Debajo de la superficie de la economía argentina, marcada a fuego en los últimos años por una inflación creciente, escasez aguda de divisas, un rojo fiscal permanente y descapitalización general de la estructura productiva, surgen otras tendencias que lentamente van configurando el escenario. En síntesis, un largo período de estancamiento con relativamente bajo desempleo y bajísima generación de empleos de calidad, pero con ingresos que no alcanzan a empatar una inflación que va saltando escalones. El gran interrogante a este cuadro de situación es cómo termina afectando a un indicador clave a la hora de elaborar políticas económicas: la desigualdad.
En los papeles. La meta de alentar una distribución del ingreso más igualitaria forma parte de casi todas las plataformas electorales. A veces cambia la velocidad y el grado de intervención del gobierno para fomentarlo, pero es un indicador que marca el grado de éxito de la política económica tal cual fue enunciada. Claro, no es el único: el crecimiento del ingreso por habitante, por ejemplo, es importante para aquellos países que padecen parálisis o hasta largos procesos recesivos que terminan generando una porción significativa de la población viviendo bajo la línea de la pobreza. El control inflacionario, también termina siendo un objetivo en sí mismo cuando, como el caso argentino, la inestabilidad monetaria ya se mide en décadas. Pero la idoneidad para poder conjugar todos esos indicadores sí explica los mayores logros.
En la épica peronista, haber conseguido una distribución “50-50” (entre el capital y el trabajo) es una bandera que se esgrime como una verdad revelada pero lo cierto es que no fue sostenible y la realidad se fue complejizando, haciendo que tal fórmula resultara un análisis simplista. Los estudiosos de las medidas de bienestar prefieren observar cómo se distribuye el ingreso entre porciones fijas de la población (por ejemplo, deciles o un 10% de todos los ciudadanos ordenados de mayor a menor ingreso) y tomando unidades de medida como el “coeficiente de Gini”, que mide el grado de desigualdad en una población, variando entre 0 y 1 (siendo 1 desigualdad absoluta y 0, el paraíso proletario). Argentina se mantuvo, tradicionalmente dentro de los países con una distribución más igualitaria que el resto de la región (como también Uruguay) y muy parecida a la de los Estados Unidos.
Pero dos factores jaquearon este acervo socio cultural, ejemplificado con la presencia de una fuerte clase media, un signo distintivo argentino: la alta inflación y la descomposición de la estructura del empleo. Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, desde 2017 se observa una paradoja: una caída lenta de la desigualdad producto del deterioro que vienen experimentando las clases medias. “En realidad, la distribución no se ha hecho más desigual, producto de que las clases medias y medias-bajas, vienen cayendo su nivel de ingreso. Ha sido un proceso de empobrecimiento por caída justamente de quienes hacían que la distribución fuese más desigual”, explica.
Para Milagros Gismondi, economista de Empiria Consultores, salvo el último dato donde empeora la distribución del ingreso en los últimos años, se ve una mejora en la distribución. “Pero en realidad viene asociada con mayor pobreza: en definitiva, es que todos somos más pobres, el del decil 1, el del 10… en realidad, todos, una mejora en la distribución nivelando para abajo, lo que no es una buena noticia”, aclara. La diferencia se basa en el contexto, justamente ya que es imposible escindirlo del aumento de la pobreza y el nulo crecimiento económico.
Cambios. Un tema muy relacionado es el de la lenta, pero inexorable modificación en la estructura del empleo de la última década, en el que se ve que hay un aumento de lo que son informales y cuentapropistas informales. Gismondi hace una distinción entre el cuentapropista “profesional” y el que quedó “sin secundario completo”, más parecido al trabajador de changas. “Está habiendo un crecimiento tanto lo que es el trabajador informal como del cuentapropista no profesional. Eso, nuevamente, no afecta la distribución del ingreso en sí mismo, pero avanza este mercado laboral más precario con ingresos laborales que tiene una clara tendencia de caída en términos reales”, agrega.
En la última medición de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) que hace el INDEC, correspondiente al primer trimestre de 2023, el ingreso medio del 10% más alto fue 8, 5 veces más alto se llevó el 25,3% del total mientras que el del decil más bajo sólo consiguió el 3,3%. Esa diferencia se amplía a 14 veces si se considera el ingreso familiar por habitante entre ambos deciles extremos (hay más niños pobres que ricos). Por su parte, de los 9,8 millones de asalariados con un ingreso promedio de $120.973, los que tenían descuento jubilatorio (en blanco) ganaron $151.773 mientras que los que estaban en negro sólo conseguían $65.657: una diferencia de 2,3 veces entre unos y otros.
En la visión de Salvia, el proceso de empobrecimiento viene fundamentalmente asociado a las dos dinámicas: el inflacionario y el de precarización laboral de aquellos segmentos que, dado que no se está creando empleo registrado en el nivel que estructuralmente se tendría que dar. “Venimos con una década rezagada en que crece mucho más el empleo precario que el empleo no asalariado privado, formal”, enfatiza. Ese crecimiento del empleo precario, que no es solamente asalariado, sino también cuentapropista, hace que cuando se pierde un trabajo formal con muchas más protecciones (y también ingreso), tiende a caer en un empleo precario, como ocurrió en la parálisis por la pandemia. Solo algunos pueden recuperarlo y otros mantienen la situación más precaria, con ingresos más bajos.
Los precios, otra vez. Finalmente, el factor inflacionario también pesa en la desigualdad. Su impacto es más indirecto, pero con tasas que en la última década nunca fueron desde el 25% hasta los tres dígitos actuales, se amplía la brecha entre los distintos rubros y por lo tanto se amplifica la distorsión en los precios relativos. Desde 2020 hasta junio pasado, hubo rubros que estuvieron entre 40% y 10% por debajo del promedio general (comunicación, vivienda, educación, por ejemplo) y otros se movieron en el sentido inverso (entre 10 y 40% más que el IPC para vestimenta, restaurantes y alimentos). Depende del tipo de consumo de un sector que su canasta de bienes le pueda agravar o aliviar su situación. “Los sectores menos favorecidos tienen, frente a una tasa de inflación creciente una mayor desprotección, cosa que no ocurre con los que están en el extremo más alto, que tienen capacidad de ahorro y sofisticación financiera para defenderse”, señala Gismondi. “Lo que termina sucediendo, y se notó en la primera parte de este año es que se empeora la distribución del ingreso, algo que se espera también ocurra hacia fin de año con las proyecciones de inflación”, anticipa.
Esa será, precisamente, la otra batalla dialéctica en época de campaña: quién afectó en más o menos lo que se promete como un logro colectivo: la equidad en el ingreso. Pero de nada sirve esa promesa si las jugadas en el mercado laboral y en las góndolas terminan definiendo el partido en contra.
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