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DEPORTES | 17-02-2012 14:35

El semillero del mejor fútbol

Marketing, geopolítica y códigos culturales de un continente que patea cada vez mejor.

Podría haber sido una imagen de Lost. Gente que, tras emerger de una selva, camina por una playa en apariencia idílica pero, en los hechos, trágica: están ahí para rendirle homenaje a las víctimas de un accidente aéreo. Hay rezos grupales y se lanzan flores al agua. Muchos lloran: es un momento sensible. Y sin embargo, lejos de tratarse de una serie televisiva, sucedió el viernes 10 a orillas del océano Atlántico en Libreville, la capital de Gabón, al oeste de África. Era la selección de Zambia que visitaba el lugar donde, según definió la prensa nacional, hace 19 años ocurrió “la muerte de un país”.

Vida y muerte. En abril de 1993, el avión que transportaba a los zambianos a Senegal para un partido de Eliminatorias cayó al mar a 500 metros de Libreville, donde había hecho escala. No hubo sobrevivientes. Ninguna comitiva oficial volvió a la ciudad maldita hasta que, el miércoles 8, Zambia venció a Ghana por la semifinal de la Copa África y, con el pase a la final, sucedió, en palabras del diario inglés The Guardian, “una de las sagas de tragedia y triunfo más destacadas de la historia del deporte”.

El torneo continental se jugó en dos países, Guinea Ecuatorial y Gabón, pero a Zambia le tocaron todos sus partidos en el primero de ellos. La excepción era si llegaba a la final. Nadie lo tuvo en cuenta porque nadie confiaba en un equipo a quien las casas de apuestas, antes del torneo, pagaban 40 a 1 por un título que jamás había conseguido. Pero, después de haber pasado la primera fase, los cuartos de final y la semifinal en la otra sede, Zambia llegó, inspirado en el espíritu de la tragedia, a Gabón. Los jugadores fueron el viernes a la playa para llorar a sus héroes y el domingo 12, en la final, terminaron de cerrar la herida: vencieron por penales a Costa de Marfil y fueron, por primera vez, campeones de África. “Estaba escrito en el cielo”, dijo el técnico, el francés Hervé Renard. “Hay cosas que están destinadas a ser”, empezó su crónica el New York Times.

El país

Tal vez, también fue el destino que Zambia se haya independizado el día que terminaron los Juegos Olímpicos Tokio 1964: los 12 atletas, 11 hombres y una mujer, que viajaron a Japón como representantes del protectorado británico de Rodesia del Norte se convirtieron aquel 24 de octubre en ciudadanos de la República de Zambia, un país que, desde entonces, rodeados de vecinos convulsionados, vivió en paz interna. La democracia nunca se interrumpió, aunque tampoco la miseria y la corrupción.

La generación que murió en 1993, entre quienes estaba un arquero de Argentinos Juniors, Efford Chabala, había goleado 4-0 a Italia en los Juegos Olímpicos Seúl 1988. También era un gran momento de los clubes: Nkana Red Devils fue finalista de la Liga de Campeones africana en 1990 y Power Dynamos ganó la Recopa 1991. “Pero aquel éxito, sustentado en la nacionalización del cobre –el sustento del país-, se torció cuando el dinero dejó de fluir. La falta de fondos llevó a pedirle a la Fuerza Aérea que aporte un bimotor de turbohélices”, contextualizó “El País” esta semana, en referencia al avión que se desplomó en 1993.

El vehículo no volaba hacía cuatro meses y el informe oficial, redactado en Gabón, culpó a una falla del motor y al cansancio del piloto. Sin embargo, The Guardian recordó que los diarios de Zambia responsabilizaron en su momento a Gabón y sugirieron que el avión había sido derribado por el ejército de ese país. El combo acusatorio incluía a un árbitro gabonés que, al año siguiente, no cobró un penal para Zambia en un partido con Marruecos que decidía el pase al Mundial 1994. Las relaciones se fracturaron y la palabra Gabón, en Zambia, pasó a ser usada en la calle como “algo poco confiable”.

En 2012, la miseria sigue siendo una plaga en Zambia, donde el 70 % vive debajo de la línea de la pobreza y gana menos de un dólar diario. La esperanza de vida, corroída por el sida, es una desesperanza: 47 años. Pero el país, liderado por el presidente Michael Sata, que en los años 50 fue barrendero en Londres, parece despegar gracias al matrimonio con China, que en 2011 invirtió mil millones de dólares. El gigante asiático, presente en toda África, es el mayor consumidor mundial de cobre y Zambia es el mayor productor en el continente. Según los especialistas, en la próxima década se consumirá más de ese metal que en toda la historia. Justamente, el fin de semana pasado, el diario “The Post Zambia” contó que “las empresas chinas alquilaron aviones para que zambianos y chinos viajen a la final”. “El éxito del fútbol es nuestra responsabilidad social”, dijo el embajador Zhou.

El fútbol

Renard, que comenzó su carrera de técnico en Inglaterra, donde tenía que despertarse a las 3 de la mañana para trabajar en una fábrica de limpieza, recurrió a futbolistas de la liga local con la excepción de algunos zambianos que juegan en el resto de África, Asia y uno solo de Europa: Emmanuel Mayunga, del Young Boys de Suiza.

La figura del torneo, Christopher Katongo, es una alegoría de Zambia: juega en un club de China llamado Construcciones Henan, en el que comparte equipo con Marcos Flores, un chaqueño ex Unión y Newell’s. El hermano de Christopher, Felix Katongo, representa la supervivencia: juega en Libia, en el Al-Ittihad de Trípoli, y debió ser rescatado por la Fuerza Aérea de Zambia. Y el jugador que convirtió el último penal, Stophira Sunzu, pertenece al Mazembe de Congo, el equipo que, apoyado por una empresa que explota minas de cobre y uranio, en 2010 le ganó al Inter de Brasil en el Mundial de Clubes.

Sunzu hizo algo nunca visto: para patear el penal, tomó carrera rezando y cantando. El 75% de los zambianos son cristianos, pero también creen en otros ritos: tras ganar la semifinal bailaron una especie de haka que terminó con el gesto de degollar a su rival. Sunzu, que dos días antes había estado en la playa llorando a sus héroes, hizo el gol y Zambia conoció, además del horror, la clase de felicidad que sólo el fútbol quita y da.

por Andrés Burgo

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