A los opinadores y actores de la economía argentina que le piden de manera insistente un plan al Gobierno, es hora de que entiendan que el famoso plan K ya está sobre la mesa, y sus ejecutores no pueden explicitarlo más de lo que lo vienen haciendo en los últimos días. Martín Guzmán fue muy claro al confirmar que no tiene pensado bajar el gasto público sino todo lo contrario. Y el presidente del Banco Central, Miguel Pesce, también da pistas seguras de la hoja de ruta oficial cuando señala enfáticamente el dato de los millones de dólares que los argentinos guardan en el colchón, no solo en el exterior, sino en escondites locales: o sea que, aplicando la presión correcta, esos dólares enterrados saldrán a la superficie.
Se trata de dar vuelta la lógica liberal de mercado de una vez por todas, emitiendo y distribuyendo pesos sin culpa hasta que todo cambie para mejor. El eje de este plan voluntarioso hasta el vértigo implica soslayar toda referencia a la oferta y la demanda como mecanismo de formación de precios en el país, apoyándose en el supuesto teórico de que el precio de equilibrio es una mera ficción capitalista, que en tiempos de anormalidad global, resulta oportunamente desmontable. Parafraseando el clásico de Los Redonditos de Ricota, Guzmán nos va a demostrar que todo precio es político, incluso la cotización del dólar.
Para tratar de entender esta clase de razonamiento aparentemente posmoderno de las finanzas y la economía del siglo XXI, conviene mirar al siglo XIX, más precisamente a Karl Marx, cuando resumió magistralmente el mecanismo redistributivo del Estado francés de excepción. En su cita célebre, Marx explica que “Bonaparte quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia o, mejor dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que comprar lo que quiere que le pertenezca. (…) Pero lo más importante de este proceso en que se toma a Francia para entregársela a ella misma, son los tanto por ciento que durante la operación de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la Sociedad del 10 de Diciembre.” Sin cuestionar la honestidad del ministro de Economía de turno, el estatismo kirchnerista ha demostrado -como lo han hecho otros gobiernos que ocuparon el Estado nacional- los riesgos de corrupción estructural que entraña esta fantasía de redistribución totalmente dirigida desde la Casa Rosada.
Licuar pesadas deudas y desigualdades preexistentes a fuerza de inundar de billetes nacionales y populares el escenario económico parece ser el plan maestro del oficialismo, reabsorbiendo mediante nuevos impuestos y subsidios sorpresa los desequilibrios que pudieran aparecer. Aunque el relato electoral obvio que se deriva de este plan es “quitarle a los ricos para darle a los pobres”, la cuestión es más compleja. Más bien se trata de empoderar al Gobierno para dictaminar cotidianamente quién puede volverse rico y quién no, con la idea de tener al establishment comiendo de la mano kirchnerista apenas “les Fernández” logren hacer pie en el turbulento escenario político y financiero que les tocó administrar. Se trata de un plan simple, lleno de peligros, pero con viento cultural a favor por la disrupción pandémica, y con la ventaja de sonar deliciosamente familiar a los oídos de la militancia K. Se terminaron los misterios: quien quiera oír que oiga.
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