Una de las cosas increíbles de la novela “Las chicas” (Anagrama), escrita por Emma Cline y publicada en 2016, es que su autora tenía sólo 27 años cuando el libro salió a la venta. La historia recreaba la situación en que una adolescente de menos de 15 años, era seducida por “las chicas” que rodeaban a Charles Manson y pasaba a ser parte del clan que pretendía fundar un mundo nuevo, a partir de (entre otras cosas) el asesinato salvaje de los enemigos señalados por el líder. Más allá de imaginar la lógica que cohesionó a unos cuantos jóvenes detrás del gurú criminal, la historia ahondaba en los sentimientos femeninos de un modo realmente notable. Si Evie, la protagonista, era una adolescente casi abandonada por sus padres, a merced de la necesidad de aprobación y pertenencia propia de la edad; Cline supo describirla con la aguda intuición de que las mujeres son mucho más vulnerables a la necesidad de afecto. Justamente, la Evie adulta que abre y cierra el relato traza un contraste imprescindible con la adolescente que, considerando la edad de la autora del libro, no puede menos que sorprender.
Casi en el final de la novela, una escena resume la violencia cotidiana que sufren las mujeres y las pocas herramientas que tienen para defenderse del abuso. A la casa prestada en la que vive la Evie madura, llega una pareja muy joven a pasar la noche junto a un amigo. En medio de la cena, el varón invita al amigo a tocar los senos de su novia, a la que intima a levantarse el sweater. A regañadientes, la chica accede al pedido. Al día siguiente, Evie trata de advertirle sobre los riesgos de su complacencia, pero la novia abusada rechaza su intervención.
Este breve momento de “Las chicas” es sólo una muestra del talento inesperado de Cline, una habilidad para narrar y reflexionar que le valió un millonario adelanto de parte de Random House por la novela (y sus dos libros siguientes), cuando hasta allí solo había escrito un par de buenos relatos.
Ahora, en castellano, se publica un ejercicio literario encargado a Cline por The New Yorker, que en el original se titula “White noise” (Ruido de fondo). En español, convertido en libro, lleva el nombre del hombre cuyos abusos provocaron el #MeToo: Harvey Weinstein (“Harvey”, Anagrama).
La coincidencia con su libro anterior es obvia: un reo famoso cuyo crimen también tiene a las mujeres como víctimas. Pero el camino que toma Cline es completamente distinto. Se centra en un solo día, la jornada anterior a la sentencia que finalmente condenó al productor de cine. ¿Y que hace Weinstein en ese día? Muy poco. Mira televisión, contesta mensajes de sus abogados, recibe a su hija y su nieta, se somete a una terapia con drogas que lo desconectan de la realidad. Lo más interesante es que descubre que Don DeLillo vive al lado de la casa en la que está y empieza a fantasear con la posibilidad de producir para el cine la novela “White noise” del escritor.
El recuerdo de los abusos y las mujeres que lo sufrieron casi no aparece. Una excelente decisión de Cline, que entiende que las víctimas no tienen una existencia real para ese hombre que se considera inocente.
Lejos de brillo deslumbrante de “Las chicas”, “Harvey” es más un ejercicio que una obra. Habrá que esperar la salida del nuevo libro de relatos de Cline, “Daddy”, publicado el año pasado en el hemisferio norte y todavía no traducido al castellano, para comprobar si el talento de la joven autora no fue más que un espejismo.
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