Sin duda, vivimos en tiempos en los que abundan las atrocidades y las muertes sin sentido, y por eso surge una de las preguntas éticas y políticas más importantes: ¿de qué modos de representación disponemos para aprehender la violencia? Algunos dirían que las autoridades globales y regionales deben identificar a los grupos vulnerables y ofrecerles protección. Y aunque no me opongo a la proliferación de «estudios sobre vulnerabilidad» que permitirían que más migrantes cruzaran las fronteras, me pregunto si esa particular formación de discurso y poder llega al corazón del problema. Hoy son bien conocidas las críticas de que el discurso de “los grupos vulnerables” reproduce el poder paternalista y otorga poder a los organismos regulatorios que tienen sus propios intereses y limitaciones. Al mismo tiempo, soy consciente de que muchos defensores de la vulnerabilidad han intentado abordar este tema en sus trabajos teóricos y empíricos.
Lo que queda en claro es que, por importante que sea revaluar la vulnerabilidad y darle lugar al cuidado, ni la vulnerabilidad ni el cuidado pueden servir de base para una política. Seguramente querría ser una mejor persona y esforzarme por convertirme en una, en parte reconociendo mi aparentemente profunda y recurrente falibilidad. Pero ninguno de nosotros buscaría convertirse en santo si eso significara que uno se guarda todo el bien para sí, expulsando la dimensión defectuosa o destructiva de la mente humana hacia los actores que están afuera, esos que viven en la región del “no son como yo”, con quienes nos desidentificamos. Si, por ejemplo, por una política y una ética del “cuidado” entendemos una disposición humana en progreso y sin conflictos que puede y debería dar lugar a un marco político para el feminismo, entonces hemos entrado en una realidad bifurcada en la que nuestra propia agresión ha sido editada y queda fuera de cuadro, proyectada a los otros. De modo similar, resultaría fácil y eficiente si pudiéramos establecer la vulnerabilidad como el cimiento para una nueva política; pero considerada como una condición, no puede aislarse de otras expresiones ni ser el tipo de fenómeno que puede servir de base. Por ejemplo, ¿es alguien vulnerable sin persistir en una situación de vulnerabilidad? Más aún, si pensamos en aquellos que, en una condición de vulnerabilidad, resisten esa condición, ¿cómo debemos entender esa dualidad?
Plantearía que la tarea no es juntar a las criaturas vulnerables o crear una clase de personas que se identifiquen primariamente con la vulnerabilidad. Al retratar a personas y comunidades que están sujetas a una violencia sistemática, ¿les hacemos justicia, respetamos la dignidad de su lucha si los reducimos a ser “vulnerables”? En el contexto de los derechos humanos, la categoría “poblaciones vulnerables” incluye a aquellos que precisan protección y cuidado. Por supuesto, resulta crucial hacer pública la situación de aquellos que carecen de requerimientos básicos como comida o refugio, pero también la de aquellos a los que se les niega la libertad de movimiento y el derecho a una ciudadanía legal, si no se los criminaliza. Ciertamente, una cantidad creciente de refugiados ha sido abandonada por un gran número de Estados nación y organismos transnacionales, incluyendo, por supuesto, a la Unión Europea. Y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estima que hay casi diez millones de personas sin patria que viven hoy en el mundo. También hablamos de la misma manera sobre las víctimas de femicidio en América Latina (casi tres mil al año, con porcentajes altos en Honduras, Guatemala, Brasil, Argentina, Venezuela y El Salvador), un término que incluye a cualquiera que sea maltratada o asesinada en virtud de ser feminizada, incluyendo a un gran número de mujeres trans. Al mismo tiempo, el movimiento Ni Una Menos ha movilizado a más de un millón de mujeres a lo largo de América Latina (y España e Italia) que han ganado las calles para protestar contra la violencia machista. Al organizar comunidades de mujeres y trans, así como también de travestis, Ni Una Menos ha entrado en escuelas, iglesias y sindicatos para conectarse con mujeres de todas las clases sociales y de diferentes comunidades regionales para oponerse al asesinato de mujeres y personas trans, pero también para luchar contra la persistencia de la discriminación, las agresiones y la desigualdad sistemática.
Con frecuencia las muertes por femicidio se informan de una forma sensacionalista, tras lo cual se produce una conmoción transitoria. Y luego vuelven a ocurrir. Ciertamente es un horror, pero no siempre se lo vincula con un análisis y una movilización centrados en la ira colectiva. El carácter sistemático de esa violencia se borra al decir que los hombres cometen esos crímenes porque sufren trastornos de personalidad o condiciones patológicas individuales. Ese mismo ocultamiento sucede cuando una muerte se considera “trágica”, como si las fuerzas en pugna en el universo condujeran a ese desafortunado final. En Costa Rica, la socióloga Montserrat Sagot sostiene que la violencia contra las mujeres no solo pone en primer plano la desigualdad sistemática entre hombres y mujeres que atraviesa la sociedad, sino que también manifiesta formas de terror que son parte del legado del poder dictatorial y la violencia militar. La impunidad de la que gozan estos crímenes brutales continúa la herencia de tiempos en los que eran moneda corriente el dominio, el terror, la vulnerabilidad social y el exterminio. Desde su perspectiva, no sirve explicar los asesinatos de este tipo recurriendo a características individuales, patologías o incluso a la agresión masculina. En realidad, estos actos asesinos deben entenderse en términos de reproducción de una estructura social. Más adelante, sostiene que se los debe describir como una forma extrema de terrorismo sexista.
Para Sagot, el asesinato es la forma más extrema de dominación, y otros modos, incluyendo la discriminación, el acoso y la violencia deben entenderse como un continuo con el femicidio. No es un argumento caprichoso porque toda forma de dominación tiene como potencial este resultado letal. La violencia sexual implica la amenaza de muerte y, con demasiada frecuencia, esa promesa se cumple (...).
El asesinato es el acto violento más obvio en este escenario, pero no se reproduciría con tanta velocidad e intensidad si no fuera por aquellos que desestiman el crimen, culpan a la víctima o patologizan al asesino con el objetivo de exculparlo. De hecho, con demasiada frecuencia la impunidad se construye en la estructura legal (que es la razón por la que las autoridades locales se resisten a la intervención de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), lo que significa que el rechazo a recibir los informes, las amenazas a aquellos que los confeccionan y la reticencia a reconocer el crimen, todo eso perpetúa la violencia y da permiso para matar. En ese caso, debemos localizar la violencia en el acto, pero también en la amenaza imaginada de la dominación social de las mujeres y de las personas feminizadas. La violencia ocurre en la serie de rechazos legales y en la negativa a reconocerla como tal: que no haya informe significa que no hay crimen ni castigo ni reparación.
Si el femicidio se entiende como un acto generador de terror sexual, entonces estas luchas de feministas y trans no solo van de la mano (como debería ser), sino que también están ligadas a las luchas de las personas queer, de todos aquellos que se enfrentan a la homofobia y de la gente de color que son, con mucho, el principal blanco de la violencia o el abandono. Si el terror sexual se relaciona no solo con la dominación, sino también con el exterminio, entonces la violencia sexual constituye un espacio denso para complejas historias de opresión, así como para luchas de resistencia. Como individuos y terribles como son sin duda cada una de estas pérdidas, pertenecen a una estructura social que considera que las mujeres no son duelables. La violencia pone en acto la estructura social y esa estructura social excede cada uno de esos actos de violencia a través de los cuales se manifiesta y se reproduce. Se trata de pérdidas que no debieron haber ocurrido y que no deben volver a ocurrir: Ni Una Menos (...).
Mi ejemplo no le hace justicia a la especificidad histórica de estos actos de violencia, pero tal vez introduzca un conjunto de preguntas que pueden ser útiles si buscamos entender un asesinato tras de otro como algo diferente de actos aislados y terribles. La exigencia ética y epistemológica de proponer un panorama global y dar cuenta de esta realidad debe incluir los asesinatos que ocurren en las prisiones y las calles de los Estados Unidos, responsabilidad de la policía que suele dejar la ley de lado. El populismo derechista adhiere a los nuevos autoritarismos, a las nuevas racionalidades aplicadas a la seguridad y a los nuevos poderes para las fuerzas de seguridad, policía y militares (y la particular fusión de las tres que parece monitorear cada vez más el espacio público) y supone que esas letales instituciones son necesarias para “proteger” a la “gente” de la violencia. Sin embargo, esas justificaciones solo sirven para expandir los poderes de la policía y someter a aquellos que están en los márgenes a estrategias carcelarias de contención y represión cada vez más intensas.
¿Existe un modo de nombrar y contrarrestar las formas necropolíticas de discriminación como estas sin producir una clase de víctimas que niegan a las mujeres, queers, personas trans y gente de color (más generalmente) sus redes, sus teorías y análisis, sus solidaridades y su poder para armar una verdadera oposición? La policía busca “proteger” a la gente de la violencia y expandir sus poderes carcelarios en nombre de esa protección. ¿No estamos haciendo sin desearlo algo similar cuando hablamos de “poblaciones vulnerables” y, por lo tanto, la tarea debería convertirse en liberarlos de esa vulnerabilidad? Esta tarea está a cargo de una organización o agencia que busca proveer ese alivio. El alivio de la precariedad es algo bueno, ¿pero ese enfoque comprende y se opone a las formas estructurales de la violencia y a la economía que lleva a las poblaciones a una precariedad invivible? ¿Por qué “nosotros” no descartamos la opción paternalista para unirnos a redes solidarias, oponiendo a esas formas de dominación social y de violencia otras que son al mismo tiempo vulnerables y combativas? Una vez que “los vulnerables” están constituidos como tales, ¿se supone que seguirán manteniendo y ejerciendo su propio poder?, ¿o la situación de vulnerabilidad se ha desvanecido para reaparecer como el poder de la protección paternalista obligada ahora a intervenir?
¿Qué pasa si la situación de aquellos considerados vulnerables es, de hecho, una constelación de vulnerabilidad, ira, persistencia y resistencia que emerge bajo esas mismas condiciones históricas? Sería igual de imprudente “quitar” la vulnerabilidad de esa constelación; de hecho, la vulnerabilidad atraviesa y condiciona las relaciones sociales y sin esa perspectiva tenemos pocas posibilidades de imaginar qué clase de igualdad sustantiva se desea. La vulnerabilidad no debería identificarse exclusivamente con la pasividad; solo tiene sentido a la luz de un conjunto de relaciones sociales concretas, que incluyen prácticas de resistencia. Una perspectiva de la vulnerabilidad como parte de relaciones y acciones sociales concretas puede ayudarnos a entender cómo y por qué surgen formas de resistencia como lo hacen. (...).
Dicho esto, queda claro que el carácter organizado de las privaciones y la muerte que viene ocurriendo a lo largo de las fronteras de Europa es enorme y que es crucial la resistencia de los migrantes y sus aliados, aunque sea esporádica. Aproximadamente 5400 personas murieron solo tratando de cruzar el Mediterráneo entre 2017 y 2018, y eso incluye al gran número de kurdos que buscaron migrar a través del mar. La Red Siria por los Derechos Humanos informa que durante el octavo aniversario del levantamiento, en marzo de 2019, la cifra de civiles muertos alcanzó las 221.161 personas. Hay muchos ejemplos, además del femicidio, que nos permitirían plantear la pregunta de cómo llegar a nombrar y comprender la organización de poblaciones definidas por la desposesión y la muerte; incluirían el brutal tratamiento a sirios y kurdos, apiñados en la frontera de Turquía y el racismo antimusulmán en Europa y los Estados Unidos, así como su convergencia con el racismo antimigrantes y antinegros que crea la noción de personas prescindibles: aquellos considerados en el umbral de la muerte o directamente muertos.
Al mismo tiempo, aquellos que han perdido apoyo infraestructural han desarrollado redes que comunican horarios y buscan entender y usar las leyes marítimas internacionales en el Mediterráneo a su favor para moverse a través de las fronteras, para armar una ruta y conectarse con comunidades que puedan proveer apoyo de algún tipo, como los anarquistas que los ayudan a ocupar hoteles vacíos. Quienes están apiñados en las fronteras de Europa no forman parte precisamente de aquello que el filósofo político Georgio Agamben describía como una “vida desnuda”; es decir, no reconocemos su sufrimiento para luego privarlos de toda capacidad. Más bien, están, la mayoría, en una terrible situación: improvisan formas de sociabilidad, usan teléfonos celulares, arman y desarrollan acciones cuando es posible, dibujan mapas, aprenden idiomas, pese a que esas actividades no suelen ser posibles. Aun cuando su intervención se bloquea a cada paso, todavía hay modos de resistir ese mismo bloqueo, formas de entrar al campo de fuerza de la violencia para impedir que continúe. Cuando exigen papeles para moverse, para entrar, no están superando su vulnerabilidad, precisamente: la están demostrando y demostrándola a través de ella. Lo que ocurre no es la milagrosa o heroica transformación de la vulnerabilidad en fuerza, sino la articulación de la demanda de que solo una vida que recibe apoyo puede persistir como vida. A veces la demanda se realiza con el cuerpo, presentándose en un lugar donde se está expuesto al poder policial y rehusándose a moverse. La imagen del celular del manifestante convierte el caso de un episodio virtual a un hecho real y muestra cómo depende la vida de su circulación virtual. El cuerpo solo puede afirmar “esto es una vida” si pueden establecerse las condiciones para la afirmación, es decir, a través de su enfática y pública manifestación. Consideremos, por ejemplo, el diario alemán Daily Resistance, publicado en farsi, árabe, turco, alemán, francés e inglés, que contiene artículos de refugiados que han formulado un conjunto de demandas políticas, que incluyen la abolición de todos los campos de refugiados, el fin de la política alemana de “Residenzpflicht” (que reduce la libertad de movimiento de los refugiados a límites muy estrechos), un alto a todas las deportaciones y permisos para que los refugiados puedan trabajar y estudiar. En 2012 varios refugiados de la ciudad de Würzburg se cosieron la boca en protesta contra el hecho de que el gobierno se había rehusado a contestarles. Ese gesto se ha repetido en varios lugares, más recientemente por parte de migrantes iraníes en Calais, Francia, en marzo de 2017, antes de la destrucción y evacuación de su campo. Su opinión, ampliamente compartida, es que sin una respuesta política, los refugiados se quedan sin voz, ya que no se escucha ni se registra y, por lo tanto, no es política. Por supuesto que ellos no plantearon el reclamo de esta forma proposicional. Pero dejaron en claro su posición a través de un gesto legible y visible que enmudeció la voz como signo y sustancia de su demanda. La imagen de los labios cosidos muestra que la demanda no puede expresarse y entonces hace su propia demanda sin voz. Muestra su falta de voz en una imagen para dejar en claro una posición acerca de los límites políticos impuestos sobre lo audible. En cierta manera, volvemos a ver una forma teatral de política que afirma su poder y, al mismo tiempo, los límites impuestos a ese poder (…).
No violencia
La prosperidad asociada a la vida humana se conecta con la prosperidad de las criaturas no humanas, la vida humana y la no humana están relacionadas en virtud de los procesos vitales que las constituyen, comparten y requieren, planteando todo tipo de interrogantes sobre la administración que merecen toda la atención de catedráticos e intelectuales de diferentes campos. El concepto político de autoconservación, frecuentemente usado para defender acciones violentas, no tiene en cuenta que la preservación del yo requiere de la preservación del planeta y que no estamos “en” el contexto global como seres que subsisten por sí solos, sino que subsistiremos en la medida en que la Tierra lo haga. Lo que es verdad para los seres humanos lo es para las criaturas vivientes que requieren de un suelo no tóxico y de agua potable para la continuidad de la vida. Si alguno de nosotros ha de sobrevivir, de florecer, incluso para intentar llevar una buena vida, será una vida vivida con otros: una vida que no es tal sin esos otros. No voy a perder el “yo” que soy en esas condiciones; más bien, si tengo suerte, y es la palabra adecuada, quienquiera que sea estaré sostenido y seré transformado por mis conexiones con los demás, las formas de contacto me cambian y me sostienen.
La relación diádica cuenta solo una parte de la historia, aquella que puede ejemplificarse con el encuentro. Este “yo” requiere de un “tú” para sobrevivir y crecer. Pero tanto el “yo” como el “tú” necesitan de un mundo que los sostenga. Estas relaciones sociales pueden servir de base para pensar las obligaciones globales más amplias respecto de la no violencia que nos debemos los unos a los otros: no puedo vivir si no convivo con un conjunto de personas, y es invariable que el potencial de destrucción habite precisamente en esa necesaria relación. Que un grupo no puede vivir sin convivir con otro grupo significa que la vida propia es ya, en cierto sentido, la vida del otro. Y luego está el número creciente de aquellos que ya no pertenecen a una nación o que han perdido su pertenencia territorial, que han visto cómo su país era bombardeado o robado; aquellos que han sido expulsados de cualquier categoría tenue que los mantenía dentro de sus límites, y que cargan con pérdidas insoportables en un idioma que apenas empezaron a aprender, sumariamente agrupados como los “apátridas”, los “migrantes” o los “indígenas”.
Los lazos que nos unen potencialmente a través de las zonas de violencia geopolítica pueden ser desconocidos o frágiles, estar cargados de paternalismo y de poder, pero pueden fortalecerse por medio de formas transversales de solidaridad que cuestionen la primacía y la necesidad de la violencia. Los sentimientos de solidaridad que persisten son aquellos que aceptan el carácter transversal de nuestras alianzas, la perpetua demanda de traducción así como los límites epistémicos que marcan sus fracasos, incluyendo sus apropiaciones y borramientos. Declarar que la vulnerabilidad no es un atributo del sujeto, sino un rasgo de las relaciones sociales no implica que la vulnerabilidad sea una identidad, una categoría o un espacio para la acción política. Más aún, la persistencia en una condición de vulnerabilidad demuestra ser su propio tipo de fuerza, distinta de aquella que aboga por la fuerza como un logro de la invulnerabilidad. Esa condición de dominio reproduce las formas de dominación a las que hay que oponerse, subestima esas formas de susceptibilidad y contagio que forman las alianzas solidarias y transformadoras.
Del mismo modo, el prejuicio contra la no violencia por juzgarla pasiva e inútil se basa implícitamente en una división genérica de atributos por la cual la masculinidad se asocia a la acción y la femineidad a lo pasivo. Ninguna transvaloración de estos valores derrotará la falsedad de esta oposición binaria. En verdad, el poder de la no violencia, su fuerza, se encuentra en los modos de resistencia a una fuerza de violencia que suele ocultar su verdadero nombre. La no violencia expone las tretas por medio de las cuales la violencia estatal se defiende a sí misma de las personas negras o mestizas, las personas queer, los migrantes, los sin techo, los disidentes, como si al tomarlos juntos sumaran la cantidad a ser detenidos, encarcelados o expulsados por “razones de seguridad”. Esa “fuerza del alma” que Gandhi tenía en mente nunca fue del todo separable de una actitud corporal, una manera de vivir en el cuerpo y persistir precisamente en condiciones que atentan contra las posibilidades de persistencia. A veces, seguir existiendo en lo conflictivo de las relaciones sociales es la derrota definitiva del poder violento.
Vincular una práctica de la no violencia con una fuerza y una solidez que se distingue de la violencia destructiva, que se manifiesta en alianzas solidarias de resistencia y persistencia, implica rechazar la caracterización de la no violencia como una débil e inútil pasividad. Rechazar no es lo mismo que no hacer nada. Las huelgas de hambre rechazan reproducir el cuerpo del prisionero, al acusar a los poderes carcelarios que están atacando la existencia de los encarcelados. La huelga puede no parecer una “acción” pero afirma su poder abandonando las labores que son esenciales para la continuidad de la forma de explotación capitalista. La desobediencia civil puede parecer una simple “exclusión voluntaria” pero hace pública la opinión de que un sistema no es justo. Requiere el ejercicio de un juicio extralegal. Cruzar la puerta o la pared destinada a dejar a la gente afuera es precisamente hacer un reclamo extralegal de libertad, uno que el régimen legal existente no logra satisfacer en sus propios términos. Boicotear un régimen que continúa con un poder colonial, que intensifica las privaciones y los desplazamientos —como si al tomarlos juntos sumaran la cantidad a ser detenidos, encarcelados o expulsados por “razones de seguridad”— es afirmar la injusticia de ese régimen, negarse a aceptar el crimen como normal.
Para que la no violencia escape de la lógica de la guerra que diferencia entre vidas que merecen preservarse y vidas prescindibles, debe formar parte de una política de igualdad. Por consiguiente, se requiere una intervención en la esfera de visibilidad —los medios y todas las versiones contemporáneas de la esfera pública— para que cada vida sea duelable, es decir, digna de su propia vida, de merecerla. Exigir que toda vida sea duelable es otra manera de decir que todas las vidas deben estar en condiciones de persistir en sus vidas sin estar sometidas a la violencia, el abandono sistemático o la erradicación en manos de las fuerzas armadas.
Contrarrestar el esquema de fantasmagoría letal que con tanta frecuencia justifica la violencia policial hacia las comunidades negras y mestizas, la violencia militar hacia los migrantes y la violencia estatal hacia los disidentes, requiere de un nuevo imaginario, un imaginario igualitario que aprehenda la interdependencia de las vidas. Poco realista e inútil, sí, pero posiblemente sea una manera de dar nacimiento a una nueva realidad que no se base en las lógicas instrumentales y en la fantasmagoría racial que reproducen la violencia estatal. En la “falta de realismo” de ese imaginario reside su fuerza. No es solo que en un mundo así cada vida merecería que se la tratara como a un igual, o que cada uno tendría el mismo derecho a vivir y desarrollarse, aunque ciertamente se deben afirmar ambas posibilidades. Pero se requiere de un paso más: “cada uno” es, desde el inicio, entregado a otro, social, dependiente, pero sin los recursos adecuados para saber si esa dependencia que se requiere para vivir es explotación o amor.
No estamos obligados a amar a otro para comprometernos en una solidaridad significativa. La emergencia de la facultad crítica, de la crítica en sí, está vinculada con la conflictiva y preciada relación de solidaridad, en la que nuestros “sentimientos” navegan por la ambivalencia que los constituye. Siempre podemos derrumbarnos. Ese es el motivo por el cual luchamos para estar juntos. Solo entonces tendremos la posibilidad de persistir en una crítica común: cuando la no violencia se convierta en el deseo por el deseo del otro de vivir, una manera de decir: “Eres duelable, perderte sería intolerable y quiero que vivas, quiero que quieras vivir, así que toma mi deseo como tu deseo, pues el tuyo ya es el mío”. El “yo” no es “tú”, pero sigue siendo impensable sin el “tú”, mudo, insostenible. Así, sea que quedemos atrapados en la ira o en el amor —amor iracundo, pacifismo militante, no violencia agresiva, persistencia radical— tengamos la esperanza de vivir ese dilema de maneras que nos permitan vivir con los vivos, conscientes de la muerte, demostrando persistencia en medio de la pena y de la ira, de la escabrosa y conflictiva trayectoria de la acción colectiva en las sombras de la fatalidad.
Judith Butler es autora de “La fuerza de la no violencia” (Paidós).
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