El último año y medio el agro vivió una extraña paradoja: casi simultáneamente con la aparición de la pandemia y luego de la parálisis de la actividad mundial en todos los ámbitos, los valores de producción treparon de tal forma que el año 2021 marcó para la cosecha argentina un récord histórico: US$ 13.500 millones en exportaciones.
Cualquier desprevenido podría creer que tal bonanza en los precios de los productos en una tendencia que parece sostenida, debió haber derramado riqueza en el componente más importante que tiene la actividad: el factor tierra. Pero no fue así.
Otra grieta. Juan José Madero, presidente de la Cámara Argentina de Inmobiliarias Rurales (CAIR) muestra que las diferencias de precio del valor de la hectárea en las mejores zonas (la “núcleo” en Argentina) está a la mitad, como máximo, del valor de la zona de Illinois, por ejemplo). Este año, la brecha fue de US$ 13.000 versus US$ 27.000 en el país del norte. La diferencia no está en la productividad sino en los costos, la brecha cambiaria y, sobre todo, el factor impositivo. “Las tierras argentinas están en el podio mundial de productividad, junto con el cinturón maicero, Ucrania y Europa del Este”, enfatiza. En Uruguay, las tierras “AA” (departamentos de Soriano y Río Negro), oscilan en US$ 7.500, con un crecimiento de más del 15% desde el año pasado. En Paraguay (zona de Caaguazú), el precio está alrededor de los US$ 3.500. ¿Por qué el sector marcha a contramano de sus vecinos y los referentes mundiales? “Tenemos un dólar falso, hay cepo que impide entrar y sacar divisas; los impuestos son casi confiscatorios. Lo que tenemos es un enorme freno de mano. Un caballo con rienda corta”, subraya Madero.
Los valores, por esta causa, están amesetados, luego de una caída, de entre 10 y 15% en dólares. Josefina Jolly, analista de la consultora FyO, estima que, con los últimos cambios, dependiendo del cultivo y la zona, su participación, en promedio está en un 40%”. O sea que, dentro de la ecuación de costos del productor, tiene su propio peso. “Iniciamos la campaña 20/21 con una visión bajista para los precios de los commodities, que hizo acelerar las ventas a nivel local, principalmente de los cereales. Entrando en la cosecha, el mercado alcanzó precios máximos, que no se pudieron tomar totalmente, ya que muchos habían vendido gran parte barato”, explica.
Para la analista, la dificultad que atraviesa el sector es que se enfrenta a una verdadera inflación de los insumos de cara a la próxima campaña y eso afecta decididamente la rentabilidad. Por ejemplo, en noviembre el urea, un fertilizante clave, subió 7,2%, pero el glifosato (utilizado para la soja), saltó 26%. “Este factor, sumado a que los precios de los commodities tuvieron un retroceso en los últimos meses, hicieron que los márgenes se vean perjudicados y aunque siguen siendo buenos en dólares por hectárea la rentabilidad se vio afectada”, concluye.
La pandemia también trajo problemas logísticos en el comercio internacional que desconfiguró el mercado mundial de la energía, la materia prima básica para los fertilizantes y el transporte global. El petróleo y el gas natural, alcanzó sus máximos en 7 años en el mes de octubre. Hay plantas de fertilizantes cerradas que no reabrieron y no pudo reestablecerse el flujo continuo de abastecimiento global.
Venta o alquiler. “El mercado presenta una paradoja adicional: es difícil conseguir un comprador, pero los alquileres vuelan y subieron 47% en dólares en el último año”, agrega Madero. La explicación es simple: mientras una negociación de compra-venta se realiza en dólares billete (o su equivalente), el de alquiler se hace en pesos, aunque indexado por el valor producto”, agrega. En un caso, el comprador debe introducir dólares en el circuito local y en el otro, al contrario, es una aspiradora de pesos que hoy sobran en la economía. De alguna manera, canalizar fondos pesificados en la producción agropecuaria es buscar un paragua cambiario y anclarse a referencias reales concretas. La demanda por alquilar campos se multiplicó (10% al 15% más en quintales de producto que la campaña pasada) y, a juicio del presidente de CAIR, hay mucha demanda insatisfecha. Los campos ganaderos, por su parte, también crecieron 10% medido en kilos de novillo (que subió más que la inflación y 50% en dólares).
El cliente. ¿Quiénes son los que hoy invierten en el sector? En época difícil, hay que mirar mejor los que se quieren ir del negocio. En un sector en el que la empresa familiar reina, hay muchas decisiones que tienen que ver con el “ciclo familiar”: a sus hijos ya no les interesa dedicarse al campo. También apareció, dice Madero, un tipo especial de vendedor: el que quiere realizar sus activos y radicarse fuera del país.
Los compradores son productores, de distinto tipo. Si es vecino, se agranda, si está en otra zona, quizás quiere crecer como productor, pero le conviene diversificar riesgo climático. Y, por supuesto, los que prefirieron agregar a su cartera de inversión, un activo diferente. La escala de inversión está entre los US$ 2 y 6 millones, pero también existen interesados en menos de US$ 1 millón que, básicamente, son los que anexan tierras a su stock.
El inversor extranjero, por su parte, casi ha desaparecido, a causa de la brecha cambiaria que encarece o dificulta la operación y las reglamentaciones que desalientan a los foráneos de este mercado. Eso produjo que las zonas más productivas (Pampa Húmeda) sólo tienen entre el 2 y el 3% fuera de la tenencia nacional contra casi el 10% de zonas menos atractivas para el agro pero que están más vinculadas con la minería (Salta, Jujuy, San Juan, Mendoza y Santa Cruz).
Los optimistas en este negocio, creen que las ventajas comparativas argentinas, no sólo de la calidad de su tierra, terminarán por imponerse y el futuro debe ser positivo. Sobre todo, destacan la gran capacidad de adaptación e innovación del productor agropecuario nacional que incorporó y hasta creó tecnologías de aplicación en la frontera del conocimiento. Ahora se topan con un doble desafío: convivir con reglas de juego inestables y poco amigables y dar respuesta a la progresiva preocupación por la incidencia ambiental de la actividad. Es lo que toca.
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