria global recortara viajes y movimientos. Proa invitó a los artistas Sigismond de Vajay y Juan Sorrentino a curar la exposición y bucear en las 30.000 obras de los 23 FRAC, pertenecientes a sendas regiones francesas.
Muestra multidisciplinaria, “La Suite” presenta más de 40 obras, resignificadas por la pandemia, que multiplican el uso de materiales cotidianos como soporte, marcan inquietudes actuales, reflexionan sobre cuestiones históricas y espirituales, crean sonidos que acompañan al visitante y expanden su dimensión sensorial. Su concreción fue un difícil y costoso proceso que implicó la contratación de realizadores y artesanos, trabajando junto al equipo de montaje de Proa.
Los curadores puntualizan que la palabra francesa “suite”, con sus diferentes acepciones (“forma musical” -secuencia de movimientos instrumentales breves vinculados con la danza-, “lo que vendrá”, “a consecuencia de”, “habitación”), les permitió compendiar su búsqueda y proponer esta exhibición que articula experiencias con lo sonoro, lo espacial y la idea de porvenir. Estos conceptos atraviesan los espacios de Proa, incluso la recepción que, a manera de “Preludio”, despliega el proyecto de Peter Kogler cuyas líneas envuelven al visitante.
Sala 1, “Pulso”, alberga tres piezas que discurren acerca del logro y la fragilidad, construcción y destrucción. El parejo golpeteo que se escucha proviene del sonido del video de Monica Bonvicini, “Martillando (un viejo argumento)”, en el que un brazo con una maza trata de derribar una pared rítmicamente. La maravillosa “Rueda” de Vincent Ganivet, que rescata los arcos de medio punto romanos, está armada con bloques de hormigón y madera, sin argamasa; todo se viene abajo si se retira uno de los tacos que le otorgan equilibrio y ocurre lo mismo si se corta la cuerda que une a los “Dos barriles” de Roman Signer.
Sala 2, “Scherzo”, es la más poblada y tiene al cuerpo como eje principal: el del artista, el cuerpo de las personas en el espacio público y la naturaleza, la acción y la voz, “pero también es el cuerpo mutilado, transformado, rechazado (…) en las piezas [fotos] de Joel-Peter Witkin”. Videos de los años ’70 -exhibidos en televisores de la época- reproducen performances de entonces, como la de Lotty Rosenfeld quien, en plena dictadura pinochetista trazó “Una milla de cruces sobre el pavimento” con adhesivos blancos pegados transversalmente sobre señales viales. En “Viento” Joan Jonas enfrenta con su cuerpo a las corrientes extremas y Geta Brătescu “reconstituye su retrato” pintando sus manos. La obra de Clément Cogitore retoma la música y adapta una parte del ballet “Les indes galantes” (Las Indias galantes) de Jean-Philippe Rameau en versión en hip-hop.
En el centro de Sala 2, y a modo de “fuente”, el contendor de residuos de Michel Blazy genera permanentemente una espuma. Los sonidos de los pasos de un caminante por la ciudad cuyos ruidos han sido silenciados, habitan los videos de Sebastián Díaz Morales y de Shilpa Gupta, con discursos de la independencia de India y Pakistán sonando al unísono. La “Tribuna libre” de Séverine Hubard, construida con cajones dados vuelta, indudablemente representa el momento actual. Diseñada para recibir multitudes, como cines y teatros, las gradas están vacías o tienen el acceso acotado.
Los tonos claros y sonidos tenues de Sala 3, “Andante”, transmiten calma visual y sonora, como en las habitaciones pintadas por Víctor Florido. Dan ganas de ingresar a la instalación de Vincent Lamouroux, que aparece como la deconstrucción en el espacio de una pintura constructiva. Arte sonoro de Carsten Nicolai, con una bandeja de agua que vibra con el sonido de unos parlantes. El blanco del hielo, donde patinan los protagonistas del video de Denis Savary, y, las lucen que titilan sobre el agua, en el de Jennifer Douzenel, refuerzan la sensación de serenidad.
En las escaleras internas, las potentes fotografías de Arno Rafael Minkinnen son el “Interludio”. Conduce al visitante a Sala 4 y al “Paisaje reinterpretado” con la vista del Riachuelo en el mural de Pauline Fondevila, el bosque distópico hecho con mangueras de Laurent Perbos y rollos de fotografías con los cielos de distintas ciudades de Patxi Bergé. Caricia para el alma, el concierto de la instalación de Céleste Boursier-Mougenot emite bellos sonidos aleatorios, con cuencos de porcelana afinados que flotan y chocan sobre dos piletas de agua.
A modo de “Coda”, en el café puede verse “La dulce utopía”, el globo rosa de Mauricio Cattelan y Philippe Parreno suspendido que, con su araña antigua, alude a lo doméstico. En la librería el video de Elina Brotherus refleja cuerpo y naturaleza: durante tres meses la artista se bañó todos los días en el mismo lago y desde el mismo lugar; durante ese tiempo el paisaje cambia. Camino al auditorio se halla “Teléfonos” de Christian Marclay, uno de los imperdibles, y en la muestra hay muchos. Es un inteligente video, con secuencias de películas donde el aparato de línea fija tradicional (sí, también hay damas con teléfonos blancos) es la estrella; las escenas arrancan más de una bienvenida sonrisa en el espectador.
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